Poesía de España
Poemas de Alonso de Ercilla
Alonso de Ercilla y Zúñiga fue un poeta y soldado español que vivió entre 1533 y 1594. Es famoso por haber escrito La Araucana, un poema épico que narra la conquista de Chile y la resistencia de los araucanos.
Nació en Madrid, en una familia noble originaria de Bermeo (País Vasco). Su padre, Fortún García de Ercilla, era jurista y consejero real, y su madre, Leonor de Zúñiga, era dama de la emperatriz Isabel de Portugal. Quedó huérfano de padre a los pocos meses de nacer y creció en la corte imperial, donde sirvió como paje del príncipe Felipe, futuro rey de España.
Recibió una educación renacentista, aprendiendo latín, francés, italiano y alemán, y leyendo a los clásicos grecolatinos y a los poetas italianos. Acompañó al príncipe Felipe en sus viajes por Europa y estuvo en Inglaterra cuando se casó con la reina María.
En 1555, se embarcó hacia América con el propósito de participar en las campañas militares contra los indígenas rebeldes. Llegó a Perú y se unió a la expedición de García Hurtado de Mendoza, que iba a sofocar la sublevación de los araucanos en Chile.
Durante tres años, combatió en diversas batallas y fue testigo de las hazañas y las crueldades de ambos bandos. En ese tiempo, empezó a escribir su obra maestra, La Araucana, un poema de 37 cantos que relata los hechos más importantes de la guerra y que exalta el valor y la nobleza de los araucanos.
Escribió el poema en cueros, pedazos de cartas y cortezas de árboles, usando como fuente su propia experiencia y los relatos de otros soldados y cronistas. También incorporó elementos fantásticos e imaginarios, inspirados en la literatura caballeresca y la mitología clásica.
En 1559, regresó a Perú y luego a Panamá, donde fue encarcelado por un conflicto con el gobernador. En 1562, volvió a España y publicó la primera parte de La Araucana en 1569, dedicada a Felipe II. La segunda parte apareció en 1578 y la tercera en 1589.
Mientras tanto, desempeñó varios cargos diplomáticos y militares al servicio del rey. En 1570, se casó con María de Bazán, una dama rica y noble con la que tuvo cuatro hijos. Se estableció en Madrid y llevó una vida tranquila y acomodada hasta su muerte en 1594.
La Araucana es considerada una obra cumbre de la literatura española del Siglo de Oro y una de las primeras epopeyas americanas. En ella, Ercilla muestra una visión compleja y matizada de la conquista, donde reconoce el heroísmo y la dignidad de los araucanos, sin dejar de lado su lealtad al rey español.
Su estilo es vigoroso y elegante, con un uso variado de las estrofas y un lenguaje rico en metáforas e imágenes. Su influencia se ha extendido a otros autores como Cervantes, Lope de Vega o Neruda.
Canto I
El cual declara el asiento y descripción de la Provincia
de Chile y Estado de Arauco, con las costumbres y modos
de guerra que los naturales tienen; y asimismo trata en suma
la entrada y conquista que los españoles hicieron hasta
que Arauco se comenzó a rebelar.
No las damas, amor, no gentilezas
de caballeros canto enamorados;
ni las muestras, regalos y ternezas
de amorosos efectos y cuidados;
mas el valor, los hechos, las proezas
de aquellos españoles esforzados,
que a la cerviz de Arauco no domada
pusieron duro yugo por la espada.
Cosas diré también harto notables
de gente que a ningún rey obedecen,
temerarias empresas memorables
que celebrarse con razón merecen;
raras industrias, términos loables
que más los españoles engrandecen:
pues no es el vencedor más estimado
de aquello en que el vencido es reputado.
Suplícoos, gran Felipe, que mirada
esta labor, de vos sea recibida,
que, de todo favor necesitada,
queda con darse a vos favorecida:
es relación sin corromper, sacada
de la verdad, cortada a su medida;
no despreciés el don, aunque tan pobre,
para que autoridad mi verso cobre.
Quiero a Señor tan alto dedicarlo,
porque este atrevimiento lo sostenga,
tomando esta manera de ilustrarlo,
para que quien lo viere en más lo tenga:
y si esto no bastare a no tacharlo,
a lo menos confuso se detenga
pensando que, pues va a vos dirigido,
que debe de llevar algo escondido.
Y haberme en vuestra casa yo criado,
que crédito me da por otra parte,
hará mi torpe estilo delicado,
y lo que va sin orden, lleno de arte;
así de tantas cosas animado,
la pluma entregaré al furor de Marte;
dad orejas, señor, a lo que digo,
que soy de parte de ello buen testigo.
Chile, fértil provincia y señalada
en la región Antártica famosa,
de remotas naciones respetada
por fuerte, principal y poderosa;
la gente que produce es tan granada,
tan soberbia, gallarda y belicosa,
que no ha sido por rey jamás regida
ni a extranjero dominio sometida.
Es Chile norte sur de gran longura,
costa del nuevo mar, del Sur llamado;
tendrá del este a oeste de angostura
cien millas, por lo más ancho tomado;
bajo del polo Antártico en altura
de veinte y siete grados, prolongado
hasta do el mar océano y chileno
mezclan sus aguas por angosto seno.
Y estos dos anchos mares, que pretenden,
pasando de sus términos, juntarse,
baten las rocas y sus olas tienden,
mas es les impedido al allegarse;
por esta parte al fin la tierra hienden
y pueden por aquí comunicarse:
Magallanes, señor, fue el primer hombre
que, abriendo este camino, le dio nombre.
Por falta de piloto, o encubierta
causa, quizá importante y no sabida,
esta secreta senda descubierta
quedo para nosotros escondida;
ora sea yerro de la altura cierta,
ora que alguna isleta removida
del tempestuoso mar y viento
encallando en la boca, la ha cerrado.
Digo que norte sur corre la tierra,
y baña la del oeste la marina;
a la banda del este va una sierra
que el mismo rumbo mil leguas camina;
en medio es donde el punto de la guerra
por uso y ejercicio más se afina:
Venus y Amor aquí no alcanzan parte,
sólo domina el iracundo Marte.
Pues en este distrito demarcado,
por donde su grandeza es manifiesta,
está a treinta y seis grados del Estado
que tanta sangre ajena y propia cuesta:
este es el fiero pueblo no domado
que tuvo a Chile en tal estrecho puesta,
y aquel que por valor y pura guerra
hace en torno temblar toda la tierra.
Es Arauco, que basta, el cual sujeto
lo más deste gran término tenía
con tanta fama, crédito y conceto,
que de un polo al otro se extendía,
y puso al español en tal aprieto
cual presto se verá en la carta mía;
veinte leguas contienen sus mojones,
poséenla diez y seis fuertes varones.
De diez y seis caciques y señores
es el soberbio Estado poseído,
en militar estudio los mejores
que de bárbaras madres han nacido:
reparo de su patria y defensores,
ninguno en el gobierno preferido;
otros caciques hay, mas por valientes
son éstos en mandar los preeminentes.
