Poetas

Poesía de Chile

Poemas de Carlos Aránguiz

Carlos Aránguiz (Antofagasta, 18 de septiembre de 1953 – Rancagua, 3 de enero de 2021)1​2​ fue un abogado, juez y escritor chileno. Se desempeñó como ministro de la Corte Suprema de Chile entre 2014 y 2021, y como ministro de la Corte de Apelaciones de Rancagua entre 2001 y 2014. Como escritor publicó 9 obras, incluyendo novelas, cuentos y poesía.

Alevines

Alevines en un estanque de fibra
apenas moviéndose
no tienen que remontar las corrientes
ni burlar señuelos
no precisan buscar alimentos
cada cierto tiempo constante
la mano de Dios se asoma
por los agujeros
y les entrega por centímetro cuadrado
grumos de insectos.
(Dios es una cordillera
que recorre todos los continentes.
Compadezco a los agnósticos y ateos
que no pueden alzar los pies de la tierra).
Alevines son mis penas
y la mano de Dios tus caderas.

Injusticia justiciera

A tí te digo, tiempo acaudalado de días venturosos
que osas poner tu planta de oso en mi cristal
mira la cordillera (cualquier cordillera)
arrienda un viaje astral y empálate en su cumbre
como una bandera y divide los países tal cual lo hiciste
con mis amigos
haz sonar la mala digestión de los tambores y que el caramillo
de mi voz fecunda se apague ante el eco marcial
de tu monótona canción.
Después espárcete con los vientos de la altura
que sólo conocen la carne del halcón
dáles a comer la ceniza de los siglos
no te detengas a contemplar el festín
de los buitres en la llanura, atesora los días que te faltan
porque ni el tiempo se escapará del juicio final.
Te maldigo ahora, injusticia justiciera
que me quemas los dedos con tu pedernal de voces
estériles como la esperma de un niño
y me purificas el alma con el recuerdo de una vez
que fui un hombre elevado hasta la altura
y un prisionero en la cárcel de las llamas.

Rencor

La noche viene otra vez a golpear mi solitaria puerta
en el preciso instante en que soy más vulnerable.
Y aprieta sus nudillos de pólvora en la madera exhausta
como si no hubiera otro tiempo que el nocturno.
Hasta que sale a abrirle mi sentimiento de culpa
le muestra la escalera y con un gesto agrio
le indica que estoy seguramente en mi cuarto
esperando vencida ya toda resistencia tirado en el catre
o arrumbado en una esquina y esperando
puede ser que despierto en medio de un sueño esperando
siempre esperando que venga la noche a cumplir su rutina
oscura y serena de sellar la penumbra, recorrer
una y otra vez la herida abierta hasta mis lágrimas
sin darme la esperanza del olvido ni la treta
de escaparme hacia el fondo de las sábanas
porque ya no puedo vivir soportando que mi rencor
cobarde siga disfrazándose de noche y solapado
venga a golpear mi puerta sin misericordia todos los días,
sólo porque tuviste el valor de decirme que renunciabas
a ser el confín de mis últimas miserias.

