Poetas

Poesía de Guatemala

Poemas de Carlos Illescas

Carlos Illescas Hernández fue un poeta, ensayista y guionista guatemalteco nacido en 1918 y muerto en la Ciudad de México en 1998. Exiliado en México como resultado de las circunstancias políticas en su país de origen el año de 1954. Regresó a su país natal un año antes de morir, en 1997, sólo para recibir el reconocimiento de Guatemala por medio de la Orden Miguel Ángel Asturias que le fue entregada por el entonces presidente Álvaro Arzú. En México recibió el Premio Xavier Villaurrutia en 1983, por su poemario Usted es la culpable. En el país de su adopción, México, trabajó muchos años en Radio Universidad, como jefe de producción de la radiodifusora propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la que tuvo un desempeño muy destacado. También fue docente en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Trabajó asimismo como consejero y agregado de prensa de la Embajada de Guatemala en México.

Desordenado espejo

Sobre el cristal anuda la manzana
el ímpetu apagado de su goce;
acrece su medida si dilata
el color jubiloso mientras pone
su fina redondez en la balanza.
Debajo de su forma reconoce
la piel de la serpiente y el olvido,
donde enraiza la noche su gemido.

Reduce su mejilla al puro beso;
dentro la soledad se le desnuda
como un sorbo de carne amada al tiempo
de ser vuelo y memoria en la futura
sensación de una llama junto al fuego;
desordenado espejo a que se junta.
Y el fiel de la balanza desorbita
la celebrada forma de su vida.

A plena luz…

A plena luz. A hurto y sombra
ensayo a escribir tu nombre.
No acierto con las letras.
Vacilo en el aroma. Me iluminas,
su rosa trascendiendo.
¿Cuántas auroras morirán
antes, amor, de que termine,
ya ciego y loco, de escribir tu amante
amor o amor, acaso, amor,
a cambio de tu nombre, amor,
que olvido sin saber si lo recuerdo?

Arder sin cese

La soledad lleva tu nombre.
Tu sexo. La hierba. Mi persona.
Rumorea luces perdidas. Delira
y al soñar camina en llamas.
Alto destino arder sin cese.
Pero la soledad, tu soledad,
la mía, la de siempre. Toda.
Pero la soledad describe limbos
y memorias. Aturde ecos. Ondula.
Repite voces dilatadas
arpegiándote, modelando mano
de instantánea aparición y parte.
Eco ondulatorio como agua ciega;
esperanza de llegar a tierra,
mi soledad. La tuya, Mar dormido.
Su sensitivo diástole amoroso.
Más allá, en tierra. Soledad
sitiada por el cielo bajo, en sueños.
Se violentan ondas terrenales,
peticiones a la carne, el ruego,
como si ardieran, como si barca
o barro de ecos despertaran.
Palabra dormida, al fin; soledad
la miniatura pendiente, muros
en diástole a mitad del fuego
con saturados corazones polvorientos.
Como hierba, tu nombre. Olvido
volviendo el rostro hacia la sombra.
Tú y yo sobre el mundo. Dándonos,
huyendo hacia el claror arbóreo.
Su destreza signando ramas navegantes.
Y tú, nuevamente, como el mundo y yo.
Devotos ambos de fetiches azules,
mitad peces, mitad perros de hastío,
doblemente tristes al amarnos
y poblarnos con transparencias:
llagada soledad cautiva al aire
donde trazas soles y altas nubes.
Tu nombre va conmigo y me ensueñas,
pienso, asimilándome a surco llameante.
Detienes el reflejo entre dos pieles,
destilas mi frente sobre vasos
que fueron un día laborioso júbilo.
Me abandonas en tus costureros
mientras disecas cosas tristes
como soledad fugaz de la estación.
Me reiteras, dícesme nombres
aún países puntuales, tantas luces,
calles anegadas de pasos,
aquellos parques sensitivos. Laicos,
como nuestros corazones devorados
por ángeles oprimidos bajo una rosa.
Inquirido fantasma la flor celeste,
radiante hacia tu sien. Crepusculares
presencias sólo entrevistas en soledad.
a la hora del gemido nocturnal.
La soledad lleva tu nombre.
Y tú has olvidado el mío.

La noche

I. Persiste en el aire una herida
más grande que las cosas grandes.
Me busca. Me encuentra. Me abraza,
y al solazarse en la efusión,
¿lo digo?
me traspasa de ti.

II. La media noche en alto aún gemía.
Alguien preguntó por mí
tal vez por asustarme.
Logró al punto. Ahora
produzco entre visiones pétreas
voces lejanas con remar de dientes.
Sólo deseo, amor,
creerme entre tus sombras
ese alguien que me asusta
al preguntar por ti.

III. Alguien me disuade;
expresa su temor y me conmina.
Salto de la cama daga en mano
y busco al intruso.
No es nadie; es solamente
la telenovela del viento
en tanto un gato negro
crucifica mis ojos en los suyos.

IV. Hundida en un sollozo
la noche desmerece.
Lambisca sombras. Me divisa en ti
como si al anunciarse traspasase,
no su materia, mis tinieblas.
negros relámpagos escuchan
cómo nombro en tu cuerpo
otra noches cubiertas de cenizas,
tan llama aún como la aurora
en donde ardimos sin mirar la luz.