Sólo al señor de imposición le viene
servicio personal de sus vasallos,
y en cualquiera ocasión cuando conviene
puede por fuerza al débito apremiallos;
pero así obligación el señor tiene
en las cosas de guerra dotrinallos
con tal uso, cuidado y diciplina,
que son maestros después desta dotrina.
En lo que usan los niños en teniendo
habilidad y fuerza provechosa,
es que un trecho seguido han de ir corriendo
por una áspera cuesta pedregosa,
y al puesto y fin del curso resolviendo,
le dan al vencedor alguna cosa:
vienen a ser tan sueltos y alentados
que alcanzan por aliento los venados.
Y desde la niñez al ejercicio
los apremian por fuerza y los incitan,
y en el bélico estudio y duro oficio,
entrando en más edad, los ejercitan;
si alguno de flaqueza da un indicio,
del uso militar lo inhabilitan,
y el que sale de las armas señalado
conforme a su valor le dan el grado.
Los cargos de la guerra y preeminencia
no son por flacos medios proveídos,
ni van por calidad, ni por herencia,
ni por hacienda y ser mejor nacidos;
mas la virtud del brazo y la excelencia,
ésta hace los hombres preferidos,
ésta ilustra, habilita, perficiona
y quilata el valor de la persona.
Los que están a la guerra dedicados
no son a otros servicios constreñidos,
del trabajo y labranza reservados
y de la gente baja mantenidos:
pero son por las leyes obligados
de estar a punto de armas proveídos,
y a saber diestramente gobernallas
en las lícitas guerras y batallas.
Las armas dellos más ejercitadas
son picas, alabardas y lanzones,
con otras puntas largas enhastadas
de la fación y forma de punzones;
hachas, martillos, mazas barreadas,
dardos, sargentas, flechas y bastones,
lazos de fuertes mimbres y bejucos,
tiros arrojadizos y trabucos.
Algunas destas armas han tomado
de los cristianos nuevamente agora,
que el contino ejercicio y el cuidado
enseña y aprovecha cada hora,
y otras, según los tiempos, inventado,
que es la necesidad grande inventora,
y el trabajo solícito en las cosas,
maestro de invenciones ingeniosas.
Tienen fuertes y dobles coseletes,
arma común a todos los soldados,
y otros a la manera de sayetes,
que son, aunque modernos, más usados;
grevas, brazales, golas, capacetes
de diversas hechuras encajados,
hechos de piel curtida y duro cuero,
que no basta a ofenderle el fino acero.
Cada soldado una arma solamente
ha de aprender, y en ella ejercitarse,
y es aquella a que más naturalmente
en la niñez mostrare aficionarse;
desta sola procura diestramente
saberse aprovechar, y no empacharse
en jugar de la pica el que es flechero,
ni de la maza y flechas el piquero.
Hacen su campo, y muéstranse en formados
escuadrones distintos muy enteros,
cada hila de más de cien soldados;
entre una pica y otra los flecheros
que de lejos ofenden desmandados
bajo la protección de los piqueros,
que van hombro con hombro, como digo,
hasta medir a pica al enemigo.
Si el escuadrón primero que acomete
por fuerza viene a ser desbaratado,
tan presto a socorrerle otro se mete,
que casi no da tiempo a ser notado;
si aquél se desbarata, otro arremete,
y estando ya el primero reformado,
moverse de su término no puede
hasta ver lo que al otro le sucede.
De pantanos procuran guarnecerse
por el daño y temor de los caballos,
donde suelen a veces acogerse,
si viene a suceder desbaratallos:
allí pueden seguros rehacerse,
ofenden sin que puedan enojallos,
que el falso sitio y gran inconveniente
impide la llegada a nuestra gente.
Del escuadrón se van adelantando
los bárbaros que son sobresalientes,
soberbios cielo y tierra despreciando,
ganosos de extremarse por valientes;
las picas por los cuentos arrastrando,
poniéndose en posturas diferentes,
diciendo: «Si hay valiente algún cristiano,
salga luego adelante mano a mano».
Hasta treinta o cuarenta en compañía,
ambiciosos de crédito y loores,
vienen con grande orgullo y bizarría
al son de presurosos atambores;
las armas matizadas a porfía
con varias y finísimos colores,
de poblados penachos adornados,
saltando acá y allá por todos lados.
Hacen fuerzas o fuertes cuando entienden
ser el lugar y sitio en su provecho,
o si ocupar un término pretenden,
o por algún aprieto y grande estrecho;
de do más a su salvo se defienden
y salen de rebato a caso hecho,
recogiéndose a tiempo al sitio fuerte,
que su forma y hechura es desta suerte:
Señalado el lugar, hecha la traza,
de poderosos árboles labrados
cercan una cuadrada y ancha plaza
en valientes estacas afirmados,
que a los de fuera impide y embaraza
la entrada v combatir, porque, guardados
del muro los de dentro, fácilmente
de mucha se defiende poca gente.
Solían antiguamente de tablones
hacer dentro del fuerte otro apartado,
puestos de trecho a trecho unos troncones
en los cuales el muro iba fijado
con cuatro levantados torreones
a caballero del primer cercado,
de pequeñas troneras llena el muro
para jugar sin miedo y más seguro.
En torno desta plaza poco trecho
cercan de espesos hoyos por de fuera:
cuál es largo, cuál ancho, y cuál estrecho,
y así van, sin faltar desta manera,
para el incauto mozo que de hecho
apresura el caballo en la carrera
tras el astuto bárbaro engañoso
que le mete en el cerco peligroso.
También suelen hacer hoyos mayores
con estacas agudas en el suelo,
cubiertos de carrizo, yerba y flores,
porque puedan picar más sin recelo:
allí los indiscretos corredores,
teniendo sólo por remedio el cielo,
se sumen dentro, y quedan enterrados
en las agudas puntas estacados.
De consejo y acuerdo una manera
tienen de tiempo antiguo acostumbrada,
que es hacer un convite y borrachera
cuando sucede cosa señalada:
y así cualquier señor, que la primera
nueva de tal suceso le es llegada,
despacha con presteza embajadores
a todos los caciques y señores.
haciéndoles saber como se ofrece
necesidad y tiempo de juntarse,
pues a todos les toca y pertenece,
que es bien con brevedad comunicarse;
según el caso, así se lo encarece,
y el daño que se sigue en dilatarse,
lo cual, visto que a todos les conviene,
ninguno venir puede que no viene.
Juntos, pues, los caciques del senado,
propóneles el caso nuevamente,
el cual por ellos visto y ponderado,
se trata del remedio conveniente;
y resueltos en uno y decretado,
si alguno de opinión es diferente,
no puede en cuanto al débito eximirse,
que allí la mayor voz ha de seguirse.
Después que cosa en contra no se halla,
se va el nuevo decreto declarando
por la gente común y de canalla,
que alguna novedad está aguardando;
si viene a averiguarse por batalla,
con gran rumor lo van manifestando
de trompas y atambores altamente,
porque a noticia venga de la gente.
