Poetas

Poesía de Francia

Poemas de Alphonse de Lamartine

Alphonse Marie Louis Prat de Lamartine (Mâcon, 21 de octubre de 1790-París, 28 de febrero de 1869) fue un escritor, poeta, historiador y político francés del período romántico.

Vieja canción inglesa

I dare not ask a kiss

Ni un beso… ni siquiera una sonrisa
he de pedirte yo.
Con la dicha de un beso de tus labios
no ha soñado jamás mi corazón.

¿Sabes tú lo que quiero, lo que ansío
en mi amoroso afán?
Sólo besar el aire embalsamado
que con tus alas te besó al pasar

El lago

Así siempre empujados hacia nuevas orillas,
en la noche sin fin que no tiene retorno,
¿no podremos jamás en el mar de los tiempos
echar ancla algún día?

Lago, apenas el año ya concluye su curso
y muy cerca del agua donde yo le di cita,
mira, vengo a sentarme solo sobre esta piedra
donde ayer se sentaba.

Tú bramabas así bajo estas mismas rocas,
te rompías con furia en su herido costado;
así el viento arrojaba tus oleajes de espuma
a sus pies adorados.

Una tarde, ¿te acuerdas?, en silencio bogaba
entre el agua y los cielos a lo lejos se oía
solamente el rumor de los remos golpeando
tu armonioso cristal.

De repente una música que ignoraba la tierra
despertó de la orilla encantada los ecos;
prestó oídos el agua y la voz tan amada
pronunció estas palabras:

«Tiempo, no vueles más. Que las horas propicias
interrumpan su curso.
¡Oh, dejadnos gozar de las breves delicias
de este día tan bello!

Todos los desdichados aquí abajo os imploran:
sed para ellos muy raudas.
Con los días quitadles el mal que les consume;
olvidad al feliz.

Mas en vano yo pido unos instantes más,
ya que el tiempo me huye.
A esta noche repito: «Sé más lenta», y la aurora
ya disipa la noche.

¡Oh, sí, amémonos, pues, y gocemos del tiempo
fugitivo, de prisa!
Para el hombre no hay puerto, no hay orillas del tiempo,
fluye mientras pasamos.»

Tiempo adusto, ¿es posible que estas horas divinas
en que amor nos ofrece sin medida la dicha
de nosotros se alejen con la misma presteza
que los días de llanto?

¿No podremos jamás conservar ni su huella?
¿Para siempre pasados? ¿Por completo perdidos?
Lo que el tiempo nos dio, lo que el tiempo ha borrado,
¿no lo va a devolver?

El otoño

¡Salve, bosques que ciñen los verdores postreros!
Amarillos follajes en la hierba esparcidos;
¡salve, breve hermosura! La natura enlutada
se acomoda al dolor y me es grata a los ojos.

Ando a pasos muy lentos el desierto camino
y por última vez vuelvo a ver este sol
palidísimo y bello cuya luz expirante
ilumina a mis pies la tiniebla del bosque.

Para mí hay más encanto en la luz del otoño
cuando todo se muere a su vista empañada:
el adiós de un amigo, la sonrisa postrera
de unos labios a punto de sellarse por siempre.

Ya dispuesto a dejar la ilusión de la vida,
y llorando los sueños esfumados que tuve,
vuelvo aún la cabeza y envidioso contemplo
esos grandes tesoros de que nunca gocé.

Tierra y sol, valles, bella, mansa naturaleza,
os debía una lágrima con un pie en el sepulcro.
¡Todo el aire es perfume y la luz es tan pura!
¡Al que muere este sol le parece tan bello!

Yo quisiera apurar hasta las mismas heces
este cáliz que mezcla con el néctar la hiel;
tal vez en esta copa donde bebí la vida
pueda haber todavía una gota de miel.

El futuro quizá para mí reservaba
un retorno a la dicha de la cual nada espero.
Es posible que un alma que yo ignoro aún hubiese
comprendido mi alma, respondiendo a mis ansias…

La flor muere entregando sus perfumes al céfiro;
a la vida y al sol, éstos son mis adioses;
ahora muero y mi alma cuando expiro se exhala
como un triste sonido lleno de melodía.

El valle

Hasta de la esperanza ahora se siente hastiado
mi corazón, no quiere pedir nada al destino;
oh, tú, préstame sólo, valle de mi niñez,
el asilo de un día para esperar la muerte.

