Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Carlos Mastronardi

Carlos Mastronardi, poeta y ensayista argentino, nació el 7 de octubre de 1901 en Gualeguay, Entre Ríos. Influenciado por el simbolismo tardío, Mastronardi abordó la poesía como un ejercicio perfeccionable, destacándose en el paisajismo criollista con un lenguaje directo y una rica imaginería sensorial. Su obra más reconocida, «Conocimiento de la noche» (1937), revela su profunda conexión con la naturaleza y el interior argentino.

Desde su juventud, Mastronardi mostró inclinaciones artísticas, explorando la pintura y la escultura bajo la tutela de su padre. Durante sus años de estudiante en el Colegio del Uruguay, entabló amistades duraderas con figuras literarias como Juan Laurentino Ortiz, cuyas caminatas junto al río Gualeguay inspiraron su creatividad.

Tras incursionar en la Facultad de Derecho en Buenos Aires, Mastronardi abandonó sus estudios para dedicarse al periodismo y la literatura. Su participación en revistas literarias y su vínculo con destacados escritores de la época, como Jorge Luis Borges, lo consolidaron como una voz prominente en el ámbito cultural de la Argentina.

Mastronardi se distinguió por su activismo político, sumándose al Comité Irigoyenista de Intelectuales Jóvenes y participando en actividades literarias con el grupo de la revista Martín Fierro. A pesar de períodos oscuros y desafíos personales, su dedicación a la escritura nunca menguó, destacándose por su producción poética y ensayística.

La crítica y el reconocimiento llegaron con obras como «Valéry o la infinitud del método» (1955), por la cual recibió premios y distinciones. Su influencia se extendió a través de traducciones y colaboraciones en diversas publicaciones, dejando un legado perdurable en la literatura argentina.

El 5 de julio de 1976, Carlos Mastronardi falleció en Buenos Aires, dejando un vacío en el panorama literario argentino. Su obra perdura en el tiempo, y su poesía sigue resonando con la belleza y la profundidad de las vastas llanuras argentinas que tanto amaba.

La libreta de bolsillo

Las otras noches,
en la soledad del café,
después de hojear el diario y vaciar mi pocillo,
extraje, distraído, la pequeña libreta
en que anoto las direcciones
y los nombres de amigos y conocidos,
como se acostumbra en toda gran ciudad,
donde los signos, las útiles convenciones
sustituyen a los árboles y las estrellas
que orientan en el campo nuestros pasos.
Comprendí entonces que en la libreta auxiliar
pese a sus frías referencias, es mi concisa historia,
pero está vieja y colmada de señas
de modo que deberé reemplazarla
por si el porvenir aún me trae
personas o lugares agradables.

(Al principio con aire negligente
sin buscar nada preciso
y después con espíritu (ánimo) curioso).
Repasé sus viejas páginas,
escritas por mi mano y que conservan
informes? que asenté hace muchos años.
Estas hojas descoloridas y atestadas
ya no permite que el mundo irrumpa en ellas,
y si en verdad se agotaron antes que mi vida,
deberé acudir a otras,
por si algo me acontece todavía.
Mi lectura abarcaba muchos años,
y así pude dar con gentes inciertas,
como quien vuelve por un camino oscurecido.
Nombres casi olvidados, señas de casas
que visité sin dudas, hoy no me dicen nada:
quedan en el papel, no en la memoria.
(las retiene un papel?).

Aquí hay un Alberto Amable que se borró por completo;
quizá era el traficante de libros
que mantuvo trato conmigo
pero del que nada recobro,
y también doy con Laura,
la muchacha que anduvo por mis años
a quien yo saludaba y única,
hay apenas palabras sin imagen,
pues todo lo olvidé, y ni siquiera
me es dado reconstruir su rostro lejanísimo,
que se suma a este séquito de sombras.

Incluye mi lista un Abelardo;
pienso en aquel risueño condiscípulo.
Esto es cuanto persiste de aquel lejano amigo,
al que hace treinta años vi por última vez,
y de quien no recuerdo (retengo) ningún (rasgo) distinto,
salvo su fuerza y su audacia en el gimnasio,
cuando dejábamos las atentas clases.

