Poetas

Poesía de México

Poemas de Claudia Hernández de Valle Arizpe

Claudia Hernández de Valle Arizpe (1963) es una figura destacada en la literatura mexicana contemporánea. Con una formación en lenguas y literatura hispánicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), esta prolífica autora ha dejado una huella indeleble en el mundo de la poesía y el ensayo. Su obra, caracterizada por su profundidad y riqueza lingüística, ha merecido numerosos reconocimientos y ha transcendido fronteras, siendo traducida a varios idiomas.

Hernández de Valle Arizpe ha publicado un impresionante total de doce libros de poesía y cinco de ensayo, tres de los cuales coescribió. Su libro «Deshielo» le valió el prestigioso Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta en 1997, destacando su capacidad para explorar las complejidades de la existencia humana a través de la poesía.

Sus poemas han trascendido las fronteras de México, apareciendo en antologías tanto en su país natal como en el extranjero. Las traducciones al inglés, francés, neerlandés y chino mandarín han permitido que su voz poética llegue a audiencias globales, consolidando su estatus como una autora de renombre internacional.

Entre sus logros notables, se encuentra el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines para Obra Publicada en 2010 por su obra «Perros muy azules«, que también fue publicada en República Dominicana. Además, ganó el VII Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz en 2015 con su poesía «A salvo de la destrucción«.

Claudia Hernández de Valle Arizpe ha contribuido no solo como escritora sino también como tutora de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) en poesía, y como Coordinadora Cultural de La Casa del Poeta «Ramón López Velarde» en la Ciudad de México. Su participación como miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y su labor como maestra en diversos centros académicos subrayan su impacto en la literatura contemporánea.

A lo largo de su carrera, Claudia Hernández de Valle Arizpe ha demostrado ser una voz influyente y versátil en la literatura mexicana, explorando temas profundos y actuales con una destreza poética que cautiva a sus lectores. Su obra, que incluye libros notables como «Sin biografía«, «Ninguna foto es fija«, y «Luz clave«, sigue enriqueciendo la escena literaria y es una invitación a sumergirse en las complejidades de la existencia a través de su lenguaje magistral.

Hemicránea

I

Vieja y alta, espigada torre es la culpa
donde la ventana del domingo es la más terrible.
Con los ojos sobre una fuente que desmenuzas
ni la orquesta te tranquiliza.
Tu cabeza sigue allí y quiere que ardan
los bejucos de la casa materna.
¿Cuánto vale el cuadro que compraste?
¿Para qué sirve un aumento en la fábrica?
Los domingos en la calle no son peores
que los domingos en tu casa.
Oyes el trajín de las mujeres en la azotea;
puedes mirar la suela de madera de sus zapatos
mientras tienden la ropa. Es blanca toda,
blanca la voz de los niños que juegan
en el piso de arriba, sobre alfombras tan rojas
como el vino tinto que te prohibieron.
Blanco es, también, el dolor que parte tu cabeza.

Tapones de cera dorada contra el ruidoso
pecho del ascensor. Tapones de cera
para no escuchar el martilleo de tu corazón.

II

Se deshoja cada libro que leo. Lo rompen mis ojos.
Ayer la perra se comió Noche y día.
Una mañana para tres páginas, la tarde en blanco
y luego el deseo de oscuridad en mi cabeza.
Marismas afuera y olmos al pie de la ventana
configuran las primeras sombras del dolor.
Digo taza y musculatura. Digo salmón, sangre, anzuelo.
Pienso un bombardeo sobre las tejas
mientras la lluvia cae sobre el cemento
en su diario oficio de olvidar.
Mis manos tienen la estatura del cuerpo
y alargan sus raíces como las venas de la fronda.
En otoño desciende a mi cama su follaje
y logro pensar en la noche;
bastan cuatro punzadas en las sienes.
Bajo el hierro de un yelmo y de su frío,
las voces son eco y la luz ojal de ciego.

III

Sobre la tierra mojada se descomponen señales:
el temblor del agua,
las fauces del mango en mi bastón:
su marfil traído de Africa
en un ir y venir de trenes imprecisos.

La oscuridad me devuelve el rostro de mi padre
cuando descifra los ruidos que llegan de un circo.
A mí nadie pudo retratarme bajo el tiempo
en que hablaba con los pájaros
en una lengua que no era suya ni mía.

La luz de la madrugada es como el cuerpo
de la enfermera. Me gusta tocarla con guantes.
Ninguna otra piel recubre mis dedos
al momento de hundirse en las vísceras
del pescado que desmenuzo para la cena.
En mis sienes y en la línea
que divide los hemisferios del cráneo
destilan veneno sus rosas espirales.
Podar con ungüento la carne, como se podan
las palabras en el arbusto del lenguaje.

Y sin embargo no hay remedio.
A su paso no queda rumor de las abejas
o de otras joyas en la tinta del corazón.
(Ninguna huella de aquel cúmulo de rosas).
Y así como no hay espejo
en la boca abierta del ciego
ni piedad en la sábila llena de luz,
cuando ella aparece
cierran sus ojos los árboles
y el viento decapita sus frondas.