Tienen un plazo puesto y señalado
para se ver sobre ello y remirarse:
tres días se han de haber ratificado
en la definición sin retratarse;
y el franco y libre término pasado,
es de ley imposible revocarse,
y así como a forzoso acaecimiento,
se disponen al nuevo movimiento.
Hácese este concilio en un gracioso
asiento de mil florestas escogido
donde se muestra el campo más hermoso
de infinidad de flores guarnecido:
allí de un viento fresco y amoroso
los árboles se mueven con ruido,
cruzando muchas veces por el prado
un claro arroyo limpio y sosegado,
do una fresca y altísima alameda
por orden y artificio tienen puesta
en torno de la plaza y ancha rueda,
capaz de cualquier junta y grande fiesta,
que convida a descanso, y al sol veda
la entrada y paso en la enojosa siesta:
allí se oye la dulce melodía
del canto de las aves y armonía.
Gente es sin Dios ni ley, aunque respeta
aquel que fue del cielo derribado,
que como a poderoso y gran profeta
es siempre en sus cantares celebrado:
invocan su furor con falsa seta,
y a todos sus negocios es llamado,
teniendo cuanto dice por seguro
del próspero suceso o mal futuro.
Y cuando quieren dar una batalla
con él lo comunican en su rito:
si no responde bien, dejan de dalla,
aunque más les insista el apetito;
caso grave y negocio no se halla
do no sea convocado este maldito;
llámanle Eponamón, y comúnmente
dan este nombre a alguno si es valiente.
Usan el falso oficio de hechiceros,
ciencia a que naturalmente se inclinan,
en señales mirando y en agüeros,
por las cuales sus cosas determinan;
veneran a los necios agoreros
que los casos futuros adivinan:
el agüero acrecienta su osadía,
y les infunde miedo y cobardía.
Algunos destos son predicadores
tenidos en sagrada reverencia,
que sólo se mantienen de loores,
y guardan vida estrecha y abstinencia:
éstos son los que ponen en errores
al liviano común con su elocuencia,
teniendo por tan cierta su locura,
como nos la Evangélica Escritura.
Y éstos que guardan orden algo estrecha
no tienen ley, ni Dios, ni que hay pecados;
mas sólo aquel vivir les aprovecha
de ser por sabios hombres reputados;
pero la espada, lanza, el arco y flecha
tienen por mejor ciencia otros soldados,
diciendo que el agüero alegre o triste
en la fuerza y el ánimo consiste.
En fin, el hado y clima desta tierra,
si su estrella y pronósticos se miran,
es contienda, furor, discordia, guerra,
y a sólo esto los ánimos aspiran;
todo su bien y mal aquí se encierra:
son hombres que de súbito se aíran,
de condición feroces, impacientes,
amigos de domar extrañas gentes.
Son de gestos robustos, desbarbados,
bien formados los cuerpos y crecidos,
espaldas grandes, pechos levantados,
recios miembros, de nervios bien fornidos;
ágiles, desenvueltos, alentados,
animosos, valientes, atrevidos
duros en el trabajo y sufridores
de fríos mortales, hambres y calores.
No ha habido rey jamás que sujetase
esta soberbia gente libertada,
ni extranjera nación que se jatase
de haber dado en sus términos pisada,
ni comarcana tierra que se osase
mover en contra y levantar espada:
siempre fue exenta, indómita, temida,
de leyes libre y de cerviz erguida.
El potente rey Inga, aventajado
en todas las antárticas regiones,
fue un señor en extremo aficionado
a ver y conquistar nuevas naciones,
y por la gran noticia del Estado
a Chile despachó sus orejones;
mas la parlera fama de esta gente
la sangre les templó y ánimo ardiente.
Pero los nobles Ingas valerosos
los despoblados ásperos rompieron,
y en Chile algunos pueblos belicosos
por fuerza a servidumbre los trujeron,
a do leyes y edictos trabajosos
con dura mano armada introdujeron,
haciéndolos con fueros disolutos
pagar grandes subsidios y tributos.
Dado asiento en la tierra y reformado
el campo con ejército pujante,
en demanda del reino deseado
movieron sus escuadras adelante:
no hubieron muchas millas caminado,
cuando entendieron que era semejante
el valor a la fama que alcanzada
tenía el pueblo araucano por la espada.
Los promaucaes de Maule, que supieron
el vano intento de los Ingas vanos,
al paso y duro encuentro les salieron
no menos en buen orden que lozanos;
y las cosas de suerte sucedieron
que llegando estas gentes a las manos,
murieron infinitos orejones,
perdiendo el campo y todos los pendones.
Los indios promaucaes es una gente
que está cien millas antes del Estado,
brava, soberbia, próspera y valiente,
que bien los españoles la han probado;
pero con cuanto digo, es diferente
de la fiera nación, que, cotejado
el valor de las armas y excelencia,
es grande la ventaja y diferencia.
Los Ingas, que la fuerza conocían
que en la provincia indómita se encierra
y cuan poco a los brazos ganarían
llegada al cabo la empezada guerra,
visto el errado intento que traían,
desamparando la ganada tierra,
volvieron a los pueblos que dejaron,
donde por algún tiempo reposaron.
Pues don Diego de Almagro, adelantado,
que en otras mil conquistas se había visto,
por sabio en todas ellas reputado,
animoso, valiente, franco y quisto,
a Chile caminó determinado
de extender y ensanchar la fe de Cristo;
pero llegando al fin deste camino,
dar en breve la vuelta le convino.
A sólo el de Valdivia esta vitoria
con justa y gran razón le fue otorgada,
y es bien que se celebre su memoria,
pues pudo adelantar tanto su espada;
éste alcanzó en Arauco aquella gloria
que de nadie hasta allí fuera alcanzada:
la altiva gente al grave yugo trujo
y en opresión la libertad redujo.
Con una espada y capa solamente,
ayudado de industria que tenía,
hizo con brevedad de buena gente
una lucida y gruesa compañía
y con designio y ánimo valiente
toma de Chile la derecha vía,
resuelto en acabar desta salida
la demanda difícil o la vida.
Viose en el largo y áspero camino
por hambre, sed y frío en gran estrecho;
pero con la constancia que convino
puso al trabajo el animoso pecho,
y el diestro hado y próspero destino
en Chile le metieron, a despecho
455 de cuantos estorbarlo procuraron,
que en su daño las armas levantaron.
Tuvo a la entrada con aquellas gentes
batallas y reencuentros peligrosos
en tiempos y lugares diferentes,
que estuvieron los fines muy dudosos;
pero al cabo por fuerza los valientes
españoles, con brazos valerosos,
siguiendo el hado y con rigor la guerra,
ocuparon gran parte de la tierra.
No sin gran riesgo y pérdidas de vidas
asediados seis años sostuvieron,
y de incultas raíces desabridas
los trabajados cuerpos mantuvieron,
do las bárbaras armas oprimidas
a la española devoción trujeron
por ánimo constante y raras pruebas,
criando en los trabajos fuerzas nuevas.