Ésta es la senda estrecha de mi valle sombrío:
llenan ambas laderas unos bosques espesos
que cruzando sus sombras curvas sobre mi frente
por entero me cubren de silencio y de paz.

Dos arroyos ocultos bajo puentes verdosos
serpenteando dibujan los contornos del valle;
un instante confunden su murmullo y sus aguas,
y no lejos de aquí ya se pierden sin nombre.

Se han perdido también de mi vida las aguas,
que se fueron sin ruido, sin retorno y sin nombre;
mas la fuente es muy límpida, y mi alma enturbiada
no ha podido espejear luz de días hermosos.

El frescor de sus cauces y su manto de sombra
me encadenan por siempre cerca de estos arroyos:
como un niño mecido por un canto monótono
se adormece mi espíritu al murmullo del agua.

Allí estoy entre muros de verdor, con un corto
horizonte ante mí que ya basta a mis ojos,
sin moverme y tan solo con la naturaleza,
sin oír más que el agua, sólo viendo los cielos.

Demasiado en mi vida he sentido y amado;
aunque vivo, ahora busco del Leteo la calma.
¡Oh lugares tan bellos, dad también el olvido!
Desde ahora el olvido ya es mi única dicha.

Corazón aquietado como el alma en silencio;
oigo apenas el ruido muy lejano del mundo
como un eco remoto que se ahogó en la distancia
y que traen los vientos al oído inseguro.

La existencia la veo como en medio de brumas
deshacerse en la sombra del pasado perdido.
Sólo queda el amor, como queda una imagen
que perdura en el alba cuando un sueño se borra.

Alma mía, reposa en este último asilo
como lo hace un viajero que camina con fe,
que se sienta a las puertas de la nueva ciudad
y respira un instante el perfume del véspero.

Sacudamos como él de los pies todo el polvo;
nunca más volveremos a andar este camino;
respiremos como él al final de la senda
esta calma que anuncia una paz que no acaba.

Tan oscuros y breves como días de otoño
son tus días que menguan como sombras del monte.
La amistad te traiciona, la piedad te abandona,
solitaria desciendes donde están los sepulcros.

Mas aquí está invitándote la natura que te ama;
piérdete en sus entrañas que ella siempre te ofrece:
aunque todo es mudanza, la natura es la misma,
como el sol es el mismo que da luz a tus días.

Ella sigue envolviéndote con sus luces y sombras,
sé insensible a los falsos bienes que ya has perdido,
ven y adora aquí el eco que adoraba Pitágoras,
presta oído con él al celeste concierto.

Con la luz sé tú el cielo, sé la sombra en la tierra;
en los llanos del aire sé aquilón volador;
con los pálidos rayos misteriosos de luna
sé cual alma del bosque en la sombra del valle.

Dios nos dio inteligencia para así concebirlo:
la natura descubre en sí misma a su autor.
Una voz en silencio al espíritu ha hablado:
¿Quién no ha oído esta voz resonar en su pecho?

Tristeza

Devuélvame, decía, a la afortunada orilla
donde Nápoles reflexiona en un mar de azul
sus palacios, sus laderas, sus astros sin nube,
donde el naranjo florece bajo un cielo siempre puro.
¿ Que tarda? ¡ Vayámonos! Todavía quiero ver de nuevo
Vesubio encendido saliente del pecho de las aguas;
quiero de sus alturas ver levantarse la aurora;
Quiero, guiando del que adoro,
volver a bajar, soñando, de estas risueñas laderas;
Soy en los rodeos de este golfo tranquilo;
regresemos sobre estos bordes a nuestros pasos tan conocidos,
a los jardines de Cintia, a la tumba de Virgilio,
cerca de los pedazos dispersos del templo de Venus:
Allí, bajo los naranjos, bajo la vid florida,
cuyo pámpano flexible en el myrte se casa,
y trenza en tu cabeza una bóveda de flores,
al ruido dulce de la ola o del viento que murmura,
sólo con nuestro amor, sólo con la naturaleza,
la vida y la luz tendrán más dulzuras.