Solo

Con su orificio apuntando hacia afuera
sale de mi boca el cañón del fusil.
Soy como la mujer de la pantalla:
eléctrico y virtual.
Si me voy ahora podré regresar después.
Quizá cuando comiences a extrañarme
y te diga que me he ido,
vengas por mí.
Entonces me haría visible
con las balas que perforaron pulmón y estómago
y otras, muy frías, cuello, ingles, cabeza.
Y lo mío no será de nadie, ya ves, lo que pregoné,
lo que hice, lo que sabía, lo que tanto me gustaba:
las noches acompañado. Mis recuerdos,
tus planes, todo se lo comerá el acero.
Qué tragedia, van a gritar; y yo, cadáver:
feo, hermoso, listo, imbécil, qué importar.
¿Mataste alguna vez? ¿Lo has intentado?
Dispara, me dice la mujer de la pantalla.
¿O es que en verdad no te atreves?

Todo lo que erosiona

Pero todo lo que se ama se hace
enigmático, se vuelve incomprensible.
María Zambrano

Sé que sólo puedo contar mi historia
pero me obstino en la biografía de los árboles.
Qué pasaría si olvidara, de memoria,
todo el pasado y no pudiera verme
en la euforia de este minuto;
en su fasto amarillo
que me celebra.
Seguiría quedando
mi rostro
y en sus caminos y surcos,
reconocible para los otros,
una biografía incierta.
Creo en la biografía de las piedras.
Todo lo que erosiona deja huella.
Y quizá las palabras nos lleguen tan sólo
para preguntar a quien no puede
respondernos.
Miro la nacionalidad
de lo que no tiene territorio
sino puro silencio
como la voz del agua en todas sus formas
y en esa larga lista de maravillas,
apenas quepo.
¿Y por qué, entonces, la palabra?
El rostro es la palabra
y el rostro es el cuerpo.
Todo tiene un rostro.

Bruselas

Su cuerpo es el mapa de una memoria
que comienza a equivocarse.

La miro desde arriba:
su espina dorsal
sus órganos
las verdes ramificaciones que la tejen.
Estando lejos ahora
no importa si la estatua de dios
medía dos metros de largo;
sólo veo el brillo de esos pies
que los turistas frotan para volver,
o el fulgor de los ojos de Vivianne
rasgados por el odio;
su nuca gris reflejada en el espejo
mientras me cuenta: “Dejó de amarme.
Mi marido quiere a un muchacho
que podría ser su hijo”.

La ciudad es el cuerpo de un deseo
que sobrevive.

Qué importa en dónde se detiene
el tranvía de la Brugmann
si lo que dejó es el correr de las piedras
bajo el agua
y su cielo sin intermediarios, al bajarme.
O como aguja que atraviesa la superficie,
la tela blanca del día
cuando salgo al balcón
y de inmediato unas gaviotas se me abalanzan.

Cerrar los ojos o abrirlos
da igual en este caso
porque no busco la nitidez de los recuerdos
sino sus batallas.

Qué importa el piso del hotel al que fuimos
para ver nuestra ciudad desde otro ángulo
si lo que permanece es tu cuerpo en el cristal
y luego tus ojos en mi cara.

Tampoco importa el final de este poema.
Sólo sus cables cargados de historia;
su negro reumatismo hablándome despacio

del parque donde los versos de Yourcenar
parecen recortes de periódico
olvidados sobre el cemento;
de la espera de Gottfried Benn
cuando sale del hospital donde trabaja
en la zona de los estanques;
del jardín que James Ensor elige para la siesta
con langostas, una máscara de carnaval
y un par de coles decrépitas;
de la Torre Negra de Santa Catarina
cercada por mendigos del invierno
y carruseles de animales fantásticos.

Cables que recorren sitios
como a nuestro cuerpo, arterias.

Parque Forest

Ecuatoriano en un sector
español en el otro
marroquí en su explanada central.
Cada flanco una lengua diferente,
una comida distinta, un juego
para éste o aquel: allá el tenis,
aquí el futbol.
Venta de empanadas con azúcar
en el mismo lugar donde hace días
unos inmigrantes mataron a otro.
Ayer llegó la madre desde Quito
a recoger el cadáver.
Hoy domingo una familia come
berenjenas en caldo de tomate.
Con túnicas negras de la cabeza a los pies,
me sonríen las mujeres cuando me detengo
a ver su mantel y sus ollas sobre el césped.
Respira, respiro, y a lo lejos,
detrás de una loma, en el ala norte,
tres muchachas desnudas toman el sol.
En la senda más lóbrega
una pareja de viejos cecea
su eterna queja por este clima
y su odio hacia los moros “que están en todas partes”.
Entre las ramas de los tilos
el despropósito de cotorras trasatlánticas
advierte sobre las imparables,
benditas migraciones.

Otro cuento

Es cierto que los pájaros eligen su muerte?
¿Que su libertad radica en esa astucia?

Carver cava mi cabeza. Me devuelve un animal
cuando quita el pavón de noche que me cubre.

Acuérdate -insiste- y me guía hasta lo alto
del librero: «Plumas», entre los cuentos.

Había soñado con esa muerte al dormir
en otra cama.

No era un pavorreal quien saltaba lleno de muerte
hasta el oro de aquella fronda.

Y no eran búhos los que bajaban de noche
a comerse a pico lento sus restos.

De ahí la aparición de una doncella con la cara
de un ave y de ahí su vestido
de plumas.