Después entró Valdivia conquistando
con esfuerzo y espada rigurosa,
los promaucaes por fuerza sujetando,
curios, cauquenes, gente belicosa;
y el Maule y raudo Itata atravesando,
llego al Andalién, do la famosa
ciudad fundó de muros levantada,
felice en poco tiempo y desdichada.
Una batalla tuvo aquí sangrienta,
donde a punto llegó de ser perdido;
pero Dios le acorrió en aquella afrenta,
que en todas las demás le había acorrido:
otros dello darán más larga cuenta,
que les está este cargo cometido:
allí fue preso el bárbaro Ainavillo,
honor de los pencones y caudillo.
De allí llegó al famoso Biobío
el cual divide a Penco del Estado,
que del Nibiquetén, copioso río,
y de otros viene al mar acompañado;
de donde con presteza y nuevo brío,
en orden buena y escuadrón formado
paso de Andalicán la áspera sierra,
pisando la araucana y fértil tierra.
No quiero detenerme más en esto,
pues que no es mi intención dar pesadumbre;
y así pienso pasar por todo presto,
huyendo de importunos la costumbre;
digo con tal intento y presupuesto,
que antes que los de Arauco a servidumbre
viniesen, fueron tantas las batallas,
que dejo de prolijas de contallas.
Ayudó mucho el inorante engaño
de ver en animales corregidos
hombres que por milagro y caso extraño
de la región celeste eran venidos:
y del súbito estruendo y grave daño
de los tiros de pólvora sentidos,
como a inmortales dioses los temían
que con ardientes rayos combatían.
Los españoles hechos hazañosos
el error confirmaban de inmortales,
afirmando los más supersticiosos
por los presentes los futuros males;
y así tibios, suspensos y dudosos,
viendo de su opresión claras señales,
debajo de hermandad y fe jurada,
dio Arauco la obediencia jamás dada.
Dejando allí el seguro suficiente
adelante los nuestros caminaron;
pero todas las tierras llanamente,
viendo Arauco sujeta, se entregaron;
y reduciendo a su opinión gran gente,
siete ciudades prósperas fundaron:
Coquimbo, Penco, Angol y Santiago,
la Imperial, Villa- Rica y la del Lago.
El felice suceso, la vitoria,
la fama y posesiones que adquirían
los trujo a tal soberbia y vanagloria,
que en mil leguas diez hombres no cabían,
sin pasarles jamás por la memoria
que en siete pies de tierra al fin habían
de venir a caber sus hinchazones,
su gloria vana y vanas pretensiones.
Crecían los intereses y malicia
a costa del sudor y daño ajeno,
y la hambrienta y mísera codicia,
con libertad paciendo, iba sin freno:
la ley, derecho, el fuero y la justicia
era lo que Valdivia había por bueno,
remiso en graves culpas y piadoso,
y en los casos livianos riguroso.
Así el ingrato pueblo castellano
en mal y estimación iba creciendo,
y siguiendo el soberbio intento vano,
tras su fortuna próspera corriendo;
pero el Padre del cielo soberano
atajó este camino, permitiendo
que aquel a quien, él mismo puso el yugo,
fuese el cuchillo y áspero verdugo.
El Estado araucano, acostumbrado
a dar leyes, mandar, y ser temido,
viéndose de su trono derribado
y de mortales hombres oprimido,
de adquirir libertad determinado,
reprobando el subsidio padecido,
acude al ejercicio de la espada,
ya por la paz ociosa desusada.
Dieron señal primero y nuevo tiento
( por ver con qué rigor se tomaría),
en dos soldados nuestros, que a tormento
mataron sin razón y causa un día;
disimulóse aquel atrevimiento,
y con esto crecióles la osadía;
no aguardando a más tiempo, abiertamente
comienzan a llamar y juntar gente.
Principio fue del daño no pensado
el no tomar Valdivia presta enmienda
con ejemplar castigo del Estado;
pero nadie castiga en su hacienda.
El pueblo sin temor desvergonzado
con nueva libertad rompe la rienda
del homenaje hecho y la promesa,
como el segundo canto aquí lo expresa.
Canto II
Pónese la discordia que entre los caciques de Arauco hubo sobre
la elección del Capitán General, y el medio que se tomó por el consejo
del Cacique Colocolo, con la entrada que por engaño los bárbaros
hicieron en la casa fuerte de Tucapel, y la batalla que con
los españoles tuvieron.
Muchos hay en el mundo que han llegado
a la engañosa alteza desta vida,
que Fortuna los ha siempre ayudado
y dádoles la mano a la subida,
para después de haberlos levantado,
derribarlos con mísera caída,
cuando es mayor el golpe y sentimiento
y menos el pensar que hay mudamiento.
No entienden con la próspera bonanza
que el contento es principio de tristeza;
ni miran en la súbita mudanza
del consumidor tiempo y su presteza;
mas con altiva y vana confianza
quieren que en su fortuna haya firmeza;
la cual, de su aspereza no olvidada,
revuelve con la vuelta acostumbrada.
Con un revés de todo se desquita,
que no quiere que nadie se le atreva,
y mucho más que da siempre les quita,
no perdonando cosa vieja y nueva;
de crédito y de honor los necesita:
que en el fin de la vida está la prueba,
por el cual han de ser todos juzgados,
aunque lleven principios acertados.
Del bien perdido, al cabo) qué nos queda
sino pena, dolor y pesadumbre?
Pensar que en él Fortuna ha de estar queda,
antes dejará el sol de darnos lumbre:
que no, es su condición fijar la rueda,
y es malo de mudar vieja costumbre;
el más seguro bien de la Fortuna
es no haberla tenido vez alguna.
Esto verse podrá por esta historia:
ejemplo dello aquí puede sacarse,
que no bastó riqueza, honor y gloria
con todo. el bien que puede desearse
a llevar adelante la vitoria;
que el claro cielo al fin vino a turbarse,
mudando la Fortuna en triste estado
el curso y orden próspera del hado.
La gente nuestra ingrata se hallaba
en la prosperidad que arriba cuento,
y en otro mayor bien que me olvidaba,
hallado en pocas casas, que es contento:
de tal manera en él se descuidaba
( cierta señal de triste acaecimiento)
que en una hora perdió el honor y estado
que en mil años de afán había ganado.
Por dioses, como dije, eran tenidos
de los indios los nuestros; pero olieron
que de mujer y hombre eran nacidos,
y todas sus flaquezas entendieron;
viéndolos a miserias sometidos
el error inorante conocieron,
ardiendo en viva rabia avergonzados
por verse de mortales conquistados.
No queriendo a más plazo diferirlo
entre ellos comenzó luego a tratarse
que, para en breve tiempo concluirlo
y dar el modo y orden de vengarse
se junten a consulta a difinirlo:
do venga la sentencia a pronunciarse,
dura, ejemplar, cruel, irrevocable,
horrenda a todo el mundo y espantable.
