Poetas

Poesía de España

Poemas de Carlos Sahagún

Carlos Sahagún Beltrán (1938-2015), poeta español, figura destacada de la generación de los 50, dejó una huella poética profunda. Nacido en Onil, Alicante, Sahagún se consagró en 1957 con el Premio Adonáis por «Profecías del agua». Su periplo educativo lo llevó a Madrid, donde se inmersión en Filosofía y Letras, culminando con una licenciatura en Filología Románica en 1959.

La poesía de Sahagún se entreteje con la intimidad elegíaca y la reflexión social. Su participación en la generación de los 50, destacada en antologías, lo sitúa junto a nombres como Claudio Rodríguez y Ángel González. El tema recurrente de la infancia, vinculado a la posguerra, se torna metáfora de la condición humana en su obra.

Además de su destreza lírica, Sahagún fue un erudito traductor, llevando a la lengua castellana obras de E. C. Riley y Shelley. Comprometido con la defensa de los hispanohablantes catalanes, participó en el Manifiesto de los 2.300. Su legado incluye un inédito en catalán, «Espai i exili«, explorando el declive existencial como sendero de cenizas hacia la nada.

Carlos Sahagún cosechó prestigiosos premios a lo largo de su carrera, como el Adonáis (1957), Boscán (1960), Juan Ramón Jiménez (1974) y el Nacional de Poesía (1980). Su colección «Primer y último oficio» (1979) se erige como obra maestra que recibió el reconocimiento tanto a nivel provincial como nacional.

Este poeta, cuya pluma resonó en premios y almas, nos legó un corpus poético que trasciende el tiempo, explorando la esencia humana a través de versos que aún susurran en la memoria literaria española.

A estas horas

En las bocas del metro nadie espera
a nadie. Solamente se ven manos,
extremidades mutiladas. Bajo
la tierra se oyen trenes y zozobras,
se oyen detonaciones donde brilla
un momento tu ausencia y mi infortunio.
Nada, por lo demás, ha variado.
El tiempo sigue siendo un puente oscuro,
metálico, insalvable, o cierta música
que a mis espaldas dura destejiéndose.
Y tú, la anunciadora del otoño,
ya no podrás perderte en esta niebla.

Desde la torre un centinela aguarda,
traza señales bien visibles, siente
el perezoso ritmo de tus pasos
por la senda de las indecisiones.

¿A qué otro techo para refugiarte?
Yo mismo, oh muerte, soy tu propia casa.

Árbol en Galdar

Inútil experiencia
de libertad, el drago
irrumpe sometido
al cemento. Raíces
fascinantes o tercas,
pura ansiedad vencida,
quien buscó la palabra
que acompaña, quien hizo
de su pasado inmóvil
un ademán de entrega,
hoy no pide otra cosa
sino silencio, y palpa
la piedra ya, los muros
impenetrables, hoscos,
y hacia los cielos libres
renace extraño, insomne,
proponiendo la vida
desde sus propias ruinas.

Claridad del día

Te digo que ésta ha sido la primera
vez que amé. Si la tierra que ahora pisas
se hundiera con nosotros, si aquel río
que nos vigila detuviera el paso,
sabrías que es verdad, que te he buscado
desde niño en las piedras, en el agua
de aquella fuente de mi plaza. Tú,
tan flor, tan luz de primavera, dime,
dime que no es mentira este milagro,
la multiplicación de mi alegría,
los panes y los peces de tu pecho.
Contéstame. No quiero hablar yo solo,
estar -yo solo- alegre. Te amo. ¡Fuego,
la mañana hace fuego y nos golpea
los corazones! Levantémoslos
arriba, siempre arriba. Alguien nos lleva,
alguna mano pura nos empuja.
Aire en el aire, iremos a aquel monte.
Cristal en el cristal más limpio, un día
nos miraremos hasta emocionarnos.
Y ya lo estamos como nunca. Dame
la mano. Si me dices que eche al río
mis versos, yo los echaré, si quieres
que arranque aquella flor y te la traiga,
te la traeré. Pero anda, ven conmigo.
¿Ves un pinar allá a lo lejos? Vamos.
Ya todo es nuestro: el buen camino, el árbol,
la generosa claridad del día.

Cuerpo desnudo

«…muchas veces me pregunto
qué hacíamos tú y yo antes de querernos…»

Y vienes y te quedas
blanca, casi de mármol,
como un escalón puro para subir a Dios.

No sé qué hacer, dónde buscar
mis palabras más verdaderas, cómo decirte
que llevo en la mirada reflejado tu pecho,
y los brazos me caen, como en derribo,
al verte aquí, a mi lado, morena, lejos siempre.
Voy hacia ti como hacia el mar, despliego
las velas, ay, las alas de mi infancia,
veloz mi corazón cruza la arena,
se me dobla el dolor, te miro
toda de agua navegable, toda
pequeña,
como una estrella húmeda y parada.