La Gran Manzana

No en el segundo piso de ese almacén de chinos
de la Tercera Avenida próximo a las Naciones Unidas
donde pesaban la comida casera en una balanza arreglada
ni en la tienda de lentes ópticos de Broadway
en que los latinos hablaban sólo el inglés.
Tampoco en las Torres Gemelas donde el viento
se abrocha el impermeable en otoño
y usa bufanda de cachemira
para no irritar su garganta de mirlo
y su terrible voz de gato enfermo batiéndose
en los callejones de Wall Street.
Las veredas de la Gran Manzana están parchadas
como las de Santiago de Chile
y el asfalto tiene el mismo olor a miedo y a petróleo.
Yo andaba a tropezones, un tanto pasado de copas
mordiendo las vidrieras de algunas tiendas cerradas
cuando Dios me tomó por el brazo.
Bebimos unas cervezas en un cafetín barato del Soho
y nos fuimos caminando hacia el Norte
un poco borrachos y dicharacheros.
Me preguntó que cuándo había llegado
y yo quise preguntarle lo mismo
porque me di cuenta que no recordaba el momento
en que se había prendido de mi brazo.
Pero como él podía leer la mente me dijo:
«Estoy de paso y me marcho hacia el sur
de donde viniste. Hace tiempo que emigro
con los pájaros, persiguiendo al salmón en su retorno
inaudito a su yesca de alevín».
Conmovido lo invité a que entráramos en San Patricio
a encender una candela de a dólar pero me dijo
que no portaba ni un centavo y que hacía tiempo
no lo dejaban entrar en los templos
por su apariencia de pordiosero.
En la esquina de Madison y la Cincuenta
lo dejé esperando el bus de las seis.

Manhattan

Man-ha-ttan dice la perilla de mis sueños
cuando la gira Oscar Castro Zúñiga.
Y héme aquí, en la Atlántida reflotada del naufragio
en la punta del cometa desvanecido
como un carbón recién sacado de la mina
parado sobre unas piernas que me prestaron en la aduana.
No quería venir. Me obligaron las fisuras
de las placas subterráneas; me mandaron a poner orden
en este laberinto de edificios donde no cabe ya la luna.
Y aquí estoy, el último viajero de la sombra
viendo el horizonte vertical de las Torres Gemelas
arriar la postrer bandera de la tarde. El joven profesor
le dijo un día a mi padre en la plaza de Rancagua
que el futuro del mundo ya no está en juego
que el juicio final ya ocurrió y no escuchamos
las campanadas llamando a los últimos estrados.
Si el arcángel oyó mi ruego, estará bajando en la próxima tormenta
que se avecina por la bahía, entre Queens y Staten Island,
por donde entraron también los dioses subalternos
que reinaron hasta el instante del relámpago.
Mientras tanto, subo el cuello de mi abrigo:
no vaya a ser que por un resfrío no pueda soplar en la trompeta
a mí reservada desde el comienzo de los tiempos.

A la hora del lunch

A la hora del lunch los hombres se igualan
los estómagos se democratizan
los países se licúan bajo la acidez de la sangre
las voces se uniforman bajo los ruidos voraces
de los intestinos ávidos y los corazones
se abren como una sandía partida por un cuchillo.
A la hora del lunch desaparecen los fantasmas del Kremlin
y callan los ratones de la Casa Blanca.
Flaquean los discursos en las Naciones Unidas,
la lengua se habilita sólo para la fécula
y la garganta abre paso únicamente a los brebajes.
Las guerras se paralizan, el mundo discontinúa.
A la hora del lunch descansan los muertos
de los pesados rezos de los deudos
y de las flores asfixiantes del arrepentimiento.
A la hora del lunch se archivan los recuerdos
en estantes de cuero y el molinillo de las glándulas prepara
sus evangelios estomacales. A la hora del lunch
el amor ¡va a disputarle su almuerzo a los gusanos!

Quinta Avenida

¿Qué tienen en común la Quinta Avenida de Nueva York
y la calle Eusebio Ibar de Mañihuales? Los ciento veinte pisos
de altura entre el río y sus corrientes subterráneas.
La marea de estambre que trepa cada primavera
desde las narices del alba hasta la noche escarlata.
La gente que deambula, allá en potreros de cemento
y acá entre rascacielos de nubes, sin esperanza
en el ombligo prendida la última varazón de lluvias
desnuda la cabeza despreciada, los ojos fijos en la tierra
como si fuera la última ración de su cordura.
Los bolsillos vacíos, disputándole a la sombra
la tibia oscura compañía. Las manos frías aferradas
a la cerveza en lata o al porrón de vino turbio
frotando la soledad hasta encender la chispa breve
en el cerebro entumecido por inviernos de olvido.
La raya de tiza que recorre el vientre de Manhattan
es el azúcar que endulza el mate de la pampa
y el alga misteriosa que cubre la quirúrgica herida del Central Park
tiene el mismo verdor de los árboles de Viviana.
La Catedral de San Patricio que apuñala los edificios circundantes
con su cuchillo de torres puntiagudas es la capilla donde duermen
las cantarias descendientes del efluvio austral
y el Empire State el signo de los árboles transportados
como un falo de asfalto a los bosques de plástico,
y un monumento a la inutilidad de los poetas.
Desde arriba, todo es igual y predecible como la muerte
los tejados se mojan siempre cuando llueve
y los hombres se protegen bajo la misma cornisa
de asbesto o de nieve. Sólo Dios es diferente:
allá aparece de vez en cuando
cuando se cansa de vivir en Mañihuales.