De mis días pasados la antorcha se consume,
se apaga por grados al soplo de la desgracia,
O, si lanza a veces una luz débil,
es cuando tu memoria en mi pecho lo vuelve a encender;
no sé si los dioses me permitirán por fin
terminar aquí abajo mi día penoso.
Mi horizonte se limita, y mi ojo incierto
atrévete a extenderlo apenas más allá de un año.
Pero si hay que perecer por la mañana,
si hace falta, sobre una tierra a la felicidad destinada,
dejar escapar de mi mano
esta copa que el destino
parecía tener para mí de rosas coronada,
les pido a los dioses sólo guiar mis pasos
hasta los bordes que embellece tu memoria querida,
de saludar de lejos estos afortunados climas,
y de morir a los lugares donde probé la vida.

Meditación sobre los muertos

Ved las hojas que ya no tienen savia
y que caen encima de la hierba;
ved el viento que se alza con su voz
gemebunda, que suena por el valle;
ved también la viajera golondrina
que roza con las puntas de sus alas
el agua adormecida del pantano;
ved al niño que vive en una choza
y que va a recoger entre los brezos
esas ramas caídas de los bosques.

Ya no se oye el murmullo de las aguas
que encantaba a las fuertes arboledas;
bajo ramas que no tienen verdor
han perdido los pájaros su voz;
el crepúsculo está cerca del alba;
apenas nace el sol a nuestros ojos
cuando va a terminar su recorrido;
antes de su final aún nos depara
claridades muy pálidas y breves
a las que llamaremos todo un día.

No se siente ya el céfiro en la aurora
bajo sus nubes de color dorado;
y el rojo del crepúsculo se muere
sobre el agua incolora de la tarde.
El mar está vacío y solitario,
le vemos como un árido desierto
en el cual no hay ni sombra de un esquife;
y con sordo sonido allí en la playa
las olas borrascosas y tardías
no son más que un murmullo quejumbroso.

La oveja que recorre las colinas
a su paso no encuentra hierba alguna;
su cordero ha dejado entre las zarzas
las lanosas guedejas que le visten;
la flauta de la música campestre
ya nunca más alegrará el hayedo
con tonadas de júbilo o de amores;
han cortado la hierba de los campos:
ved cómo acaba un año, ved también
cómo acaba en tristeza nuestra vida.

Es ésta la estación que todo troncha
por la fuerza impetuosa de los vientos;
un aquilón que viene de la tumba
siega también a todo ser viviente;
se desploman entonces por millares
como si fueran esa pluma inútil
que el águila abandona mientras vuela
cuando otras plumas nuevas han nacido
que calientan sus alas otra vez
al acercarse el frío del invierno.

En ese tiempo fue cuando mis ojos
palidecer os vieron y morir,
¡oh tiernos frutos que no quiso Dios
dejar que madurasen a la luz!
A pesar de ser joven, en la tierra
me he convertido ya en un solitario
entre aquellos que son de mi edad misma.
Y cuantas veces llego a preguntarme:
¿Dónde están los que ha amado el corazón?
la mirada se vuelve hacia la hierba.

En aquella colina está su tumba,
bien conocen mis pies este camino;
pero, Señor, su esencia que es divina,
ellos mismos, Señor, ¿están allí?
Hasta las tierras indias tan lejanas
una paloma lleva su mensaje,
y acaba por volver hasta nosotros.
La vela cruza el mar y al fin regresa.
Mas del estrecho espacio que ahora ocupan
jamás puede volver el alma suya.

Pero, ay, cuando los vientos del otoño
silban entre el ramaje ya desnudo,
cuando tiemblan las briznas de la hierba,
cuando oímos la música del pino,
cuando el doblar de la campana oscura»
deja oír sus lamentos funerarios,
en la noche y en medio de los bosques,
a cada viento que levanta el soplo,
a cada ola que muere entre los guijos,
yo pregunto: ¿No sois su voz acaso?

Al menos, si su voz siendo tan pura
es a nuestros sentidos inaudible,
sé que su alma en secreto me murmura
más íntimos acentos todavía.
En unos corazones que dormitan
los recuerdos de antaño al despertar
se agolpan tumultuosos, en tropel,
como unas hojas secas y sin vida
que vuelven a traer esas tormentas
al tronco que las tuvo entre en sus ramas.

Es una madre que maravillada
a sus hijos dispersos para siempre
desde la otra ribera de la vida
tiende brazos que un día los mecieron;
hay besos que florecen en su boca;
sobre el pecho que un día fue su cuna
su corazón a sí vuelve a llamarlos;
hay lágrimas que empañan su sonrisa,
y les dice mil veces su mirada:
¿Es que hay alguien que os ame como yo?

