Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Aurelia Castillo de González

Aurelia Castillo de González. (Puerto Príncipe, 1842 – Camagüey, 1920) fue una escritora de cuentos y poemas cubana. Fundó la Academia de Artes y Letras. Destaca entre su obra la traducción del libro La hija de Yorio de D’Annunzio. Patriota y periodista más destacada del Siglo XIX en Cuba.

Desde muy temprano apareció en su vida una gran afición por las letras, conocida como una de las periodistas más destacadas del Siglo XIX. En 1875, durante la Guerra de los Diez Años, fue desterrada junto con su esposo, el coronel del ejército español José Francisco González, debido a la protesta que éste hizo por el fusilamiento del patriota cubano doctor Antonio Luaces Iraola. A partir de entonces ambos visitaron diversos países de Europa y América y ella preparó crónicas de viaje, que fueron muy celebradas por los lectores de la época.

En 1895, Aurelia Castillo de González enviudó y poco después tuvo que volver a salir de la Isla, en esa ocasión expulsada por el sanguinario Capitán General español Valeriano Weyler. Al terminar la Guerra necesaria volvió a Cuba y se incorporó de lleno al trabajo literario y periodístico en diversas publicaciones como: El Fígaro, La Habana Elegante y El País, entre otras.

Cuando en 1910 se fundó la Academia Nacional de Artes y Letras en La Habana, cinco mujeres integraron sus filas, tres de ellas cubanas por nacimiento: Nieves Xenes, Dulce María Borrero y Aurelia Castillo. Las otras dos eran la pintora dominicana Adriana Billini Gautreau y la poetisa puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió. Con más de siete décadas de vida, Aurelia presidió la comisión que se encargó de los festejos para celebrar en Cuba el centenario de la destacada poetisa camagüeyana Gertrudis Gómez de Avellaneda. Murió el 6 de agosto de 1920, en Cuba.

EL RUISEÑOR Y EL LORO

En casa de un famoso pasajero
un lance vi que referirte quiero,
porque algo provechoso me ha enseñado
como verás después, lector amado.
Olvidando que estaba entre prisiones,
cantó un mirlo con suaves inflexiones;
que así los males la inocencia olvida
y su candor feliz presta a la vida.
Al terminar los ecos peregrinos,
de aprobación se oyeron dulces trinos,
y exagerando la alabanza un loro,
-¡Magnífico!, exclamó, ¡qué pico de oro!
Poco después un cuervo macilento
sus lúgubres granznido lanzó al viento,
y de las aves todas sólo el loro
-¡Soberbio!, prorrumpió, ¡qué pico de oro!
Luego del ruiseñor la voz divina
al silencioso público fascina,
cuando del loro el entusiasmo estalla
y exclamando: -¡Qué pico…! -¡Calla, calla!,
le dice el aplaudido con premura,
¡reserva para el cuervo esa figura!
Y todos los presentes en un coro
a guisa de sermón dicen al loro:
-Alabanzas que a todos se prodigan
ni nada valen ni a ninguno obligan.

¡Victoriosa!

¡La Bandera en el Morro! ¿No es un sueño?
¡La Bandera en Palacio! ¿No es delirio?
¿Cesó del corazón el cruel martirio?
¿Realizose por fin el arduo empeño?

¡Muestra tu rostro juvenil, risueño,
enciende, ¡oh Cuba!, de tu Pascua el cirio,
que surge tu bandera como un lirio,
único en los colores y el diseño!

Sus anchos pliegues al espacio libran
los mástiles que altivos se levantan;
los niños la conocen y la adoran.

¡Y sólo al verla nuestros cuerpos vibran!
¡Y sólo al verla nuestros labios cantan!
¡Y sólo al verla nuestros ojos lloran!

Los Alpes

De un resalto tremendo a otro resalto,
escalan el espacio las montañas,
como en ardiente emulación de hazañas,
van los pétreos gigantes en asalto.
Llegan en confusión; y allá en lo alto,
entre las nubes son nubes extrañas,
mas el agua se filtra en sus entrañas,
burlando la pizarra y el basalto.
Incubadora sin igual, la nieve
como alas tiende sus armiños puros;
ya no se suelta murmurante y leve.
Ya no la bordan los alegres muros;
y, cerrando terrible el horizonte,
de blanco mármol aparece el monte.

Expulsada

«Te fuiste para siempre. Quedé en el mundo sola.
Mis lágrimas corrieron un año y otro año…
Gritáronme de arriba: «!Anda!», y anduve errante,
Y al fin me vi de nuevo en nuestro hogar de antaño.

Tu espíritu amoroso flotaba en todas partes.
Cantaba con las aves, perfumaba en las flores.
Con el véspero triste me enviaba tu sudario
Y envuelta en él soñaba nuestros dulces amores.

(…)

Y cuando reposaba tranquila en aquel sueño
En nuestro hogar sagrado oí la voz infanda.
Tocaron en mi cuerpo las manos criminales
Y el rencoroso arcángel gritó de nuevo: «!Anda!»»