Ocean Driver

En la costanera de Ocean Driver
pasan como una ráfaga los patinadores
y una modelo rubia como una cáscara de limón
corrige su traje frente al fotógrafo
que prepara la portada de una revista social.
El aire tibio se enrarece con la música
el mar se acomoda a la playa como un pañal
y los turistas desgastan las veredas
esperando la última ola antes del anochecer.
Sentado en la vereda siento la sal
de la mirada de Lot y en las hortensias del jardín
se acurruca un niño que bien puede llarmarse Nostalgia.
Apenas la noche derrama su copa de vino tinto
me calzo las botas de siete leguas de Julio Muñoz
y me largo a recorrer las avenidas ciceantes
de escarabajos contritos y al amanecer
desmadejo mis pasos para volver al mar
y estirando la vista sobre el océano hacia el sur
como una grúa deposito mi último pensamiento
en el país que creció hasta lo desconocido
en el día que llevo afuera.

Amazonas

Había fumado un paquete entero de cigarrillos
y el humo encima de mi cabeza parecía
el hongo mortal de los incendios del Amazonas.
Pero seguí bebiendo el dulce vino de los árboles
mi vaso arrimado a la corteza sangrante de la uva
mientras mi vecino de juerga tosía y me miraba
tímidamente como implorando una tregua
hasta que me volví hacia él y le torcí el cuello
con mi mirada de mal talante. No me importa -le dije-
que te moleste el humo de mi suerte echada.
Pero si insistes en mirarme con ese gesto de reproche,
vuelvo a matarte, Chico Méndez.

Queulat

Los cerros del Queulat miran desde arriba
como yo te miro ahora parado frente al lecho compartido.
Subo una pierna desde el norte y encuentro
la tuya por el sur. Abajo,
el ventisquero frágil reclina su cabeza
y veo la cabellera del magma
surcada por piojos de cuatro ruedas.
Unto mis ojos en el colirio de la niebla
y encuentro tu cara goteando la selva herida.
Con la yema de mis dedos enderezo
el espinazo del Queulat. Siento
el sonido a fritanga de la lluvia
el suave zumbido de un motor sobre las cimas.
La foresta se arrebola y en cada remolino de la bruma
el valle se aleja gritando el declive de las aguas
hacia la boca sedienta del mar burbujeante
que corcovea en el canal.
Entonces subo a la cama y todo mi cuerpo cubre
tu cuerpo dispuesto como la tierra seca
que recibe la lluvia de mis besos y en un instante
se agota como si la nieve de la almohada
no se derritiera y el camino del deseo soportara
una avalancha en el Queulat.

A propósito de la muerte de Teillier

No hablemos de poesía
abramos el pan
transfundamos la sangre de la parra
subidos a la mesa
hartémonos del queso fresco de las nubes
prestemos la piel a la tormenta.
Cada pétalo caído en el jardín de al lado
es el saludo
de los astros apagándose.
¿Por qué tendrán que morir los poetas?
¿Alguien no dijo que eran el blasón de la frontera?
¿Por qué los atesoran
la noche anterior a su partida
y los dejan sin la víspera
ni las despedidas?
En la Trapananda andan voces
bajo las higueras
los vasos llenos
sin una gota de poesía.
Sólo el pan y el vino
en la comunión de la palabra
y la mesa en que acostarnos
cuando no podamos seguir en pie.
La lluvia fragante y morena
de los bosques del sur
moja la hostia compartida
la sangre derramada
que se volverá a juntar
cada vez que dos o más poetas partan el pan
y beban el vino de su anónima
redención.