Aquí hoy… no (recobro) otra cosa de aquel lejano amigo.
No sé quién puede ser este Julio insondable,
ahora convertido en inútil palabra;
sospecho que el excéntrico, estudioso muchacho,
que anduvo extintos reinos, brilló en antiguas guerras,
y aplicado a la historia, ensueño hereditario,
rechazó a la concreta joven que lo quería
pues se había enamorado de Diana de Poitiers.

Inocentes, precarios, distraídos y nostálgicos,
quienes están ausentes de mi vida
sin puñales me apagan y destruyen,
pues también su memoria, como es inevitable,
está llena de muertos insepultos.
Así, mientras repaso tantos nombres ociosos,
cuyos dueños salieron de mi ámbito,
pienso que unos son polvo pero que otros
perduran como intrusos en el mundo,
a la vez que vivientes (extinguidos),
desvanecidos, sueltos, vaporosos.

Nada puedo decir, tampoco, de Rolando,
de modo que deberé borra su nombre vano (inútil).
Algo vuelve de él, ya sé, queda alguna huella (algún rastro),
y es el hecho mortal que presenció en el campo,
cuando era el más alegre de la fiesta.
Recuerdo que furioso y absurdo en su justicia,
mató al caballo que arrastró una legua
a su agónica hermana (novia) pisoteada.
Sólo esa tarde negra, el resto se me escapa;
su voz y sus facciones de perdieron.
(Aquí hay gratas personas cuyos rumbos ignoro,
pero que muchas veces caminaron conmigo).

Residuos, letras vanas, precisiones sin nadie, amigos misteriosos.
Tendré que desecharlos cuando lleve
a una nueva libreta las señales
de los que reconozco y puedo ver. Entonces
quedarán muchas páginas en blanco,
tan despobladas como el presente del viejo.
Seré en ese momento el capitán que vuelve
de la batalla, y al frente de los suyos
hace, grave, la cuenta de las bajas.
Amigos invisibles y rostros olvidados,
cuántos sepulcros, digo, cavamos en nosotros.
Yo también seré un nombre sin sentido
en la libreta de otro, que algún día
habrá de suprimirme con una tachadura.

Algo que te concierne

De aquella tertulia lejana y amable
que ocurrió en Basilea o quizás en Bolonia,
una noche generosa
en rostros, en palabras, en señores insignes
que el ocaso juntó por un momento,
todo se ha borrado,
como si las vidas y las circunstancias
y esa misma noche brillante
no fueran otra cosa
que la trama deshecha de un sueño
tejida por un dios que nos devora
y que en aire y en humo se complace en
[plasmarnos.
Así, d ese encuentro de sombras corteses,
tan incierto que ya no recuerdo su lugar ni
[su tiempo,
y cuya condición menguante
es la de todo aquello que se funda en las formas,
en los acuerdos exteriores,
no en el completo don que nos construye,
nada me queda, nada sobrevive,
excepto tu pensado rostro.

Puesto que de fervor está hecha la sustancia
de cuanto existe, de aquellas vagas horas
en que sin verse se rozaron muchos,
solo recobro una persona clara,
y así vuelve a ser vivido el momento remoto
que busco y que persigo con palabras:
entre un fulgor de vasos y perdidos
en la sensible música que engendras,
unos mansos fantasmas, acaso sin saberlo,
se estaban despidiendo para siempre.

Bien lo comprendes: la dispersión propia de un
[sueño;
sin embargo, no es todo un callado naufragio
porque la realidad con tu recuerdo empieza.
Se apagaron los hombres y las luces,
pero una luz más firme le concede
continuidad al alma retraída
y una fiesta más en mí perdura.

Ahora, en la quietud de la alta noche
bebo el café y doy con una página
donde leo que el Amor filosofa,
porque el eros, a diferencia del ignaro,
busca lo que le falta,
sospecha claridades que están lejos
y pide esencialmente la belleza.
Dejo el antiguo texto. Es tarde. Me devuelven
[al mundo
el poder solitario de la noche
y el viento que en los árboles insiste.
Ya han de andar las abejas sobre jardines jónicos.
Me olvida y calla el tiempo
bajo el círculo claro de la serena lámpara.
Yo escribo que te quiero.

Semejante a una ternura antigua
regresa el habitual carro del alba,
como si fuera el eslabón que salva
la persistencia, el orden de este mundo.
La ciudad duerme bajo la lenta lluvia.
Suena un vago reloj en el piso de arriba.
Vuelvo a mí mismo, a verte.

