Poetas

Poesía de Francia

Poemas de Alfred de Vigny

Alfred Victor de Vigny (Loches, 27 de marzo de 1797-París, 17 de septiembre de 1863) fue un poeta, dramaturgo, y novelista francés. Se sitúa entre lo más granado del Romanticismo en su país, junto a la de figuras como Alphonse de Lamartine, Victor Hugo, Alfred de Musset y Charles Nodier. Miembro de una familia de la pequeña nobleza arruinada por la Revolución francesa, Alfred de Vigny ingresó muy joven en el ejército, donde fue subteniente (1817), teniente (1822) y capitán (1823), grado con el que tomó parte en la campaña de los Cien Mil Hijos de San Luis, sin que su regimiento llegase a pasar la frontera. Decepcionado por su experiencia militar, en 1827 renunció a la carrera de las armas.

Después de la publicación anónima de unos Poemas (1822), su poema Eloa o la hermana de los ángeles (1824) fue bien acogido. Instalado un año después en París, Alfred de Vigny se dedicó plenamente a la literatura a partir de entonces. En 1826 publicó los Poemas antiguos y modernos (entre los que figuraban composiciones de tema bíblico, como Moisés y El diluvio) y Cinq-Mars, primera novela histórica francesa, que obtuvo gran éxito. De este período son asimismo la novela Stello (1832) y Servidumbre y grandeza militares (1835).

También de esos años data su pasión por la actriz Marie Dorval y su interés por el teatro: tradujo en verso el Otelo de Shakespeare (1829) y escribió el drama en prosa La mariscala de Ancre (1831) y el drama Chatterton (1835). A partir de la muerte de su madre y de su ruptura con Marie Dorval (1837), se alejó de los medios literarios y se dedicó a su obra poética, que publicó en La revue des deux mondes (La muerte del lobo, 1843; La flauta, 1843; El Monte de los Olivos, 1844; La casa del pastor, 1844; La botella en el mar, 1854) y que quedaría recogida en Los destinos, publicado póstumamente (1864). En 1854 ingresó en la Academia Francesa. Se mostró partidario del Segundo Imperio. Su Diario de un poeta apareció póstumamente (1867).

El baño

Cerca era de un oasis de olas sombrías y puras.
El ancho sicomoro allí esparcía su sombra:
Susana, allí escondida de los ardientes cielos,
su reflexión suspende y su paso indolente,
sobre una infante joven, a quien su amor protege,
se apoya, y su voz suave interpela al cortejo
que de hijas de Judá, de Gad y de Rubén
servirla a ella debe y bajarla hasta el baño;
y todas a porfía, solícitas rivales,
sueltan sus aderezos con sus vivaces manos.
Una quita la tiara donde brilla el zafiro
en el trozo torneado de oro liso de Ofir;
al perfumado pelo hurta sus largos velos,
y la gasa bordada de trémulas estrellas;
en la frente la perla pegada cual diadema
o en la oreja colgando como un peso inconstante;
de rubíes los collares, y, por medio de cintas,
colgado al cuello el ámbar en oro de incensarios.
Otra hace reemplazar los estrechos coturnos
con que sus pies se adornan por alfombras dispuestas;
sacando agua del baño, se rocía de antemano
los dedos aún untados de sándalo y de rosa.
Luego, mientras Susana lentamente se quita
los aros de sus manos, su adorno más preciado,
sin los dorados lazos que ceñían su pecho,
libres de los cordones, el manto de jacinto
y el lino puro y blanco como la flor de lis
que hasta sus castos pies dejan rodar sus pliegues.
¡Cuan bella estaba entonces! Un color rojo errátil
avivó de su frente el blancor transparente,
pues, en el árbol donde su ardor viene a calmarse,
un ojo ya avezado hiere aún su pudor;
mas, por fin ayudada por una esclava negra,
en un espejo líquido diríase que el marfil
se hunde, cuando su cuerpo, bajo la límpida agua
fresca y pura del río toca el fondo dorado.

