Poetas

Poesía de España

Poemas de Carlos Barral

Carlos Barral Agesta, nacido en Barcelona el 2 de junio de 1928 y fallecido el 12 de diciembre de 1989, fue un poeta, editor y ocasional político español, destacando como figura central de la Generación del 50. Licenciado en Derecho en 1950, Barral emergió en la escena literaria catalana en español junto a figuras como Jaime Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. Su primer impacto fue con «Aguas reiteradas«, pero su obra alcanzó su plenitud con «Metropolitano«, «Usuras«, «Figuración y fuga«, e «Informe personal sobre el alba«.

Casado con Yvonne Hortet, su vida estuvo arraigada al mar y a Calafell, donde residía. Como editor, lideró la editorial Seix Barral, marcando una nueva dirección literaria y contribuyendo al boom latinoamericano al dar a conocer a autores como Vargas Llosa y Cortázar. En política, fue senador y parlamentario europeo por el PSC-PSOE. Su legado incluye una casa-museo en Calafell.

Barral se distinguió como memorialista con obras como «Años de penitencia«, «Los años sin excusa«, y «Cuando las horas veloces«. Su archivo, que resguarda correspondencia con destacadas figuras, reposa en la Biblioteca de Cataluña.

Su obra lírica abarca desde «Las aguas reiteradas» hasta «Lecciones de cosas«. Como novelista, destacó con «Penúltimos castigos«. Su contribución a la literatura y la cultura progresista se evidencia en su legado, perpetuado en su «Antología poética» y «Poesía completa«. Barral, más que un poeta, fue un arquitecto literario que moldeó la escena literaria española del siglo XX.

A veces

A veces cuando era
temprano todavía para verte
o cuando la ventana
se abría a la distancia y al sonido
de tanto hierro puesto y tanta arena
que cruje a tierra extraña en los caminos
remoto a la esperanza
me volvía a aquel sitio en que dejamos
las soledades juntas y las voces.

Te hallaba limitada
de corazón disperso y de alegría
por todos los costados y flotando
en la noche segura y abundante
que nunca se consuma.

Sin embargo a lo lejos
tan pronto me acogías con los nombres
de las cosas comunes, en sigilo
sentía que tu isla no estaba ya a mi alcance.

Entonces por entero
reincorporado al límite del cuerpo
volvía a la certeza de la espera.

Baño de doméstica

Entonces arrojaba
piedrecillas al agua jabonosa,
veía disolverse
la violada rúbrica de espuma,
bogar las islas y juntarse, envueltas
en un olor cordial o como un tibio
recuerdo de su risa.

¿Cuántas veces pudo ocurrir
lo que parece ahora tan extraño?
Debió de ser en tardes señaladas,
a la hora del sol,
cuando sestea la disciplina.

En seguida volvía
crujiendo en su uniforme almidonado
y miraba muy seria al habitante
que aún le sonreía
del otro lado de la tela metálica.

Vaciaba el barreño
sobre la grava del jardín.
Burbujas
en la velluda piel de los geranios…

Su espléndido desnudo,
al que las ramas rendían homenaje,
admitiré que sea
nada más que un recuerdo esteticista.
Pero me gustaría ser más joven
para poder imaginar
(pensando en la inminencia de otra cosa)
que era el vigor del pueblo soberano.

Fósiles

Sumérjase el alma un instante
en el árido mar del deseo
y surja falaz de su espuma
tu efigie de bronce

Agite la brisa a su soplo
tus negros y sueltos cabellos
y envuelta en su halago
la bruma de tu cuerpo.

Al blanco cuenco de tus blandas manos,
febril apoyo de mi ardiente frente,
al brillo rojo de tus labios finos
dulce caricia de mi boca torpe,
siempre soñada.

Tú que derramas sobre tu frente un bucle,
al inclinarse triste la cabeza,
tú, que amedrentas en tus ojos negros
la melancólica luz y el dulce brillo
la que en el cuello dilatas un sollozo,
y en los labios humedeces un suspiro.

Sincronía de suspiros blandos,
sabrosa de salobre, teñida de resol,
moldeada en la morena carne
de la virgen del arpegio dulce
y pastoral.

Gato ecuestre

¿Cuál de los dos, mi tigre, a quién celebran
las aristas de polvo, las lanzas habitadas
que destellan ventanas insurgentes
en la noche solemne de la proclamación?

¿A quién miran los ojos en la hierba peinada?
¿Para quién la sonrisa aduladora
en las sombras secretas del square
o la memoria hambrienta de los niños?

¿Cuál de los dos exhibe, cuál somete?
¿O acaso lo admirable es ser el bicho
extraordinario que muestra a quien lo doma
y esclaviza la zarpa civil que lo sujeta?

Pues por si acaso fuera en tu homenaje
baila.

Yérguete sobre los cuartos poderosos
la dorada testera propón a las estrellas,
enarca la ancha mano
y queda inmóvil.

Luna de agosto

Insistió en no acercarse demasiado,
temerosa de la intimidad caliente del esfuerzo,
pero los que pasaban
cerca con los varales y las pértigas
nos sonreían,
y sentía con orgullo su presencia
y que fuese mi prima (aún recuerdo
sus ojos en la linde
del círculo de luz, brillando
como unos ojos de animal nocturno).
Yo quería que viese
aquel vivo episodio de argonautas
que era mi propiedad, de mi experiencia:

Primero las antorchas,
la llama desigual de gasolina,
luego, súbitamente,
la luz del petromax, violenta,
haciendo restallar los colores, el brillo
de la escama pegada a las amuras,
y los hombres,
veinte tal vez, que intentan,
azuzándose a gritos,
mover el casco hacia la mar
que latía detrás como un espejo.