O es acaso una joven desposada
con corona nupcial sobre la frente
que se llevó tan sólo un pensamiento
de lo que era ser joven a la tumba.
Y que, ay, está triste hasta en el cielo,
para volver a ver a aquel que ama,
y retorna hacia él para decirle:
¡Mi tumba está cubierta de verdor!
En esta tierra que es como un desierto,
dime, ¿qué esperas? ¡Yo no estoy contigo!

O es tal vez un amigo de la infancia
que en los días oscuros de desdicha
nos prestó la benigna Providencia
como sostén de nuestro corazón;
ya no está aquí, nuestra alma es como viuda;
sigue los pasos de tan dura prueba
y nos dice movido a compasión:
Amigo, si en tu alma ya rebosa
el júbilo o acaso la aflicción,
¿quién comparte contigo todo eso?

Es la sombra muy pálida de un padre
que murió pronunciando nuestro nombre;
o es tal vez una hermana o un hermano
que anticipan sus pasos a los nuestros.
Bajo el techo de nuestra feliz casa,
con aquel que ahora llora por su ausencia,
¡ay, parece que ayer aún dormían!
Y el corazón no sabe si creer
que el gusano devora en el sepulcro
esta carne que es carne también mía.

O el niño cuya muerte tan cruel
una cuna vacía deja pronto,
y cae de los pechos de su madre
a la helada yacija de la tumba.
Todos aquellos, pues, cuya existencia
se nos arrebató un día u otro,
llevándose una parte de nosotros,
murmuran desde el polvo que los cubre:
¡Oh vosotros que veis aún la luz!
¿os acordáis tal vez de los ausentes?

Ah, sé bien que lloraros es la dicha suprema,
espíritus amados, de quien puede llorar.
Si os olvido me olvido de mí mismo también.
¿Es que no sois acaso como un pecio de mi alma?

A medida que andamos en el viaje sombrío
es más bello el paisaje del pasado feliz.
Y partida por dos se divide nuestra alma,
y la parte mejor pertenece al sepulcro.

Dios benigno, su Dios, oh tú, Dios de tus padres,
tantas veces nombrado por su boca silente,
mira ahora las lágrimas de sus rostros fraternos,
¡oh, recemos por ellos, que nos dieron su amor!

Ellos te suplicaron en su vida tan corta,
sonreían también cuando Tú les heriste;
exclamaron: Bendita sea siempre tu mano.
Oh, Dios, toda esperanza, ¿no les vas a ser fiel?

Y no obstante, ¿por qué este largo silencio?
¿Es que acaso nos han olvidado del todo?
¿Ya no pueden amar? ¡Ah, esa duda te ofende!
¡Oh, Dios mío, Tú que eres todo amor para siempre!

Pero si ellos hablasen al mortal que les llora,
si pudieran decirnos lo dichosos que son,
viviríamos antes lo que Tú nos preparas,
volaríamos antes de tu día hacia ellos.

¿Dónde viven? Di, ¿qué astro ilumina sus ojos
con fulgores perennes y más dulces que el sol?
¿Van acaso a poblar esas islas de luz?
¿O se quedan flotando entre el cielo y nosotros?

¿Es que están anegados en el fuego eternal?
¿Han perdido los dulces nombres de nuestra tierra,
esos nombres de hermana o de amante o de esposa?
¿Por qué a nuestras llamadas no responden jamás?

No es posible, Dios mío, si la gloria celeste
les hubiese borrado los humanos recuerdos,
Tú también nos quitaras su memoria en nosotros;
¿es que en vano vertemos nuestro llanto por ellos?

¡Ah, que se pierda su alma en tu seno divino,
pero que conservemos en su pecho un lugar!
Ya que antaño gozaron de lo que es nuestro júbilo,
sin su dicha jamás vamos a ser felices.

¡Oh, sí, extiende sobre ellos esa mano clemente!
Es verdad que pecaron, pero el cielo es un don.
Y sufrieron también, y ésta es otra inocencia.
Y al amar les selló el perdón de los cielos.

Fueron lo mismo que nosotros somos,
sólo polvo y juguete de los vientos.
Frágiles como siempre son los hombres,
débiles como ha de ser la misma nada.
Si sus pies a menudo tropezaron,
si sus labios pudieron transgredir
algún punto concreto de tu ley,
¡Oh Padre, oh Juez supremo, te lo ruego,
ah, no veas en ellos cómo son,
ve solamente en ellos a ti mismo!