Rodeado de naranjos, asombrándome
de ver los pájaros de oro,
era yo niño, comí
pan duro entre las manos vivas de mi madre,
y los zapatos rotos me hacían sentir la tierra,
mientras la tierra iba levantándome a hombre sin
remedio.
Quisiera haberte visto entonces, cuando
las calles bombardeadas. Ven,
dame la mano, sube
conmigo al monte negro de la pena.
Dame la mano, dime
si he de morir, si voy a ser eterno,
déjame repartirte como un pan por mis brazos.
Pero qué importa, ya que importa,
ya para qué acordarme, si hoy te quedas
desnuda, inmóvil,
si hoy has crecido tanto
que olvido y rompo aquella infancia de humo
y voy a ti en silencio como un rayo de luz.

Insomnio

Insaciable,
entré en tu edad madura, en la maleza,
busqué el tenso bambú, la carne cimbreante,
con el designio de un tardío acoso,
y como el sueño no era sino un viaje
cuyo mayor dolor es el regreso,
hacia la tapia fulgurante y ciega
acompañé tu imagen, sufrí su maleficio,
oh misteriosa y húmeda concavidad vacía,
cuerpo más que la aurora vacilante,
desolación para los que esperábamos,
tras noches de ansiedad, siglos de entrega.

Lluvia en la noche

A veces voy por un camino,
y el aire huele a lluvia,
y pasa un niño abandonado y llora,
como si recordara los árboles en sombra,
los pasillos en sombra, los juguetes
que se perdieron en un pozo.
Pero yo voy por el camino blanco,
y el camino se alarga, como el miedo a estar vivo.
El cielo Se ha puesto grande, igual que el techo de los palacios.
Nadie se vuelva atrás: estamos
ante la noche, al raso, puros,
lavados por el agua que vino de tan lejos.
y la ciudad se ha hundido como un barco en desgracia.
y ya no queda nada…

He vuelto a creer en Dios,
y en las puertas cerradas, y el humo, y el milagro.
Tengo fe en el camino que se pierde,
con sus piedras y sus matas secas,
y de nuevo sus piedras, y la lluvia,
y todo lo que es ruina y desamparo.

Tengo fe en el camino y en las catedrales de Dios,
y alzo los ojos para hablarle,
y la lluvia, entonces, me da en los ojos, y
Dios no está aquí, pero está aquí. Y avanzo.

Vegetales

Estamos en el bosque,
amor mío,
en la espesura de los años
vividos duramente
bajo la tiranía de las frondas,
en situación de seres vegetales.
Entre tú y yo el silencio
se mueve apenas,
su involuntaria brisa comunica los troncos
y, sin palabras, las raíces
inician la aventura
de la espera anhelante: pasa
por nuestro sueño un leñador amigo
desbrozando la noche,
abriendo para siempre el camino del alba.

Renuncio a morir

Era el otoño y la hoja de aquel árbol
temblaba. También yo, también nosotros
teníamos un temblor nuevo, una nueva
y enfebrecida tarde. Como el mar
que rompe hacia las rocas y las vence,
así eras tú, estudiante. Conocía
tu soledad, tu cuerpo, desde antes
de ver tu cuerpo y ver tu soledad.
« ¿Estudias mucho? » «Estudio poco.» «¿Vives
poco?» « No, vivo mucho.» Parecía
que tus palabras me arrastraban, era
todo tan nuestro de verdad, tan bello
de verdad, tan sencillo. Me acordaba
de aquel niño lejano que aún creía
en Dios, en sus milagros. (Madre, madre,
un día vendrá Dios hasta los pobres
y hará justicia.) Mientras, era el campo,
fijamente mirábamos el campo
verde, universitario, lentamente
se humedecía la yerba. Era de oro
la hoja del árbol y temblaba, era
no sé de qué tu corazón y abría
sus puertas a la yerba verde y húmeda.
Náufragos del jardín, resucitábamos,
llegábamos a amarnos, me perdía,
me salvaba, dudé, toqué las llagas
de aquel paisaje con los dedos como
se toca un árbol, una flor, un cuerpo:
para creer. Olía a vida. Se
respiraba la vida. De repente
alguien, el viento, nos dejó sin libros,
nos hizo dioses. Y quedamos solos,
frente a frente, mirando aquellos campos
solitarios, y libres, y vencidos,
a nuestros pies. Podía renunciarse
a morir ante aquel milagro. «Pero
¿me escuchas, me comprendes, vas conmigo?»

Era el otoño y la hoja de aquel árbol,
que era de oro de verdad, temblaba.