Poetas

Poesía de España

Poemas de Antonio Colinas

Antonio Colinas (La Bañeza, León, 30 de enero de 1946) es un poeta, novelista, ensayista y traductor español. Ha publicado una obra variada que ha recibido, entre otros galardones, el Premio Nacional de Literatura en 1982.

El camino cegado por el bosque

Créeme, no es piedad lo que siento por ti,
ahora que estoy lejos, sino un recuerdo herido.
Por ti y por el camino cegado por el bosque
que no pude seguir aquella noche joven,
perfumada y abierta como el cuerpo de un pino.
No es piedad, sino una sensación de fracaso,
de suave y entrañable dolor que nunca cesa.
Fuiste buena conmigo en mis días de entonces:
me diste cuanto soy, este veneno dulce
que me impulsa a luchar contra el mar, contra el tiempo
y contra el mismo amor de los que bien me quieren.
No es piedad, aún te busco en la noche perfecta,
deseoso, sediento de tus colores ácidos,
de tus estrellas frías, de tus ramas y ríos
helados tras los cielos del más hermoso invierno.
Te lo digo dolido y con los ojos húmedos,
aunque la mente esté segura, serenada:
no te pude tener más cerca, pues mis labios
llegaron a rozar tus nieves, tu horizonte.
No es piedad, créeme; sólo sé que una tarde
avanzada, profunda, descendí de aquel monte
puro y purificado como un fuego de junio.
Creí volver a ti definitivamente
y me encontré el camino cegado por el bosque.

Escalinata del palacio

Hace ya mucho tiempo que habito este palacio.
Duermo en la escalinata, al pie de los cipreses.
Dicen que baña el sol de oro las columnas,
las corazas color de tortuga, las flores.
Soy dueño de un violín y de algunos harapos.
Cuento historias de muerte y todos me abandonan.
Iglesias y palacios, los bosques, los poblados,
son míos, los vacía mi música que inflama.
Salí del mar. Un hombre me ahogó cuando era niño.
Mis ojos los comió un bello pez azul
y en mis cuencas vacías habitan escorpiones.
Un día quise ahorcarme de un espeso manzano.
Otro día ma até una víbora al cuello.
Pero tiempre termino dormido entre las flores,
beodo entre las flores, ahogado por la música
que desgrana el violín que tengo entre mis brazos.
Soy como un ave extraña que aletea entre rosas.
Mi amigo es el rocío. Me gusta echar al lago
diamantes, topacios, las cosas de los hombres.
A veces, mientras lloro, algún niño se acerca
y me besa en las llagas, me roba el corazón.

Fe de vida

Esperar junto a este mar (en el que nacieron las ideas)
sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas.)
Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,
el aroma del azahar, la noche de las orquídeas
en las calas olvidadas.

Sólo permanecer viendo el ave que pasa
y no regresa; quedar
esperando a que el cielo amarillo
arda y se limpie con los relámpagos
que llegarán saltando de una isla a otra isla.
O contemplar la nube blanca
que, no siendo nada, parece ser feliz.
Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá,
sobre las olas que pasan,
como un remo perdido.
O seguir, como los delfines,
la dirección de un tiempo sentenciado.

Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,
que se adormecen entre narcisos y faros.
Dejadme, no con la luz del conocimiento
(que nació y se alzó de este mar),
sino simplemente con la luz de este mar.
O con sus muchas luces:
las de oro encendido y las de frío verdor.
O con la luz de todos los azules.
Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,
que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,
a los días tensos, a las ideas como cuchillos.

Ser como olivo o estanque.
Que alguien me tenga en su mano como a puñado de sal.
O de luz.

Cerrar los ojos en el silencio del aroma
para que el corazón –al fin- pueda ver.
Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.
Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme
con el plenilunio de los ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se pierde
en los labios de una mujer.

Homenaje a Tiziano

He visto arder tus oros en los otoños de Murano,
en la cera aromada de los cirios de invierno;
tu verde en madrugadas adriáticas
y en los ciruelos de los jardines de Navagero;
tu azul en ciertas túnicas y vidrios
y en los cielos enamorados
de nuestra adolescencia
que nunca más veremos;
los ocres en los muros cancerosos
mordidos por la sal, en las fachadas
de granjas y herrerías;
tu rojo en cada teja de Venecia, en los clavos
de las Crucifixiones
o en los labios con vino de los músicos;
un poco de violeta
en los ojos maduros de las jóvenes;
tus negros
en las enredaderas funestas
sobrecargadas de Muerte.

Letanía del ciego que ve

Que este celeste pan del firmamento
me alimente hasta el último suspiro.
Que estos campos tan fieros y tan puros
me sean buenos, cada día más buenos.
Que si en tiempo de estío se me encienden las manos
con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno
los sienta como escarcha en mi tejado.

Que cuando me parezca que he caído,
porque me han derribado,
sólo esté arrodillándome en mi centro.
Que si alguien me golpea muy fuerte
sólo sienta la brisa del pinar, el murmullo
de la fuente serena.
Que si la vida es un acabar,
cual veleta, chirriando en lo más alto,
allá arriba me calme para siempre,
se disuelva mi hierro en el azul.
Que si alguien, de repente, vino para arrancarme
cuanto sembré y planté llorando por las nubes,
me torne en nube yo, me torne en planta,
que sean aún semillas mis dos ojos
en los ojos sin lágrimas del perro.