Mother o la vejez

Zaguán sin cartas. Nadie acude.
Al piano, un vals que bailó el 900. Toca ese
vals, curvada y mínima sobre el teclado.
Disgregación general. Maleza en los patios.
Objetos sin dueño.
Como en la infancia: nada tiene sentido.

Sabor de Buenos Aires

Anduve solo y perdido
en la neblina del barrio.
Cuando en cada café y en cada esquina
se me ganaba al corazón un tango.

Buscando sabor de Buenos Aires
pasé por unas calles que hoy cambiaron
y en los mismos cafés vi hombres solitarios
que de su juventud vinieron con sombreros,
y así no más quedaron
leyendo un viejo diario.

Sentí todo el sabor de Buenos Aires
llegando del pasado
caminando por las calles de recuerdos palpitantes
y en un umbral, sentado, igual que antes
oyendo un viejo tango,
vi un hombre silencio;
callado, parecía misterioso
cantando, era el patrón de Buenos Aires.

Bajo la rosa china

Un tronco seco ablandado por dos almohadones nos invita. Y buscamos. Podemos seguir el trazo de las ramas bajo el cielo. El sol construye su propio laberinto tras el filtro de las hojas. Si suena, el chistido seco de un colibrí nos habrá puesto cerca de la posibilidad de otro recorrido. Este vagabundeo con la imaginación elegirá hacer pie en las hojas, en las alas, en la luz. O puede detener su mirada en el gatito que dedica ingentes esfuerzos a perseguir su propia cola.

Que el gato encuentre su rabito y lo muerda es tan inmediato como la sorpresa dolida con la que se suelta. Pero pocos segundos después olvida o juega a que olvida y vuelve a correr tras de sí. Nosotros pasaremos los días en la misma ronda de encuentros de luz, mordidas de ramas y colibríes de olvido.

Quizás aquí, Bajo la rosa china, experimentemos algo de ello.

Versos donde aparece una alegría

Albor primero vino a despertarme.
La mañana mansita entró a mi pieza.
Aquí está reluciente y conmovida
como una absolución, el alma intensa.

Añejas devociones voy cruzando.
Oran por mí las santas arboledas.
Nuevo como quien viene de un cariño
desando mi existencia y mis callejas.

Crece como una luna mi silencio…
Los minutos más viejos están cerca.
Asoma mi niñez sobre las tapias…
¿A quién le pido un canto en la hora espléndida?

Adversus poeta I

En mangas de camisa, el ojo intenso
y huracanado el pelo,
con un empeño cuyo fin no es otro
que sobornar el tiempo venidero y reducirlo
(para imponerle una imperiosa imagen)
a una imagen, quebrando así la norma
de hierro que lo tiene aprisionado
cumple la empresa de Ícaro,
y su querer desmesurado borra
la triste sucesión, que nos disuelve
(la triste realidad, con inocencia)
vela en la noche laboriosa y larga
feliz y cierta de que se confronta
(en la feliz certeza)
con todas las edades, así dispuesto
tiende a olvidar su condición precaria,
trabaja en unas sombras, las ordena
(con) prolijo deleite, y obstinado
suda su dios con dicha persistente.

…anhela convertir sus pobres sueños
en cuerpo vivo, en ser invulnerable…

…como queriendo
engañar a la muerte con ritos y palabras
…se aparta
de la sencilla gente que se aviene
al orden natural de las cosas

…una grata quimera, un deseado fantasma

…una insaciable sombra que pretende
ir más allá de lo que puede un hombre,

…locos felices que esperan todo
del mañana invisible y caprichoso.

…pues majestuoso y grave se dedica
a (construir) las burbujas que sin tregua
arroja satisfecho hacia el futuro.

…los domina un delirio que las almas
humildes y sensatas no comparten…

…el dichoso insensato que se afana
por conquistar los vagos reinos (imperios) donde nunca
(someter inciertos países)
pondrá el pie…

Afianzado, exultante en su demencia
—un desvarío que todo lo organiza—

Serenata

Te quiero a lo Machado (como Manuel). No temas,
no buscará mi anhelo tu espectro desasido
por el pueblo nocturno donde arraiga el ladrido,
junto al rancho que esconde tus soñadas diademas.