EL CUERNO

I

Oigo el cuerno en la tarde desde el fondo del bosque;
tal vez canta los llantos de la cierva acosada
o el adiós del que caza, repetido por ecos,
y que el viento del norte de hoja en hoja transmite.

Cuántas veces yo solo, en la sombra nocturna,
no sonreí al escucharlo, cuántas veces lloré.
Pues creía escuchar esos ruidos proféticos
que anunciaban la muerte de algún fiel paladín.

¡Oh montañas azules! ¡Oh, esa tierra adorada!
Peñas de la Frazona, circo del Marboré,
oh cascadas caídas de las más altas nieves,
manantiales, arroyos, pirenaicos torrentes.

Flor y hielo en los montes, que son doble estación,
cuya frente es de nieve y los pies de verdor.
Hasta aquí hay que venir, aquí es donde se escucha
ese cuerno lejano, melancólico y dulce.

A menudo un viajero, cuando el aire es silencio,
estremece la noche con sus voces de bronce;
y a sus cantos se mezcla un sonido armonioso,
de feliz cascabel del cordero balando.

Suspicaz, una cierva, en lugar de esconderse,
permanece muy quieta en la cima rocosa,
y en su inmenso fragor la cascada también
une su queja eterna a la viva romanza.

Caballeros, ¿acaso vuestras almas retornan?
¿Es que es vuestra la voz que se escucha en el cuerno?
¡Roncesvalles! Tal vez en tu valle sombrío
de Roldán la gran sombra no ha podido calmarse.

II

Todos ellos murieron, los guerreros no huían.
A su lado, de pie, queda sólo Oliveros;
sarracenos le cercan que aún parecen temblar.
Grita el moro: «Roldán, o te rindes o mueres.

Yacen todos tus pares» muertos en los torrentes.»
Él rugió como un tigre y gritó: «Si me rindo,
africano, será cuando los Pirineos
bajarán derribados con el agua y sus cuerpos.»

«Ya se caen», responden, «luego debes rendirte».
Y del monte más alto un peñasco cayó.
Y hasta el fondo rodó del abismo, y la copa
de los pinos rompió hasta hundirse en las aguas.

«Gracias», dijo Roldán, «me has abierto el camino».
Y hasta el pie de los montes, con su mano empujando,
cual si fuera un gigante mueve todo el peñasco,
y los moros vacilan, casi a punto de huir.

III

Entretanto, confiados, Carlomagno y los suyos
descendían del monte conversando entre sí.
A lo lejos, visibles por sus aguas los valles
de Argelés y de Luz’-‘ distinguíanse ya…

Roldán guarda los montes, todos iban sin miedo.
Cabalgado en un negro palafrén revestido
de gualdrapas violeta, el obispo Turpín
con sus santas reliquias, avisó a Carlomagno.

«Oh, señor, en el cielo se ven nubes de fuego;
no sigáis adelante, no tentemos a Dios.
San Dionisio nos valga, que son almas, diríase,
que atraviesan los aires en vapores llameantes.

Dos fulgores se han visto y después otros dos.»
Se oyó entonces el cuerno que tañía muy lejos.
Carlomagno, asombrado, va a tirar de las riendas
y hace que su corcel no prosiga su marcha.

«¿Oís eso?», pregunta. «Sí, sin duda pastores
que reúnen rebaños por las cimas dispersos»,
respondió el arzobispo, «o las voces ahogadas
del enano Oberón que con su hada conversa».

Sigue andando el gran rey. Mas su inquieto semblante
es más negro y sombrío que los cielos revueltos.
Teme ya la traición, y mientras piensa en ella
suena el cuerno y se calla, y renace otra vez.

«¡Ay de mí! Es mi sobrino. ¡Ay de mí! Si Roldán
pide ayuda sé bien que ha de estar moribundo.
¡Caballeros, atrás! Y tú tiembla de nuevo
al sentir nuestros pasos, ¡ay España engañosa!»

IV

En la cima del monte los corceles descansan;
los blanquea la espuma; a sus pies, Roncesvalles
coloréase apenas con la luz del crepúsculo.
A lo lejos ya huyen las banderas del moro.

