Poetas

Poesía de España

Poemas de Ángel García Aller

Ángel García Aller (1952-1996), poeta leonés nacido en San Martín del Camino, se erige como una luminaria literaria de la región. Licenciado en Filología Románica por la Universidad de Oviedo en 1975, su vida transcurre entre la docencia, la poesía y la traducción. Su obra, plasmada parcialmente en vida, se revela en toda su magnitud en el libro «Desde la ausencia. Ángel García Aller, poeta» (Universidad de León, 2000), una antología que incluye «Poemas de la ausencia«, «Cuatro canciones para un abrazo» y «Otros poemas«, cuidadosamente estudiada por José Enrique Martínez Fernández.

Galardonado con varios premios de poesía, García Aller fue miembro fundador de los grupos poéticos Erosión y Sándalo, así como de las revistas de poesía y crítica Juan Canas y Alcance. Su impacto en la escena cultural leonesa se ve reflejado en el suplemento cultural «Filandón«, dedicado monográficamente a él por el Diario de León en 1988.

Además de su destreza poética, García Aller incursionó en la traducción y la crítica literaria. Su legado incluye la coautoría de la «Antología de poetas hispanoamericanos» y la edición crítica de los «Cuentos de Pedro Antonio de Alarcón«. A partir de 1987, despliega una prolífica labor como traductor, abordando setenta títulos en solitario, desde la «Colección Conoce países con el Gato Azul» hasta los «Clásicos Disney» de la editorial Gaviota.

Apasionado del ciclismo y el tenis de mesa, García Aller alcanzó la categoría de árbitro internacional en este último, participando en las Olimpiadas de Barcelona en 1992. Su vida concluyó el 17 de junio de 1996, pero su legado perdura en su poesía, sus traducciones y su impacto en la rica tradición literaria de León.

Tercer gesto

A Araceli, desde la vida

Siento
tus raíces en el pecho, una evidencia
muy honda de que existes, la innegable
verdad con que me habitas
a la par que te tengo tan distante.
Tus raíces
en el pecho, acaso tronco, y en la piel
imborrable el tatuaje de aquel viento
que trajiste de tu mano a mis adiles
en el tiempo más yermo de tu tacto.
En el tiempo
en que apenas ignoraba cómo y cuándo
palparte por tus huecos, hasta dónde
llegaban los perfiles, las aristas
del amor que describías.
Y en el cuenco
de tus manos, en tus dedos,
el polen primero de mi ausencia,
un ansia vertical apuntalando
los andamios con que tapio esta esperanza
que las lluvias no derrumban, ni los años
que dejan su constancia en el recuerdo.
Lejano,
tu olor es de una tierra que penetro
y aparcelo en sus partes más pequeñas
para hacerte más extensa en posesiones,
para hacer de ti mi piel y, bien surcada,
cubrirte de amor en la intemperie.

El viejo Clochard

«…innumerables cuerpos
hermanados
por una herida fresca en todo el pecho»

(Virgilio Garsaball)

Grenoble
era entonces la ciudad de los suicidas,
pero nunca se supo,
nadie dijo
por qué extraña razón de parentesco
los perros ladraban a la luna
y el viejo clochard
¡tan torpemente!
preguntaba la edad de las palomas.

Era cierto
que podríamos vender nuestra miseria
a cualquier transeúnte avaricioso,
que una dama italiana compraría
tus poemas a diez liras
y que Antonio
Fernando, el otro Antonio, Victoriano,
los amigos comunes perfilaban
una tierra más allá del desencanto.

Era cierto
y lo es que cada noche
subíamos de un modo inexplicable
al punto más alto de la historia:
allí Pablo
de Chile, allí Vallejo,
Vladimiro Maiacovski boca arriba
como aquél que se cansa de ser hombre
y es un muerto no más
¡quién lo dijera!

Cada noche
amigo, cada herida
que susurra quién sabe de qué modo
cuando toda la canción nos es extraña
y el viejo clochard pasa de largo
contando las estrellas con los dedos
por ver de redimir
tanto silencio.

Cuando toda la casa se derrumba

I

ocurre
a veces que sentado
a mi propia mesa mientras alzo
la copa más amarga por vosotros
llegáis abrís de golpe os atrevéis
a invadir mi casa sus cimientos
la puerta que da al sol lo que he guardado
en el cuarto trastero con sigilo
para hablar de lo mucho que nos duele
subir por la palabra hasta el asombro
al encuentro a la verdad a las alturas
y dejarse caer sobre la vida

II

sucede
con frecuencia que la noche
nos sorprende con un pan entre las manos
y lloramos la muerte de un amigo
su entera dimensión lo que solía
entregarnos a cambio de un abrazo
de una estrella capturada por la espalda
cuando piedra sobre piedra fuimos nube
sorpresa compartida aire preciso
cuando un dios a nuestro paso declinaba
su oscura fiereza y nos sabía
más cercanos que nunca a sus dominios

III

acontece
en fin que nos miramos
al fondo de los ojos y hay un hombre
que regresa hasta nosotros que maldice
el pan sobre la mesa la palabra
que nadie ha pronunciado todavía
y es entonces sabedlo sólo entonces
cuando toda la casa se derrumba
por mucho que gritemos o amanezca

El ahorcado

«Aun muerto sin embargo
el brillo de sus ojos,
decían, revelaba
una incurable soledad»

(Alfonso Costafreda)

Cayó
como del aire la sentencia
y al ahorcado, entretanto, le brotaban
innumerables flores, innumerables
auroras boreales por el cuerpo.