Iban ya los caciques ocupando
los campos con la gente que marchaba:
y no fue menester general bando,
que el deseo de la guerra los llamaba
sin promesas ni pagas, deseando
el esperado tiempo que tardaba,
para el decreto y áspero castigo
con muerte y destruición del enemigo.
De algunos que en la junta se hallaron
es bien que haya memoria de sus nombres,
que, siendo incultos bárbaros, ganaron
con no poca razón claros renombres,
pues en tan breve término alcanzaron
grandes vitorias de notables hombres,
que dellas darán fe los que vivieren,
y los muertos allá donde estuvieren.
Tucapel se llamaba aquel primero
que al plazo señalado había venido;
éste fue de cristianos carnicero,
siempre en su enemistad endurecido:
tiene tres mil vasallos el guerrero,
de todos como rey obedecido.
Ongol luego llegó, mozo valiente:
gobierna cuatro mil, lucida gente.
Cayocupil, cacique bullicioso,
no fue el postrero que dejó su tierra,
que allí llegó el tercero, deseoso
de hacer a todo el mundo él solo guerra;
tres mil vasallos tiene este famoso,
usados tras las fieras en la sierra.
Millarapué, aunque viejo, el cuarto vino
que cinco mil gobierna de contino.
Paicabí se juntó aquel mismo día,
tres mil diestros soldados señorea.
No lejos Lemolemo dél venía,
que tiene seis mil hombres de pelea.
Mareguano, Gualemo y Lebopía
se dan priesa a llegar, porque se vea
que quieren ser en todo, los primeros;
gobiernan estos tres mil guerreros.
No se tardó en venir, pues, Elicura
que al tiempo y plazo puesto había llegado,
de gran cuerpo, robusto en la hechura,
por uno de los fuertes reputado:
dice que ser sujeto es gran locura
quien seis mil hombres tiene a su mandado.
Luego llegó el anciano Colocolo;
otros tantos y más rige éste solo.
Tras éste a la consulta Ongolmo viene,
que cuatro mil guerreros gobernaba.
Purén en arribar no se detiene:
seis mil súbditos, éste administraba.
Pasados de seis mil Lincoya tiene,
que bravo y orgulloso ya llegaba,
diestro, gallardo, fiero en el semblante,
de proporción y altura de gigante.
Peteguelén, cacique señalado,
que el gran valle de Arauco le obedece
por natural señor, y así el Estado
este nombre tomó, según parece,
como Venecia, pueblo libertado,
que en todo aquel gobierno más florece,
tomando en nombre dél la señoría,
así guarda el Estado el nombre hoy día.
Este no se halló personalmente
por estar impedido de cristianos;
pero de seis mil hombres que el valiente
gobierna, naturales araucanos,
acudió desmandada alguna gente
a ver si es menester mandar las manos.
Caupolicán el fuerte no venía,
que toda Pilmaiquén le obedecía.
Tomé y Andalicán también vinieron,
que eran del araucano regimiento,
y otros muchos caciques acudieron,
que por no ser prolijo no los cuento.
Todos con leda faz se recibieron,
mostrando en verse juntos gran contento.
Después de razonar en su venida,
se comenzó la espléndida comida.
Al tiempo que el beber furioso andaba
y mal de las tinajas el partido,
de palabra en palabra se llegaba
a encenderse entre todos gran ruido:
la razón uno de otro no escuchaba,
sabida la ocasión do había nacido;
vino sobre cuál era el más valiente
y digno del gobierno de la gente.
Así creció el furor, que derribando
las mesas, de manjares ocupadas,
aguijan a las armas, desgajando
las ramas al depósito obligadas;
y dellas se aperciben, no cesando
palabras peligrosas y pesadas,
que atizaban la cólera encendida
con el calor del vino y la comida.
El audaz Tucapel claro decía
que el cargo del mandar le pertenece;
pues todo el universo conocía
que si va por valor, que lo merece:
» Ninguno se me iguala en valentía;
de mostrarlo estoy presto si se ofrece,
( añade el jactancioso) a quien quisiere;
y a aquel que esta razón contradijere…»
Sin dejarle acabar dijo Elicura;
» A mí es dado el gobierno desta danza,
y el simple que intentare otra locura,
ha de probar el hierro de mi lanza».
Ongolmo, que el primero ser procura,
dice: «Yo no he perdido la esperanza
en tanto que este brazo sustentare,
y con él la ferrada gobernare».
De cólera Lincoya y rabia insano
responde: «Tratar deso es devaneo,
que ser señor del mundo es en mi mano,
si en ella libre este bastón poseo».
«Ninguno, dice Angol, será tan vano
que ponga en igualárseme el deseo:
pues es más el temor que pasaría,
que la gloria que el hecho le daría».
Cayocupil, furioso y arrogante
la maza esgrime, haciéndose a lo largo,
diciendo: » Yo veré quién es bastante
a dar de lo que ha dicho más descargo:
haceos los pretensores adelante,
veremos de cuál dellos es el cargo;
que de probar aquí luego me ofrezco,
que más que todos juntos lo merezco».
«Alto, sús que yo aceto el desafío
(responde Lemolemo), y tengo en nada
poner a nueva prueba lo que es mío,
que más quiero librarlo por la espada:
mostrar ser verdad lo que porfío,
a dos, a cuatro, a seis en la estacada;
y si todos quistión queréis conmigo,
os haré manifiesto lo que digo».
Purén, que estaba aparte, habiendo oído
la plática enconosa y rumor grande,
diciendo, en medio dellos se ha metido,
que nadie en su presencia se desmande.
Y ¿quién a imaginar es atrevido
que donde está Purén más otro mande?
La grita y el furor se multiplica:
quién esgrime la maza, y quién la pica.
Tomé y otros caciques se metieron
en medio destos bárbaros de presto,
y con dificultad los despartieron,
que no hicieron poco en hacer esto:
de herirse lugar aún no tuvieron,
y en voz airada, ya el temor pospuesto,
Colocolo, el cacique más anciano,
a razonar así tomó la mano:
«Caciques, del Estado defensores,
codicia de mandar no me convida
a pesarme de veros pretensores
de cosa que a mí tanto era debida;
porque, según mi edad, ya veis, señores,
que estoy al otro mundo de partida;
mas el temor que siempre os he mostrado,
a bien. aconsejaros me ha incitado.
¿Por qué cargos honrosos pretendemos,
y ser en opinión grande tenidos,
pues que negar al mundo no podemos
haber sido sujetos y vencidos?
Y en esto averiguarnos no queremos,
estando aún de españoles oprimidos:
mejor fuera esa furia ejecutalla,
contra el fiero enemigo en la batalla.
«¿Qué furor es el vuestro, ¡oh araucanos!,
que a perdición os lleva sin sentillo?
¿Contra vuestras entrañas tenéis manos,
y no contra el tirano en resistillo?
Teniendo tan a golpe a los cristianos,
¿volvéis contra vosotros el cuchillo?
Si gana de morir os ha movido,
no sea en tan bajo estado v abatido.