«¿Qué hay, Turpín, en el fondo de este fiero torrente?
Veo a dos caballeros: uno ha muerto, otro expira,
aplastados los dos por un negro peñasco;
el más fuerte aún empuña marfileño olifante,
exhalando su alma nos llamó por dos veces.»

¡Suena el cuerno muy triste en el fondo del bosque!

LA MUERTE DEL LOBO

La luna estaba roja. Nubes grises
Corrían por el ciclo y la nublaban
A veces, como lóbrega humareda
De un incendio. La selva solitaria
Negra hasta el horizonte se extendía.
Silenciosos seguíamos la marcha
Sobre el húmedo césped, o por sendas
Que entre los altos matorrales pasan.
De pronto, bajo lúgubres abetos
Vimos impresas las robustas garras
De los lobos errantes, que al ojeo
Lograron escapar. En la garganta
Reteniendo el aliento, y el pie inmóvil.
Escuchamos atentos. Pero nada
Se oía en la llanura ni en el bosque;
La veleta no más, que triste y agria
Allá arriba gemía. Porque el viento
Iba muy alto, y con sus fuertes alas
Sólo batía las enhiestas torres;
Y los robles, abajo, en las cañadas.
Prendidos a las rocas, parecía
Que, en el codo apoyados, dormitaban.

Nada se oía, pues, cuando el más viejo
De nuestros duchos cazadores, baja
La cabeza, tendiéndose en el suelo.
Examina las huellas, y declara
Que son de un par de corpulentos lobos
Y dos lobeznos. Cada cual prepara
El cuchillo y oculta la escopeta
Sobrado reluciente. Entre las ramas
Abriéndonos camino vamos lentos.
Tres de nuestros bizarros fumaradas
Que iban juntos, de pronto se detienen.
Me acerco para ver cuál es la causa
De aquella interrupción, y en la
penumbra Veo dos ojos arrojando llamas,
Y a la luz de la luna, en la maleza.
Dos sombras que ligeras y gallardas
Brincan, como domésticos lebreles
Gozosos porque el amo vuelve a casa.
Es el contorno parecido, iguales
Los retozones saltos; pero callan
En sus juegos los hijos de los lobos.
Por temor a la próxima asechanza
De! hombre, su enemigo. Estaba el macho
En pie; cerca la loba descansaba
Junto al tronco de un árbol, como aquella
De mármol, que adoró Roma en sus aras,
Amamantando en su velludo seno
A Rómulo y a Remo. Fiero avanza
El lobo; luego súbito se sienta
Sin doblegar las delanteras patas,
Y las terribles uñas hinca en tierra.
Se ve perdido, acorralado, no halla
Paso para la fuga; están cortados
Los caminos. Furioso se abalanza
Al can más atrevido, por el cuello
Lo agarra bien, y no abre las quijadas
Hasta que, estrangulado horriblemente
Exánime el mastín cae a sus plantas.
Lo deja el lobo entonces, y nos mira.
Hasta el puño en su cuerpo penetraban
Los cuchillos, clavándolo en el suelo,
Tinto en su sangre. En círculo, apuntada
Contra él nuestras certeras escopetas
Ve; se echa al suelo, y la feroz mirada
Nos dirige de nuevo, relamiendo
La roja sangre que su hocico mancha.
No soy digna saber del duro trance
El cómo ni el por qué; con fría pausa
Cierra los ojos, y sin un rugido,
Su último aliento, indiferente, exhala.

Apoyando la frente en el oscuro
Cañón de mi escopeta descargada,
Medité. Resolverme no podía
A proseguir, con los demás, la caza
De la loba y sus hijos, que esperaron
Al lobo, y si no fuera por la guarda
De sus cachorros, la irritada viuda
Solo en la ruda lid no lo dejara.
Pero ellos eran su deber primero:
Salvarlos, darles la experiencia amarga
De la vida, del hambre y de la lucha,
Hacer que al hombre nunca rindan parias,
Como aquellos serviles animales
Que por el precio ruin de la pitanza
A los dueños legítimos persiguen
Del bosque adusto y de las rocas ásperas.