-Mira, ya arranca-.
Una espina de palos
que caen en el momento
preciso, y gime la madera y cantan
los garfios en cubierta.
Verde
esmeralda el agua
como menta al trasluz, y ellos
tensos como en un friso
segado por sus hojas, o trepando
desnudos mientras boga
suave olas adentro…

Luego, mientras la lancha se alejaba
se vieron cruzar cuerpos bajo el fanal,
músculos dilatados, armonía
física, y sentimos
que la brisa, como un objeto amable,
se apoderaba del lugar en que dejaron
una estela de huellas y carriles.
Miré a la altura de su voz. -¿Nos vamos?-
dijo, y la sombra azulada del cabello
la recortaba en una mueca triste.
Dulce.
Me conmovió que fuera
cosa de la naturaleza, como parte
de su incierto castillo de hermosura.
Pero ahora que la hermosura me parece
cosa de la naturaleza sin misterio,
pienso si no sería por contraste,
si estaría pensando en las medidas
de su gloria cercana, en los silencioa
de un atento aspirante al notariado
con zapatos lustrosos y un destino
decente…
Caminaba
despacio hacia la calle alborotada.
Las luces del festejo
brincaban en su blusa
como una gruesa sarta de abalorios.

Baño en cueros

Haberlo vivamente deseado y verlas
pisar el agua que la luna enturbia
y estarlas a mirar; los cuerpos blancos
romper la sombra del metal luciente
-desnudo universal, desnudo hasta la muerte-
y quedarse indeciso, en pie, en lo oscuro,
como un viejo marino sospechando un tiempo
súbitamente aventuroso, y, luego,
olvidando los restos de la cena triste
con guitarra y golletes salivosos,
entrar a carga de animal entero
llamado por el agua o por los cuerpos.

Corre hasta el filo castrador del frío,
agua como de espadas.
Las estatuas
se ablandan entre risas, en la espuma.

Primer amor

No lo supimos la primera vez;
lo extraño,
que lo hacía distinto de los sueños,
no estaba en ella, ni
en ser menos real,
más pálida y ausente,
humana donde el mórbido cuerpo imaginado.
Tampoco en la premura
de gestos que, al contrario,
habíamos fiado a maravilla
ni en las voces que nunca imaginamos
-«De un pueblecillo cerca de Jaén»,
decía, todavía en rosada
ropa interior,
como en un envoltorio de farmacia.
Y luego de rodillas,
cerca, sobre la cama
esquemática:
-«Ya ves,
a mis hermanos,
que están bien situados,
esa empresa…»
Y de pronto una parte
del cuerpo
próxima se imponía,
mostraba su imprevista materia
y hacía que nos olvidásemos de nosotros mismos,
y, como en un relámpago,
amásemos la realidad
y aquella dulce imperfección inmediata.

-«Mi madre con los años…»
Había unas cortinas de bordes oxidados
y un perchero
como las mecedoras del verano.
Pero un día
(aunque quizás el tiempo nos engañe
y sea sólo ahora) comprendimos,
supimos de aquel vértigo más hondo
que los minutos en secreto.
Era en las escaleras o en la sala:
aquel señor con aires oficiosos,
el mecánico verde todavía
de grasa, o el alumno,
no estábamos seguros, del colegio,
la gente que encontrábamos, los ojos
que hacían que miraban otra cosa.
Porque habíamos sido
cuidadosamente guardados del contagio,
meticulosamente preservados, y, un momento,
tiraba de nosotros el instinto
más fuerte, nos hacía
extrañamente solidarios.
Ciudad arriba, luego, en el camino
de forzoso regreso a la costumbre,
sentía vagamente -me parece-
algún alivio a mi respecto,
más amigas las cosas, menos prieta
la atención a mí mismo,
como si aquella sensación durase.
Y eso era todo, creo, era muy corto.
O tal vez algún día
escogía un camino sinuoso,
buscaba los repliegues
azules, las aceras
curvas,
donde los niños juegan a los naipes
a la luz de un comercio de ortopedia;
los cielos con alambre
y la humedad afectuosa
de las plazuelas apartadas.

Reino escondido

Avant cette époque… je ne vivais pas encore,
je végetais… ce fut alors que mon âme
commença à être susceptible d’impressions.

Casanova

No puedo recordar
por qué escogí aquel reino de ladrillo.
¿Por qué el rincón tan húmedo, la esquina
verde del corredor?
Sólo el terror pasaba, a veces
la insolente figura devorada
casi enseguida por la luz.
Estuve solo siempre, al menos
que yo recuerde. Cuando entró
me pareció descalza,
alta la piel desnuda en la agitada penumbra.

Los aires hasta arriba
se tiñeron de ella, y todo olía
a nocturno animal;
yo mismo era su olor, yo mismo
casi como su espuma.

Ya no volvió a pasar.
Quedó su cuerpo en mí, la certidumbre
por debajo de todos los vestidos.

Quebró las horas del no hacer,
sembró de miedo el mundo
instrumental y blanco, entre temores.