«Volved las armas y ánimo furioso
a los pechos de aquellos que os han puesto
en dura sujeción, con afrentoso
partido, a todo el mundo manifiesto;
lanzad de vos el yugo vergonzoso,
mostrad vuestro valor y fuerza en esto:
no derraméis la sangre del Estado
que para redimirnos ha quedado.
«No me pesa de ver la lozanía
de vuestro corazón, antes me esfuerza;
mas temo que esta vuestra valentía
por mal gobierno el buen camino tuerza;
que, vuelta entre nosotros la porfía,
degolléis vuestra patria con su fuerza:
cortad, pues, si ha de ser desa manera,
esta vieja garganta la primera.
«Que esta flaca persona, atormentada
de golpes de fortuna, no procura
sino el agudo filo de una espada,
pues no la acaba tanta desventura.
Aquella vida es bien afortunada
que la temprana muerte la asegura;
pero a nuestro bien público atendiendo,
quiero decir en esto lo que entiendo.
«Pares sois en valor y fortaleza;
el cielo os igualó en el nacimiento;
de linaje, de estado y de riqueza
hizo a todos igual repartimiento;
y en singular por ánimo y grandeza
podéis tener del mundo el regimiento:
que este gracioso don, no agradecido,
nos ha al presente término traído.
«En la virtud de vuestro brazo
espero que puede en breve tiempo remediarse;
mas ha de haber un capitán primero,
que todos por él quieran gobernarse;
éste será quien más un gran madero
sustentare en el hombro sin pararse;
y pues que sois iguales en la suerte,
procure cada cual de ser más fuerte».
Ningún hombre dejó de estar atento
oyendo del anciano las razones;
y puesto ya silencio al parlamento
hubo entre ellos diversas opiniones:
al fin, de general consentimiento
siguiendo las mejores intenciones,
por todos los caciques acordado
lo propuesto del viejo fue acetado.
Podría de alguno ser aquí una cosa
que parece sin término notada,
y es que en una provincia poderosa,
en la milicia tanto ejercitada,
de leyes y ordenanzas abundosa,
no hubiese una cabeza señalada
a quien tocase el mando y regimiento,
sin allegar a tanto rompimiento.
Respondo a esto que nunca sin caudillo
la tierra estuvo, electo del senado.;
que, como dije, en Penco el Ainavillo
fue por nuestra nación desbaratado,
y viniendo de paz, en un castillo
se dice, aunque no es cierto, que un bocado
le dieron de veneno en la comida,
donde acabó su cargo con la vida.
Pues el madero súbito traído,
(no me atrevo a decir lo que pesaba),
que era un macizo líbano fornido
que con dificultad se rodeaba:
Paicabí le aferró menos sufrido,
y en los valientes hombros le afirmaba;
seis horas lo sostuvo aquel membrudo,
pero llegar a siete jamás pudo.
Cayocupil al tronco aguija presto,
de ser el más valiente confiado,
y encima de los altos hombros puesto
lo deja a las cinco horas de cansado;
Gualemo lo probó, joven dispuesto,
mas no paso de allí; y esto acabado,
Angol el grueso leño tomó luego,
duró seis horas largas en el juego.
Purén tras él lo trujo medio día
y el esforzado Ongolmo más de medio;
y cuatro horas y media Lebopía,
que de sufrirlo más no hubo remedio.
Lemolemo siete horas le traía,
el cual jamás en todo este comedio
dejó de andar acá y allá saltando
hasta que ya el vigor le fue faltando.
Elicura a la prueba se previene,
y en sustentar el líbano trabaja;
a nueve horas dejarle le conviene,
que no pudiera más si fuera paja.
Tucapelo catorce lo sostiene,
encareciendo todos la ventaja;
pero en esto Lincoya apercibido
mudó en un gran silencio aquel ruido.
De los hombros el manto, derribando
las terribles espaldas descubría,
y el duro y grave leño levantando,
sobre el fornido asiento lo ponía:
corre ligero aquí y allí mostrando
que poco aquella carga le impedía:
era de sol a sol el día pasado,
y el peso sustentaba aún no cansado.
Venía aprisa la noche, aborrecida
por la ausencia del sol; pero Diana
les daba claridad con su salida,
mostrándose a tal tiempo más lozana;
Lincoya con la carga no convida,
aunque ya despuntaba la mañana,
hasta que llegó el sol al medio cielo,
que dio con ella entonces en el suelo.
No se vio allí persona en tanta gente
que no quedase atónita de espanto,
creyendo no haber hombre tan potente
que la pesada carga sufra tanto:
la ventaja le daban juntamente
con el gobierno, mando, y todo cuanto
a digno general era debido,
hasta allí justamente merecido.
Ufano andaba el bárbaro contento
de haberse más que todos señalado,
cuando Caupolicán a aquel asiento,
sin gente, a la ligera, había llegado:
tenía un ojo sin luz de nacimiento
como un fino granate colorado,
pero lo que en la vista le faltaba,
en la fuerza y esfuerzo le sobraba.
Era este noble mozo de alto hecho,
varón de autoridad, grave y severo,
amigo de guardar todo derecho,
áspero y riguroso, justiciero;
de cuerpo grande y relevado pecho,
hábil, diestro, fortísimo y ligero,
sabio, astuto, sagaz, determinado,
y en casos de repente reportado.
Fue con alegre muestra recebido,
aunque no sé si todos se alegraron:
el caso en esta suma referido
por su término y puntos le contaron.
Viendo que Apolo ya se había escondido
en el profundo mar, determinaron
que la prueba de aquél se dilatase
hasta que la esperada luz llegase.
Pasábase la noche en gran porfía
que causó esta venida entre la gente:
cuál se atiene a Lincoya, y cuál decía
que es el Caupolicano más valiente;
apuestas en favor y contra había:
otros, sin apostar, dudosamente,
hacia el oriente vueltos aguardaban
si los febeos caballos asomaban.
Ya la rosada Aurora comenzaba
las nubes a bordar de mil labores,
y a la usada labranza despertaba
la miserable gente y labradores,
y a los marchitos campos restauraba
la frescura perdida y sus colores,
aclarando aquel valle la luz nueva,
cuando Caupolicán viene a la prueba.
Con un desdén y muestra confiada
asiendo del troncón duro y ñudoso,
como si fuera vara delicada,
se le pone en el hombro poderoso.
La gente enmudeció, maravillada
de ver el fuerte cuerpo tan nervoso;
la color a Lincoya se le muda,
poniendo en su vitoria mucha duda.
El bárbaro sagaz de espacio andaba,
y a toda prisa entraba el claro día;
el sol las largas sombras acortaba,
mas él nunca descrece en su porfía;
al ocaso la luz se retiraba
ni por esto flaqueza en él había;
las estrellas se muestran claramente,
y no muestra cansancio aquel valiente.
Salió la clara luna a ver la fiesta
del tenebroso albergue húmido y frío
desocupando el campo y la floresta
de un negro velo lóbrego y sombrío:
Caupolicán no afloja de su apuesta,
antes con mayor fuerza y mayor brío
se mueve y representa de manera
como si peso alguno no trujera.