¡Cuan débil es, aunque orgullosa ostente
Su noble condición, la estirpe humana!
Mejor que el hombre, abandonar la vida
Y sus males sabéis, fieras selváticas!
A pensar lo que somos en el mundo
Y lo que en él dejamos, sólo cuadra
El silencio a la muerte: vil flaqueza
Es tocio lo demás. Con visión clara,
Salteador siniestro de las selvas,
Te he comprendido. Tu última mirada
Me llegó al corazón. Ella me dijo:
“Haz tu alma estoica y fuerte (si a eso alcanzan
Estudio y reflexión) como la mía.
Naturalmente embravecida, gracias
A mis natales riscos; animoso
Cumple bien la misión penosa y ardua
Que te ha tocado en suerte, y luego…
luego Sufre y muere, cual yo, sin decir nada”.

EL BAÑO DE UNA DAMA ROMANA

Una esclava de Egipto, de tez negra y brillante,
de rodillas le muestra un espejo de acero;
para atar sus cabellos una virgen de Grecia
con la curva lunar une su trenza doble;
está en manos su túnica de mujeres milesias
y se lavan sus pies en jofaina de leche.
En un mármol oval jaspeado de púrpura
aguas de color rosa bañan todo su cuerpo;
luego acuden sirvientas de las tierras latinas,
vierten suaves perfumes en sus brazos inertes,
y velando los rayos de una luz importuna
bajo pliegues espesos de la púrpura untuosa,
voluptuosas descienden claridades sobre ella;
unas rompen al paso las coronas de flores,
sus colores dispersan con su rápida mano
y rociando las aguas, como lluvia, en la fuente;
su estallido de aromas cubre a la soberana,
que al azar pulsa cuerdas de su áurea lira,
piensa en el joven cónsul y se duerme en sus sueños.

MOISÉS

El sol iba alargando sobre todas las tiendas
esos rayos oblicuos, esas llamas que ciegan,
esas huellas doradas que suspende en el aire
cuando muere en un lecho de arenoso desierto.
Era todo el paisaje entre púrpura y oro.
Ascendiendo al estéril monte Nebo, se para
Moisés, hombre de Dios, y allí, ajeno al orgullo,
en el vasto horizonte posa larga mirada.
Ve no lejos a Pasga, que rodean higueras;
más allá de los montes que recorre su vista,
está todo Galad, Efraím, Manasés,
cuyas fértiles tierras quedan a su derecha;
hacia el sur hay Judá, país vasto y estéril,
con arenas en donde duerme el mar de poniente;
en un valle, difuso por la tarde, más lejos,
coronado de olivos Neftalí se divisa;
en llanuras de flores sosegadas y espléndidas,
Jericó puede verse, la ciudad de las palmas;
y alargando sus bosques, desde el llano Fogor
el frondoso lentisco a Segor llega incluso.
Ve Canaán y la tierra prometida que sabe
nunca va a conservar sus despojos mortales.
Mira, extiende su mano sobre todo su pueblo
y hacia lo alto del monte reanuda el camino.

Y en los vastos espacios de los campos de Moab
hasta el pie impresionante de la santa montaña,
se agitaban los hijos de Israel en el valle
como espesos trigales que sacuden los vientos.
Cuando cae el rocío en el oro de arena
y se mece su perla en la copa del arce,
el glorioso profeta centenario, Moisés,
les dejó en la llanura para ver al Señor.
Con los ojos siguieron su cabeza entre llamas,
y al llegar a la cumbre del altísimo monte,
al perderse su frente en la nube de Dios,
que la cima sagrada coronaba con rayos,
se quemó mucho incienso en altares de piedra.
Seiscientos mil hebreos, adorando en el polvo,
a la sombra aromada que el sol hace de oro
entonaron unánimes su sagrado cantar;
los levitas, alzándose por encima de todos,
como un gran cipresal sobre arenas tendidas,
con sus arpas del pueblo dirigían las voces,
elevando hacia el cielo himnos al Rey de reyes.
Y ante Dios, puesto en pie, ya Moisés en la nube
que era toda tiniebla, cara a cara le hablaba.
Y decía al Señor: «¿Nunca voy a acabar?
¿Hacia dónde queréis que enderece mis pasos?
Así, pues, ¿seré siempre soledad y poder?
¡Oh, dejadme que duerma ese sueño de tierra!
¿Cuál ha sido mi culpa para que me eligierais?
Yo llevé a vuestro pueblo hasta donde quisisteis.
Y ya pisan la tierra prometida por Vos.
Hora es ya de confiar tal empresa a otro guía,
que otro le ponga freno al corcel de Israel;
yo le lego mi libro» y el cayado de bronce.