Si remueves el polvo de los cuerpos
el polvo será nada ante tu voz.
Y si alargas la mano hacia la luz
su falsedad te manchará los dedos.
Si tus ojos divinos sondearan
los hombres, las columnas de este mundo
y del cielo verías que retiemblan;
si dijeses un día a la inocencia:
Sube a la altura a defender tu causa,
velarían su rostro tus virtudes.

Pero, Señor, sé bien que Tú posees
una inmortalidad que es algo propio.
Toda la dicha que Tú das a otro
no hace más que aumentar tu propia dicha.
Tú dijiste al sol: brilla sobre el mundo
y la luz se derrama todavía.
Tú dijiste a los tiempos que engendraran,
y dócil a tu voz la eternidad
hizo siglos y siglos por millares,
sin tregua sucediéndose hasta hoy.

Los mundos que Tú quieres restaurar
sin fin rejuvenecen ante ti,
no separas jamás ante tus ojos
el tiempo del pasado y el futuro.
Eres la vida, vives, las edades
que para tus hechuras son distintas,
para ti son iguales, son lo mismo.
Y tus labios jamás han pronunciado
ay, estas tres palabras tan humanas:
que decimos: ayer, hoy y mañana.
¡Oh, Tú, Padre de la naturaleza,
abismo y manantial de todo bien,
nada puede medirse por ti mismo!

Más, ay, no quieras Tú medirte a nada.
¡Oh, divina clemencia, te suplico
que si pesas la nada no te olvides
de echar todo tu peso en la balanza!
¡Oh, suprema virtud, triunfa, pues,
contemplándote a ti en toda virtud,
oh, sí, triunfa al querernos perdonar!

Aislamiento

A menudo en el monte, bajo algún viejo roble,
viendo el sol que se pone tristemente me siento;
dejo que todo el llano mis miradas abarquen,
el cambiante paisaje que se extiende a mis pies.

Aquí el río con olas espumosas murmura,
serpentea y se pierde en oscuros confines;
allí inmóvil el lago es un agua dormida,
con la estrella de Venus adornando su azul.

En la cima, que bosques muy sombríos coronan,
el crepúsculo pone su fulgor postrimero;
y el brumoso carruaje que conduce las sombras
emblanquece, elevándose todo el amplio horizonte.

De la gótica flecha surge entonces un son
religioso que invade todo el aire; el viajero
se detiene y escucha la campana que mezcla
a los últimos ruidos de aquel día su canto.

Pero halagos así no conmueven mi alma,
que parece insensible, incapaz de emoción;
y contemplo la tierra como un vago fantasma:
no calienta a los muertos este sol de los vivos.

De colina en colina pongo en vano mis ojos,
desde el norte hasta el sur, de la aurora al poniente,
y me digo: «No existe ni un lugar en el mundo
donde pueda pensar que me espera la dicha».

¿Qué me importan los valles, los palacios, las chozas?
Sus encantos son vanos, para mí nada cuentan.
Ríos, montes y bosques, soledades amadas,
sólo un ser está ausente y todo es un desierto.

Miraré indiferente los caminos del sol,
qué más da si en su inicio o en su parte final;
si se pone o si nace entre nubes o azul,
¿a mí el sol qué me importa? Nada espero del día.

Si pudiera seguirle en su larga carrera
por doquier yo vería el vacío y el páramo.
Nada quiero de todo lo que el sol ilumina,
nada quiero tener del inmenso universo.

Mas tal vez más allá de su curva celeste,
donde el sol verdadero otros cielos alumbra,
si pudiera dejar mis despojos aquí
lo que tanto he soñado se mostrara a mis ojos.

Allí me embriagaría en la fuente deseada
y volviera a encontrar esperanza y amor,
ese bien ideal al que aspiran las almas
y que no tienen nombre aquí abajo en la tierra.

¡Si pudiera en el carro de la Aurora elevarme
vago fin de mis ansias, en el cielo hasta ti!
¿Por qué aún sigo atado a esta tierra de exilio?
Entre la tierra y yo nada existe en común.

Cuando la hoja del bosque cae sobre los prados,
cuando el viento nocturno la arrebata a los valles,
yo quisiera también ser esa hoja caída:
¡Arrastradme como ella, aquilones, borrascas!