Por entre dos altísimos ejidos
la esposa de Titón ya parecía,
los dorados cabellos esparcidos
que de la fresca helada sacudía,
con que a los mustios prados florecidos
con el húmido humor reverdecía,
y quedaba engastado así en las flores,
cual perlas entre piedras de colores.
En el carro de Faetón sale corriendo
del mar por el camino acostumbrado:
sus sombras van los montes recogiendo
de la vista del sol, y el esforzado
varón, el grave peso sosteniendo,
acá y allá se mueve no cansado,
aunque otra vez la negra sombra espesa
tornaba a parecer corriendo apriesa.
La luna su salida provechosa
por un espacio largo dilataba;
al fin, turbia, encendida y perezosa,
de rostro y luz escasa se mostraba;
paróse al medio curso más hermosa
a ver la extraña prueba en qué paraba,
y viéndola en el punto y ser primero,
se derribó en el ártico hemisfero.
Y el bárbaro, en el hombro la gran viga,
sin muestra de mudanza y pesadumbre,
venciendo con esfuerzo la fatiga,
y creciendo la fuerza por costumbre.
Apolo en seguimiento de su amiga
tendido había los rayos de su lumbre;
y el hijo de Leocán, en el semblante
más firme que al principio y más constante.
Era salido el sol, cuando el inorme
peso de las espaldas despedía,
y un salto dio en lanzándole disforme,
mostrando que aún más ánimo tenía:
el circunstante pueblo en voz conforme
pronunció la sentencia y le decía:
» Sobre tan firmes hombros descargamos
el peso y grave cargo que tomamos».
El nuevo juego y pleito difinido,
con las más cerimonias que supieron
por sumo capitán fue recibido,
y a su gobernación se sometieron;
creció en reputación, fue tan temido
y en opinión tan grande le tuvieron,
que ausentes muchas leguas dél temblaban
y casi como a rey le respetaban.
Es cosa en que mil gentes han parado,
y están en duda muchos hoy en día,
pareciéndoles que esto que he contado
es alguna fición y poesía:
pues en razón no cabe que un senado
de tan gran diciplina y pulicía
pusiese una elección de tanto peso
en la robusta fuerza y no en el seso.
Sabed que fue artificio, fue prudencia
del sabio Colocolo, que miraba
la dañosa discordia y diferencia
y el gran peligro en que su patria andaba,
conociendo el valor y suficiencia
deste Caupolicán que ausente estaba,
varón en cuerpo y fuerzas extremado,
de rara industria y ánimo dotado.
Así propuso, astuta y sabiamente,
para que la elección se dilatase,
la prueba al parecer impertinente
en que Caupolicán se señalase,
y en esta dilación tan conveniente
dándole aviso, a la elección llegase,
trayendo así el negocio por rodeo
a conseguir su fin y buen deseo.
Celebraba con pompa allí el senado
de la justa eleción la fiesta honrosa,
y el nuevo capitán, ya con cuidado
de dar principio a alguna grande cosa,
manda a Palta, sargento, que, callado,
de la gente más presta y animosa
ochenta diestros hombres aperciba
Fueron, pues, escogidos los ochenta
de más esfuerzo y menos conocidos;
entre ellos dos soldados de gran cuenta
por quien fuesen mandados y regidos,
hombres diestros, usados en afrenta,
a cualquiera peligro apercibidos:
el uno se llamaba Cayeguano,
el otro Alcatipay de Talcaguano.
Tres castillos los nuestros ocupados
tenían para el seguro de la tierra,
de fuertes y anchos muros fabricados,
con foso que los ciñe en torno y cierra,
guarnecidos de pláticos soldados
usados al trabajo de la guerra,
caballos, bastimento, artillería,
que en espesas troneras asistía.
Estaba el uno cerca del asiento
adonde era la fiesta celebrada;
y el araucano ejército contento,
mostrando no tener al mundo en nada,
que con discurso vano y movimiento
quería llevarlo todo a pura espada;
pero Caupolicán más cuerdamente
trataba del remedio conveniente.
Había entre ellos algunas opiniones
de cercar el castillo más vecino;
otros, que con formados escuadrones
a Penco enderezasen el camino:
dadas de cada parte sus razones,
Caupolicán en nada desto vino,
antes al pabellón se retiraba,
y a los ochenta bárbaros llamaba.
Para entrar al castillo fácilmente
les da industria y manera disfrazada,
con expresa instrucción que plaza y gente
metan a fuego y a rigor de espada,
porque él luego tras ellos diligente
ocupar los pasos y la entrada,
después de haberlos bien amonestado,
pusieron en efeto lo tratado.
Era en aquella plaza y edificio
la entrada a los de Arauco defendida,
salvo los necesarios al servicio
de la gente española, estatuida
a la defensa della y ejercicio
de la fiera Belona embravecida;
y así los cautos bárbaros soldados
de heno, yerba y leña iban cargados.
Sordos a las demandas y preguntas
siguen su intento y el camino usado,
las cargas en hilera y orden juntas,
habiendo entre los haces sepultado
astas fornidas de ferradas puntas;
y así contra el castillo, descuidado
del encubierto engaño, caminaban
y en los vedados límites entraban.
El puente, muro y puerta atravesando,
miserables, los gestos afligidos,
algunos de cansados cojeando,
mostrándose marchitos y encogidos;
pero dentro las cargas desatando,
arrebatan las armas atrevidos,
con amenaza, orgullo y confianza
de la esperada y súbita venganza.
Los fuertes españoles salteados,
viendo la airada muerte tan vecina,
corren presto a las armas, alterados
de la extraña cautela repentina,
y a vencer o morir determinados,
cuál con celada, cuál con coracina,
salen a resistir la furia insana
de la brava y audaz gente araucana.
Asáltanse con ímpetu furioso
suenan los hierros de una y otra parte:
allí muestra su fuerza el sanguinoso
y más que nunca embravecido Marte;
de vencer cada uno deseoso,
buscaba nuevo modo, industria y arte
de encaminar el golpe de la espada
por do diese a la muerte franca entrada.
La saña y el coraje se renueva
con la sangre que saca el hierro duro:
ya la española gente a la india lleva
a dar de las espaldas en el muro;
ya el infiel escuadrón con fuerza nueva
cobra el perdido campo mal seguro,
que estaba de los golpes esforzados
cubierto de armas, y ellos desarmados.
Viéndose en tanto estrecho los cristianos,
de temor y vergüenza constreñidos,
las espadas aprietan en las manos
en ira envueltos y en furor metidos;
cargan sobre los fieros araucanos
por el ímpetu nuevo enflaquecidos;
entran en ellos, hieren y derriban,
y a muchos de cuidado y vida privan.
Siempre los españoles mejoraban
haciendo fiero estrago y tan sangriento
en los osados indios, que pagaban
el poco seso y mucho atrevimiento;
casi defensa en ellos no hallaban;
pierden la plaza y cobran escarmiento:
al fin de tal manera los trataron
que afuera de los muros los lanzaron.