«¿Por qué habéis de agotar mi esperanza, por qué
no dejarme viviendo con las cosas que ignoro,
ya que del monte Horeb hasta el Nebo soberbio
no he podido encontrar el lugar de mi tumba?
¡Ay, me habéis hecho sabio entre todos los sabios!
Yo he guiado el camino de estas tribus errantes.
Por mi mano ha llovido fuego sobre los reyes;
de rodillas mis leyes va a adorar el futuro;
de las tumbas humanas abro la más antigua
y la muerte a mi voz tiene voces proféticas,
soy muy grande, mis plantas pisotean naciones,
y linajes enteros puedo hacer o matar.
¡Ay de mí, soy, Señor, soledad y poder!
¡Oh, dejadme que duerma ese sueño de tierra!

¡Ay, conozco también los secretos del cielo
y Vos mismo me disteis para ver vuestros ojos!
A la noche le ordeno que desgarre sus velos;
por su nombre mi boca ha contado los astros,
me bastó un ademán de llamada, y cada uno
acudió presuroso declarando: Aquí estoy.
Con mis manos la frente de las nubes apalpo
y en su entraña se agotan fuentes de tempestad;
y sepulto ciudades bajo arenas movientes
y derribo los montes bajo el ala del viento;
incansable, mi pie puede más que el espacio;
el caudal de los ríos ante mí es cauce seco`
y la voz de los mares enmudece a mi voz.
Cuando sufre mi pueblo o requiere unas leyes,
yo levanto la vista, vuestro espíritu acude;
tiembla entonces la tierra y hasta el sol se estremece,
y envidiosos los ángeles en el cielo me admiran.
Y no obstante, Señor, no me siento dichoso;
envejezco y me das soledad y poder.
¡Oh, dejadme que duerma ese sueño de tierra!

Sacudió vuestro soplo al pastor y en seguida
se dijeron los hombres: «Ya no le conocemos»;
y humillaban los ojos a mis ojos de llama,
porque en ellos veían algo más que mi alma.
Vi apagarse el amor, la amistad extinguirse;
Se velaban las vírgenes y temían morir.
Envolviéndome entonces con la negra columna,
yo he guiado a este pueblo, triste y solo en mi gloria,
y me he dicho a mí mismo: ¿Qué deseas ahora?
No es posible dormir sobre un pecho amoroso
porque sé que mi frente pesará demasiado,
deja miedo mi mano en la mano que toca,
en mi voz hay tormentas y en mis labios el rayo;
nadie así puede amarme, ante mí todos tiemblan,
y cuando abro los brazos ante mí se arrodillan.
¡Oh, Señor, heme aquí soledad y poder,
oh, dejadme dormir ese sueño de tierra!

Esperaban las tribus, y temiendo su cólera
todo el pueblo rezaba y sus ojos no osaban
contemplar la montaña de aquel Dios tan celoso;
si miraban los flancos de la nube negruzca,
nuevos rayos surgían de las altas tormentas,
y cegaba la luz de terribles relámpagos,
humillando las frentes que tocaban la tierra.
Pronto viose de nuevo sin Moisés la alta cima.
Fue llorando. La tierra prometida quedaba
al final del camino que aún tenían que andar.
Pensativo y muy pálido avanzaba Josué,
que era el nuevo elegido del que todo lo puede.