Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de Billy Collins

William James Collins, conocido artísticamente como Billy Collins (Nueva York, 22 de marzo de 1941), es un poeta estadounidense, designado como Poeta Laureado de los Estados Unidos entre 2001 y 2003. El New York Times lo ha descrito como «el poeta más popular de América».

Diseño

Vierto una capa de sal sobre la mesa
y trazo un círculo en ella con el dedo.
Este es el ciclo de la vida
le digo a nadie.
Esta es la rueda de la fortuna,
el Círculo Ártico.
Este es el anillo de Kerry
y la rosa blanca de Tralee
les digo a los fantasmas de mi familia,
los padres difuntos,
la tía que se ahogó,
mis hermanas y hermanos no nacidos,
mis hijos nonatos.
Este es el sol con sus rayos brillantes
y la amarga luna.
Este es el círculo absoluto de la geometría
le digo a la grieta en la pared,
a los pájaros que cruzan por la ventana.
Esta es la rueda que acabo de inventar
para rodar por el resto de mi vida
digo
tocándome el dedo con mi lengua.

Cruzando el Atlántico a pie

Espero a que la gente del feriado despeje la playa
antes de subirme sobre la primera ola.

Al rato estoy cruzando el Atlántico a pie
pensando en España,
buscando ballenas, trombas marinas.

Siento el agua sosteniendo mi balanceante peso.
Esta noche dormiré sobre su superficie al vaivén.

Pero por ahora trato de imaginar lo que
esto les parecerá a los peces allá abajo,
la planta de mis pies apareciendo, desapareciendo.

La lección

Esta mañana cuando encontré a la Historia
roncando pesadamente en el sillón,
descolgué su abrigo del perchero
y deposité su peso sobre mis omóplatos.

Me protegería de la fría caminata al pueblo
por leche y periódico
y pensé que no se iba a oponer,
no después de nuestra larga conversación la noche anterior.

Qué inesperada fue su tempestuosa ira
cuando regresé cubierto de escarcha,
la forma en que revolvió los enormes bolsillos
cerciorándose de que ninguna gran batalla o reina inglesa
se hubiese caído y perdido en la nieve profunda.

Centro

Al primer resquicio del alba,
las ventanas de un lado de la casa
se escarchan con una fría luz naranja,

y en cada ventana de pálido azul
del otro lado
cuelga una luna llena, un resplandor blanco, redondo.

Miro a un lado, luego al otro,
pasando de cuarto a cuarto
como si entre países o partes de mi vida.

Entonces me detengo y me paro en el medio,
extiendo ambos brazos
como el hombre de Leonardo, desnudo en un círculo perfecto.

Y cuando comienzo a girar lentamente
siento a toda la casa dar vueltas conmigo,
rotando libre de la tierra.

El sol y la luna en todas las ventanas
se mueven, también, con las puntas de mis dedos,
el sistema solar girando por grados

conmigo, el ególatra de las mañanas,
girando en pantuflas sobre la alfombra del pasillo,
llevando al frío naranja, azul y blanco

a dar una vuelta callada y sin prisa,
todo rueda y brújula, eje y carrete,
tan despierto como jamás lo estaré.

Consejo para escritores

Aunque te mantenga en vela toda la noche,
lava las paredes y friega el piso
de tu escritorio antes de componer una sílaba.

Limpia el lugar como si el Papa estuviese por llegar.
La pulcritud es la sobrina de la inspiración.

Mientras más limpies, más brillante
será tu escritura, así que no dudes en salir
a campo abierto para restregar la parte oculta
de las rocas o para limpiar los nidos llenos de huevos
en las ramas más altas de la negra floresta.

Cuando encuentres el camino de regreso a casa
y guardes las esponjas y los cepillos debajo del fregadero,
contemplarás en la luz del alba
el inmaculado altar de tu escritorio,
una superficie limpia en el medio de un mundo impoluto.

De un pequeño florero, en centellante azul, saca
un lápiz amarillo, el más puntiagudo del ramo,
y llena páginas con oraciones diminutas
parecidas a largas hileras de devotas hormigas
que venían siguiéndote desde el bosque.

Invención

Esta noche la luna es una galleta
mordida
flotando en el cielo,

y en una semana más o menos
según el calendario
probablemente parezca

un plateado balón,
y hace nueve, diez días tal vez
me recordaba una afilada y delgada uña.

Mas finalmente—
a últimos de mes,
calculo—

se consumirá
hasta ser nada,
nada más que estrellas en el cielo,

y tendré algunas noches
para mí mismo,
tiempo para dar reposo a mi agitada pluma.

Otra razón por la que no guardo una pistola en casa

El perro de los vecinos no va a dejar de ladrar.
Está ladrando con el mismo sonoro y rítmico ladrido
con que ladra cada vez que se van de casa.
Deben de ponerlo en marcha cada vez que se van.

El perro de los vecinos no va a dejar de ladrar.
Cierro todas las ventanas de la casa
y pongo una sinfonía de Beethoven a todo volumen
mas aún puedo oírlo amortiguado a través de la música,
ladrando, ladrando, ladrando,

y ahora puedo verlo sentado entre la orquesta,
alzando la cabeza con aplomo como si Beethoven
hubiera incluido una parte para ladrido de perro.

Cuando el disco se acaba, sigue ladrando,
allí sentado en la sección de oboe ladrando,
sus ojos fijos en el director, quien
le marca con su batuta

mientras el resto de músicos escucha en respetuoso
silencio el famoso solo para ladrido,
esa coda sin fin que fue lo primero en consagrar
a Beethoven como genio innovador.

Consuelo

Qué agradable no viajar a Italia este verano,
recorrer sus ciudades y ascender la pendiente de sus tórridos pueblos.
Cuánto mejor deambular por estas calles familiares,
absorbiendo el significado de cada cartel y señal de tráfico
y los bruscos gestos que hacen con la mano mis compatriotas.

No hay conventos aquí, ni frescos desmoronados o famosas
cúpulas y no es necesario memorizar una sucesión
de reyes o pasear los húmedos rincones de los calabozos.
No es necesario dar vueltas en torno a un sarcófago, contemplar
la cama diminuta de Napoleón en Elba, o los huesos de un santo en redoma.

Cuánto mejor dominar el simple recinto hogareño
que empequeñecerse ante columna, arco o basílica.
¿Por qué hundir la cabeza en locuciones extranjeras y arrugados mapas?
¿Por qué meter paisajes en una hambrienta cámara de un sólo ojo
ansioso de tragarse el mundo, monumento tras monumento?

En vez de recostarse en un café ignorando cómo se dice helado,
bajaré a donde el coffee shop y la camarera
conocida como Dot*. Me deslizaré en la corriente del periódico
matutino, las barreras del lenguaje destruidas,
los ríos del idioma fluyendo libremente, los huevos despachados sin problema.

Y tras el desayuno, no tendré que buscar a alguien
deseoso de fotografiarme rodeando con mi brazo al propietario.
No repasaré la factura ni registraré en un diario
qué tuve que comer y cómo incidía el sol en la ventana.
Basta con volver a subirse al coche

como si fuera el gran automóvil del mismísmo idioma inglés
y haciendo sonar mi cuerno vernáculo, acelerar
por una carretera que nunca me llevará a Roma, ni siquiera a Bolonia.