Apenas Cayeguán y Talcaguano
salían, cuando con paso apresurado
asomó el escuadrón caupolicano
teniendo el hecho ya por acabado;
mas viendo el esperado efeto vano
y el puente del castillo levantado,
pone cerco sobre él, con juramento
de no dejarle piedra en el cimiento.
Sintiendo un español mozo que había
demasiado temor en nuestra gente,
más de temeridad que de osadía
cala sin miedo y sin ayuda el puente,
y puesto en medio dél, alto decía:
«Salga adelante, salga el más valiente:
uno por uno a treinta desafío,
y a mil no negaré este cuerpo mío».
No tan presto las fieras acudieron
al bramar de la res desamparada,
que de lejos sin orden conocieron
del pueblo y moradores apartada,
como los araucanos cuando oyeron
del valiente español la voz osada,
partiendo más de ciento presurosos
del lance y cierta presa codiciosos.
No porque tantos vengan temor tiene
el gallardo español, ni esto le espanta,
antes al escuadrón que espeso viene
por mejor recibirle se adelanta:
el curso enfrena, el ímpetu detiene
de los fieros contrarios, que con tanta
furia se arroja entre ellos sin recelo,
que rodaron algunos por el suelo.
De dos golpes a dos tendió por tierra,
la espada revolviendo a todos lados:
aquí esparce una junta, y allí cierra
adonde ve los más amontonados;
igual andaba la desigual guerra
cuando los españoles bien armados
abriendo con presteza un gran postigo
salen a la defensa del amigo.
Acuden los contrarios de otra parte,
y en medio de aquel campo y ancho llano
al ejercicio del sangriento Marte
viene el bando español y el araucano;
la primera batalla se desparte,
que era de ciento a un solo castellano:
vuelven el crudo hierro no teñido
contra los que del fuerte habían salido.
Arrójanse con furia, no dudando,
en las agudas armas de juntarse,
y con las duras puntas van tentando
las partes por do más pueden dañarse:
cual los cíclopes suelen, martillando
en las vulcanas yunques, fatigarse,
así martillan, baten y cercenan,
y las cavernas cóncavas atruenan.
Andaba la vitoria así igualmente:
más gran ventaja y diferencia había
en el número y copia de la gente,
aunque el valor de España lo suplía;
pero el soberbio bárbaro impaciente
viendo que un nuestro a ciento resistía,
con diabólica furia y movimiento
arranca a los cristianos del asiento.
Los españoles, sin poder sufrillo,
dejan el campo, y de tropel corriendo
se lanzan por las puertas del castillo,
al bárbaro la entrada resistiendo,
levan el puente, calan el rastrillo,
reparos y defensas preveniendo:
suben tiros y fuegos a lo alto,
temiendo el enemigo y fiero asalto.
Pero viendo ser todo perdimiento
y aprovecharles poco o casi nada,
de voto y de común consentimiento
su clara destruición considerada,
acuerdan de dejar el fuerte asiento;
y así en la escura noche deseada
cuando se muestra el mundo más quieto
la partida pusieron en efeto.
A punto, estaban y a caballo cuando
abren las puertas, derribando el puente
y a los prestos caballos aguijando
el escuadrón embisten de la frente,
rompen por él hiriendo y atropellando,
y sin hombre perder, dichosamente
arriban a Purén, plaza segura,
cubiertos de la noche y sombra escura.
Mientras esto en Arauco sucedía,
en el pueblo de Penco, más vecino
que a la sazón en Chile florecía,
fértil de ricas minas de oro fino,
el capitán Valdivia residía,
donde la nueva por el aire vino,
que afirmaba con término asignado
la alteración y junta de Estado.
El común, siempre amigo de ruido,
la libertad y guerra deseando,
por su parte alterado y removido,
se va con este son desentonando:
al servicio no acude prometido,
sacudiendo la carga y levantando
la soberbia cerviz desvergonzada,
negando la obediencia a Carlos dada.
Valdivia, perezoso y negligente,
incrédulo, remiso y descuidado,
hizo en la Concepción copia de gente,
más que en ella, en su dicha confiado;
el cual, si fuera un poco diligente,
hallaba en pie el castillo arruinado,
con soldados, con armas, municiones,
seis piezas de campaña y dos cañones.
Tenía con la Imperial concierto hecho
que alguna gente armada le enviase,
al cual a Tucapel fuese derecho,
donde con él a tiempo se juntase:
resoluto en hacer allí de hecho
un ejemplar castigo, que sonase
en todos los confines de la tierra,
porque jamás moviesen otra guerra.
Pero dejó el camino provechoso,
y, descuidado dél, torció la vía,
metiéndose por otro, codicioso,
que era donde una mina de oro había,
y de ver el tributo y don hermoso
que de sus ricas venas ofrecía,
paró de la codicia embarazado,
cortando el hilo próspero del hado.
A partir (como dije) antes, llegaba
al concierto en el tiempo prometido,
mas el metal goloso que sacaba
le tuvo a tal sazón embebecido;
después salió de allí, y se apresuraba
cuando fuera mejor no haber salido.
Quiero dar fin al canto, porque pueda
decir de la codicia lo que queda.
Chile, fértil provincia
Chile, fértil provincia y señalada
en la región antártica famosa,
de remotas naciones respetada
por fuerte, principal y poderosa;
la gente que produce es tan granada,
tan soberbia, gallarda y belicosa,
que no ha sido por rey jamás regida
ni a extranjero dominio sometida.
Es Chile norte sur de gran longura,
costa del nuevo mar, del Sur llamado,
tendrá del este a oeste de angostura
cien millas, por lo más ancho tomado;
bajo el polo Antártico en altura
de veinte y siete grados, prolongado
hasta do el mar Océano y chileno
mezclan sus aguas por angosto seno.
Y estos dos anchos mares que pretenden
pasando de sus términos, juntarse,
baten las rocas y sus olas tienden,
mas esles impedido el allegarse;
por esta parte al fin la tierra hienden
y pueden por aquí comunicarse.
Magallanes, Señor, fue el primer hombre
que abriendo este camino le dio nombre.
Por falta de pilotos, o encubierta
causa, quizá importante y no sabida,
esta secreta senda descubierta
quedó para nosotros escondida;
ora sea yerro de la altura cierta,
ora que alguna isleta, removida
del tempestuoso mar y viento airado,
encallando en la boca, la ha cerrado.
- José Batres Montúfar
- Lenore Kandel
- Rosario Castellanos
- José Antonio Soffia
- Alberto Szpunberg
- Jorge Ruiz Dueñas
- José María Hinojosa
- Marta Pessarrodona
- David Wapner
- Juan Luis Panero
- Pedro Arenas i Aranda
- Salvador Díaz Mirón
- Gabriel Zaid
- Joseph Brodsky
- Marcelo Moreyra
- Enrique Bustamante y Ballivián
- María Clara Ospina
- Jaime Sabines
- John Giorno
- Leandro Calle