Tiemblan perdidas luces. El cielo fue inclinado
por esta sombra amiga de mis noches de amante.
Vuelvo a tu senda y sufro la tiniebla; no obstante
he llegado. Aquí estoy. No estás pero he llegado.

Manuel solía quedar inmóvil sin voz,
sus ojos como absortos, sus noches como ruinas,
pero los dos murieron ricos de amor. Caminas
hacia mí? Reaparece la luna y baila un Dios.

Si mi boca es solícita pueden venir las aves;
con flores he inventando muchachas a mi pena.
Soy yo quien te conoce, soy yo quien te serena
de mi duelo; no temas, la música lo sabe.

Vuelan como pájaros mis reinos cuando canto;
mas si fuera en el día aún menos los verías:
los astros son las alas. No sé si volverías
si el plazo diese el año. Tal vez no te amo tanto.

Con sus largos silencios los ángeles predican;
la soledad desune los rostros decaídos,
juegan gozosas flores, el muro alza maullidos,
y siempre están los sueños que nunca se dedican.

Sal ya, vámonos juntos, líbrame del castigo
recóndito de amarte. Como arroyo que brilla
con la luna, en tus ojos yo quiero ver Mansilla.
De niño yo decía: “Abre las alas, ven conmigo”.

Vayamos como a un viaje que nunca emprenderemos,
con sombras navegadas que alegres contemplamos.
Las sombras corren vívidas… sólo nosotros… ¡vamos!
Adiós, ciudad incógnita. Ya nunca volveremos.

Ya nunca volveremos. Un pájaro te viste,
ya sol es la mañana, ya nada será cierto;
tus ojos tan cercanos, como la luna, han muerto.
No asomaste, no sabes que anoche estuvo triste.

Recuerdos de un provinciano

Fragmento.
Capítulo III

En aquellos lejanos días, mis paseos no respondían a ninguna voluntad de ofrenda. Por imperio de la edad, todo era juego desaprensivo y contemplación gratuita. El 7 de octubre de 1910, hacia el anochecer, miré el cielo apagado. Mis ojos se detuvieron en su luz purísima. Había llovido por la mañana, pero las nubes, al apartarse, dejaban ver el azul delicado de la altura. Aquel cielo me atrajo como si fuera la intimidad de una persona extraordinaria y remota. El suave color del espacio se fue borrando en la hora fría, pero de alguna manera persiste en mí. Como era el día de mi cumpleaños, y acababa de recibir un telegrama congratulatorio de mis padres, que estaban en Buenos Aires, y como el agasajo acentuaba mi nostalgia, ese antiguo crepúsculo se fijó en la memoria de su testigo. Desde un patio, sí, como quien advierte por primera vez que la caducidad y la hermosura van juntas, miré el cielo mortecino de aquel 7 de octubre.

Unos meses antes había mirado el cometa Halley, visitante celeste que me despertó durante dos o tres madrugadas. En efecto, se me llamaba en la alta noche para que lo viera, pues no otra cosa quería mi curiosidad, mi afición a lo prodigioso. Esa presencia astral me lleva a pensar en los inviernos de antes, de los cuales nos defendía un brasero de bronce –lo rodeaba una vasta circunferencia de madera donde descansaron mis pies– en cuya hondura el fuego era vívido y alegre.

En los hermosos días me era dado ganar la fronda y conocer las afueras. Con otros chicos, una fresca tarde de verano, pasé frente a una casa que estaba en el linde del pueblo; a través del alambrado vi un viejo caballo blanco que pacía en el traspatio agreste. Causaba la impresión de haber quedado allí para siempre, como si ningún poder humano o divino pudiese perturbarlo. No lejos del animal inmóvil estaba sentado un hombre de edad…

Soledad

Aspiro el ramillete de los años
Y siento que estoy muerto en cada olvido.
Mis apariencias todas se gastaron
Alguien se iba de mi crepúsculo…
En mis tiempos marchitos hubo puertos,
Y pañuelos vehementes se alejaron…
desconocidas gentes han partido
del fondo de mi ser ya devastado.
Me quedé en la efusión de cada abrazo
y en los adioses layos y secretos.
De improviso me vi como un extraño
con mi presencia inexplicable y sola
Lo ausente habla un idioma que no alcanzo.
Inútilmente dóblanse las tardes …
Nos vamos deshaciendo en los olvidos,
ya dispersé el recuerdo como un ramo.