Uno
tras otro, le acusamos
de extrañas maldiciones, de haber visto
con sus propios ojos más allá
de los límites legales,
de haber dicho
que el hombre se compone solamente
de incurable soledad y añadiduras.

Se sabe
que soñaba cada noche con los muertos
que nunca conoció, que provocaba
descaradamente a la lujuria
recitando versos a los pájaros
y que apenas en vida fue capaz
de levantar un cierto testimonio.

Ítem más,
señores jueces, se supone
que vivía vulgarmente del recuerdo,
que era un hombre de hechos constatados,
sin hazañas que merezcan referirse.

Por todo
lo cual solicitamos
que no ofenda con el brillo de sus ojos.

Carta a Esteban Carro, amigo, en esta ausencia

Sigue en pie
la ciudad. Sólo pudiera
decirte que las piedras endurecen
el silencio más hondo
y sin embargo
hay árboles aún cerca de casa,
un estruendo vegetal cuando los niños
corren a la escuela y se disputan
el dominio primero de las cosas.

Es cierto
que no estás y que llegabas
como llega un abrazo y se reparte;
hablábamos de páramos sedientos,
de un mar desconocido
y entretanto
la tarde se nos iba de las manos
remontando catedrales, amparaba
su derrota más alta en el Teleno.

Allí
la palabra, la continua
aparición de la sorpresa,
pero ¿dónde
el límite capaz, hasta qué punto
nos supimos vertebrados de esperanza
si tan sólo la tierra nos acoge
cuando el cuerpo perfila su naufragio?
¿Dónde los amigos, aquel fuego
que apenas nos cabía en la estatura?

Es así
que la distancia tiene nombre
y toda la memoria me persigue
al borde de estas calles si pretendo
hundirme en la verdad pacientemente,
si ocurre, de pronto, que la ausencia
nos ha hecho de raíz y añadidura.

Quevedo

¡Ah del convento! ¿Nadie me responde?

Busco a un hombre
que un día llegó aquí
sin otra causa, al parecer,
que haberle dado nombre a su dolor
y no callar por más que con el dedo
el peso del silencio le impusieran.

Se llama
Francisco de Quevedo
y suele, por más señas,
dar abrazos a sombras fugitivas,
socorrerse de ajenas desnudeces
e incendiarse el corazón de mucho amor
cuando se mira al fondo de sí mismo
y no halla cosa en que poner los ojos
que no sea recuerdo de la muerte.

Decidle, si lo veis,
que guardamos su memoria en este parque
donde hoy pudiera
templar de cuerdas ruiseñores
su fatiga dulce y su inquietud preciosa;
resbalarse secreto entre las flores;
aliviar sus furias y sus penas
entre álamos y acacias,
entre tilos, arces y magnolios,
enebros, tamarindos, sauces y cipreses,
pinos centenarios
que en agrietadas cortezas testimonian
el tiempo que ni mueve ni tropieza,
aquella herida que duele y no se siente…

Por él,
estos troncos ya sin vida
que una mano insensible condenó
a ser asiento de su propia negación;
aquel banco en que un anciano,
vencido de sí mismo,
pone al sol el alma a media tarde;
los juegos de los niños que aún no saben
de otros duelos de labores y esperanzas
y afirman la vida con sus risas.

Por él,
la súplica callada de un faisán
que no recuerda el límite del bosque;
la oscura humildad de los gorriones,
que nunca soñaron otro vuelo
y se arraciman al borde del asfalto;
la irisada vanidad del pavo real
condenado de por vida a la belleza.

Por él,
el agua de un estanque detenida
a fin de que el cisne se refleje
en curvada ostentación de su figura;
el agua en cascada de la fuente
que tal vez quisiera ser espuma
por no verse a diario repetida;
o el agua del río con que fluye
la sumisa, callada, inexorable
canción de más allá de la ribera.

Por él,
este busto de piedra y el recuerdo
que, insurrecto contra el tiempo y su dureza,
al borde de su verso se detiene:

«De piedra es hombre duro; de diamante
tu corazón, pues muerte tan severa
no anega con tus ojos tu semblante.
Mas no es de piedra, no, que si lo fuera,
de lástima de ver a Dios amante
entre las otras piedras se rompiera.».