Poesía

Quisiera ser en mi verso
el trébol de cuatro hojas
y termino siendo el jardinero que cobra por metro cuadrado.
Me resisto a rebajar mi cuota de locura
aunque a nadie le importe.
Voy a decir una vez más algo que enardece a los poetas:
el vino y la poesía no son compatibles
es necesaria la completa lucidez de la locura.
Yo maldigo el día en que naciste
poesía
y me diste esta exasperante fama de huacho
dictándome
como una profesora de lenguas sin marido
palabras que sólo existen en el rincón oscuro de mi demencia
obligándome a escribir en el pizarrón de la calle
mi condena a no existir
a ofrecer cada día la pátena oblatoria
de las frases rotas a martillazos
cada tantos dolores.
Me humillaste con el chicote del adjetivo aleve
y me pusiste el bonete de porro
cuando exhibía algún verso corregido por Neruda
mientras tú salías con el bonito de la época
te paseabas del brazo con el primero
que conseguía un amigo en El Mercurio.

Osamentas

Ayer cavé en mi jardín
y quedaron al descubierto tus piernas
maduras
como la fruta de oferta.
Si hubiese movido la tierra otro poco
habría podido atrapar
la madriguera que las unía,
la dicha que las separaba.
Y no fue por falta de valor
sino de fe, amada mía.
Porque siempre habrán otras primaveras
para arnear el jardín de la esperanza
y en cambio yo me encuentro solo
ahora
en mi país
al fondo del patio
donde existen mausoleos
para cuidar la costra sangrante
del olvido.
Mientras se liberan tus huesos prisioneros
de la nieve sucia y la tierra fría
puedo jugar
con tu cabeza
que desenterré en el otoño
de ese mismo día.

Cordillera de la Costa

Los bosques estaban más al este
y los ojos astutos de los zorros
más al norte.
El venado todavía pisaba la hojarasca
andaba de prisa en los arbustos
olisqueando la hierba fresca
y espolvoreando su estiércol nervioso
en la tierra pura.
Los incendios eran fruto
de la pasión irrefrenable de las ramas.
No había otra pisada
que la huella leve del indígena
apenas posada sobre la estera
fresca de las hojas. Había tanto aire
en la mansión aérea de la ardilla
que los pájaros bajaban a la tierra
como habrían subido a las estrellas.
El círculo de ozono aún no dilataba
la pupila ardiente del planeta
y la piel silvestre de la fauna
no se enrojecía como los ojos del puma
ni se andaba cayendo a pedazos
en cada brinco y en cada muda;
no habían venido aún los acertijos
a disputarle la berma a los senderos,
los aserraderos se oían lejos
la madera era el alimento de la hormiga.
Los glaciares atrapados en el vértigo de la caída
a medio camino desmayaban
colgando de la roca sus intestinos albos
como ropa recién lavada.
La Cordillera de la Costa
fue largo tiempo el muro de la China
donde frenó su paso Atila.
Fue Alaska
era la Antártida
el nocedal de la burgundia.
Hasta que alguien robó la primera astilla
alguien abrió de una estocada
el vientre preñado de los bosques
y raspó el útero de la tierra
dejándole los ovarios
desangrados de virutas.
Vino entonces el gringo a mear en sus riberas
orina del Rhin, el Thames y el Sena.
Y la Cordillera de la Costa
es ahora
el patio abandonado de las ciudades
vejadas por la historia
la fosa séptica de un mundo estítico
que sólo a punta de laxantes
se libera.