Que si hay enfermedad sirva para curarme,
sea sólo el inicio de mi renacimiento.
Que si beso y parece que el labio sabe a muerte,
amor venza a la muerte en ese beso.
Que si rindo mi mente y detengo mis pasos,
que si cierro la boca para decirte todo,
y dejo de rozar tu sangre ya sembrada,
que si cierro los ojos y venzo sin luchar
(victoria en la que nada soy ni obtengo),
te tenga a ti, silencio de la cumbre,
o a ese sol abatido que es la nieve,
donde la nada es todo.

Que respirar en paz la música no oída
sea mi último deseo, pues sabed
que, para quien respira
en paz, ya todo el mundo
está dentro de él y en él respira.
Que si insiste la muerte,
que si avanza la edad, y todo y todos
a mi alrededor parecen ir marchándose deprisa,
me venza el mundo al fin en esa luz
que restalla.

Y su fuego
me vaya deshaciendo como llama
de vela: despacio, muy despacio,
como giran arriba extasiados los planetas.

La ciudad está muerta

La città è morta, è morta
S. Quasimodo

¿No tuviste bastante con morir una vez
en la muerta ciudad, que vuelves otra vez
entre sus cancerosos muros iluminados
a veces por verdores putrefactos?
¿Quedan aún las brasas de los sueños
ardidos en lugares y en labios que creiste
hermosos?
¿Te niegas a aceptar que aquí estuvo el amor
imaginando pájaros, desenterrando ruinas?

Llueve, llueve, y la música es negra en estas calles
abarrotadas de crucificados que andan,
de agonizantes que laboran,
de insepultos cadáveres que aplauden y sonríen.
Acaso quede aún en este espacio
de sueños destrozados, de sueños machacados,
otro loco que aún sueñe y vaya repitiendo:
«Tenéis cerca la luz, está cerca la luz».
Pero, ya como en tiempos, sólo un frío y vacío
silencio os responde,
aunque siga festivo y ciego el ajetreo
de los muertos perfectamente pulcros,
de los muertos perfectamente muertos.
Sólo se oye la agria y metálica caída de otra noche
como una inmensa, grues, negra chapa de acero.

Megalítico

Esa enorme piedra torturada
sostiene el techo de la Noche.
Esta enfebrecida carne penetra la oquedad de los siglos.
En torno un vacío que deshace o sustenta
la soledad del mundo, una luz que ilumina
las heridas producidas en el acero.
Gira la masa enorme de la piedra entre astros.
Es de carne y de piedra el cigüeñal que mueve
desgastado el motor de nuestra Historia.
Libros, cosas y horas amadas, seres
tiernos y dulces como la música del sueño,
frágiles brazos, labios enamorados,
nada podéis contra esta atroz mecánica,
contra esta complicada maquinaria celeste.
Árbol de carne y piedra, huso de sangre,
gira la masa ciega en este espacio
de demenciales constelaciones,
de infinitos silencios.
Sólo en la piedra enorme hay firmeza.
20 Sólo en la piedra hay eternidad.
Un cuerpo está abrazando en otro cuerpo
una hoguera extinta.
La carne sólo horada ceniza en otra carne.

Nocturno

Duermes como la noche duerme:
con silencio y con estrellas.
Y con sombras también.
Como los montes sienten el peso de la noche,
así hoy sientes tú esos pesares
que el tiempo nos depara:
suavemente y en paz.

Te han llovido las sombras,
pero estás aquí, abrazando en la almohada
(en negra noche)
toda la luz del mundo.
Yo pienso que la noche, como la vida, oculta
miserias y terrores,
más tú duermes a salvo,
pues en el pecho llevas una hoguera de oro:
la del amor que enciende más amor.

Gracias a él aún crecerá en el mundo
el bosque de lo manso
y seguirán girando los planetas
despacio, muy despacio, encima de tus ojos,
produciendo esa música
que en tu rostros disuelve la idea del dolor,
cada dolor del mundo.

Reposas en lo blanco
como en lo blanco cae en paz la nieve,
duermes como la noche duerme
en el rostro sereno de esa niña
que todavía ignora
aquel dolor que habrá de recibir
cuando sea mujer.

Otra noche,
la nieve de tu piel y de tu vida
reposan milagrosamente al lado
de un resplandor de llamas,
del amor que se enciende en más amor.
El que te salvará.
El que nos salvará.

Poema de la belleza cautiva que perdí

Pequeña de mis sueños, por tu piel las palomas,
la pálida presencia de la luna en el bosque
o la nieve recién caída de los astros.
Por esa piel sin mácula, por su tersura suave,
tronché columnas firmes, derrumbé la techumbre
de la más alta noche: la de mis sueños puros.
Pan del amanecer tu blanco cuello, frente,
osamenta querida, veta, venero noble…
Aquí tengo los brazos abiertos como un río,
las venas descansadas, todo el amor del mundo
dispuesto a consumir en un beso glorioso.
Pequeña mía, amada, no olvides que por ti,
una noche de julio, olvidé la aventura
de salir a buscar la belleza cautiva.