V. Rasgas la noche en muchas llagas,
una es luz yendo a su locura;
revelación de hormiga en ascua, aquélla;
más vaso irresoluto la siniestra;
y no la extrema, yo, a quien quisieras
preguntarle cómo puede
sin quejarse vivir bajo tu pie.

VI. Bajo la sombra mi relación
de líquida ventura es imagen
a tanta torre erguida
más allá de los sentidos,
sus adivinaciones altas.
La oscuridad, sobre plagarme
me destroza y desmigaja ego a ego,
soy cuento absurdo referido
por el tonelero ciego
remedado con afán euclidiano
por un señor en cuyas manos
el pan es daño con saudade.

VII. Soy palabra omitida
dice la piedra; sepultada
nadie escucha la dilatación
de sus rumores.
Soy sensación, nada
roída por la humedad
del fondo.
Me busco tantas veces
entre vetas demoradas;
menos en una:
temor de renacer.
a cuanto tú pudieras
delegarle al tiempo;
allí la piedra dice
palabras abolidas
por la luz anegada
con la sombra.

VIII. Si no te amara,
lo que se dice huraño corazón
debelado en cucarachas,
mi madre, siempre tan cercana,
invocaría la lepra para mí.
Y mi padre, siempre en la palabra,
sin más habría de elegirme
cerdos de gruñir bubónico
como bayaderas infinitamente
lamentables para amenizar
con sus encantos,¿oyes?,
los chiqueros de mi corazón.

IX. No me hagas caso, amor,
sin más apresta tus oídos
si te hablo en esperanza.
No me traduzcas al idioma
de asuntos abrumados de cordura:
mi persona no debe preocuparte;
salvo, dulcísima, al momento
en que tu olvido me devuelva
al fondo de la mar sin nombre
de donde no debí salir jamás.

X. En mí la noche emprende el viaje;
opción de ser sombría rosa o canto
a viejos continentes.
Ya sus guirnaldas omitidas, habla,
es dulce río su invidencia
al tentalear la piedra de mi espíritu.
Es flor. Al caminar se halla;
es tan feliz encuentro en sombras
jinetes traza para el viaje.
Ahí el perfume a sueño, el sueño;
ahí el sabor a noche, noche en vela.
Noche, pues, será narrarte
en un perpetuo paso cómo el alba
uncida a su materia,
es rosa de tu canto.

Mujeres

Tibias y poderosas,
salud en los molinos anhelantes;
aspas son, y luciérnagas,
misa del horno y la manzana.

Yo, cartógrafo en sus laúdes,
el mundo me destina
la forma de sus senos,
particulares, hoscos y gentiles.

Pesadilla

¿Acaso puse en los cielos nocturnos
las estrellas rutilantes,
en las aguas la simiente de los peces
y en los bosques la rabia de los árboles,
para que preguntes cómo he podido
incinerar mi corazón entre las urnas?
Hermanos, calcomanías, esteras, lobos,
pestañas, rojos retratos, vasos, postales,
mercaderes, horticultura, grises de humo,
pasos, nivel del alma, tornillos suspirantes,
quietud, incensarios bajo las lámparas.
¿Cómo puedes preguntar, entonces,
si tu corazón -festín de ratas-
yace incinerado y nadie lo redime?

¿Quién ha muerto?

¿Por qué mi alma vuela aún en pos de ti, oh prodigiosa?
¿Por qué al remover mis aguas emerge un brazo ciego,
armado con las armas del día y la profunda tristeza del mundo?
¿Por qué si nada existe ya fuera del círculo de fuego
mi alma aún te busca como sonda en un mar ilimitado?
¿Quién con mano osada levanta las cometas en el cielo
ignorando tus ojos de inocente transparencia donde yacen
el fin y el principio de la noche alarmada por los astros?
¿Quién busca entre tus vetas la pertinacia de los metales
que aduermen viejos ritos de nuestro amor ya sepultado?
¿Cómo y dónde hallar los recentales de cálido mugido,
unidos a tus pies, al otoño que tus pies dejaban
al segar la yerba del buen año y la respiración el mirlo?
¿Quién, entonces, ha muerto, oh prodigiosa, en las riberas
de lagos lúcidos, palomas propensas a desfallecer de ternura?
¿Acaso nuestra frente ha fallecido viviendo aún la tarde,
esplendiendo la aurora sobre la llama de un fantasma hosco?
¿Nuestras manos? ¿Los pies del tullido? ¿La prisa del jinete
que gana todavía la esperanza, en medio la batalla de los años?
¿Quién ha muerto aquí? ¿El lobo o el pastor? ¿Acaso la vigilia
de jardines episódicos, presos bajo el hierro del desengaño?

Recién casada

Las bestias se bebieron la champaña,
de rodillas, todas, con las copas llenas;
de uñas, todas, con los vasos rebosantes.
Tú, amor,
dulce hasta perderte en la inscripción
de este epitafio,
posabas los ojos en mí y sonreías
llorando cada gesto,
como si previeras mi muerte,
mi desesperación,
el adiós de quien te ha perdido.