Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de Conrad Aiken

Conrad Potter Aiken, un destacado escritor y poeta estadounidense, dejó una huella imborrable en la literatura de su época. Reconocido con el Premio Pulitzer y el National Book Award, así como por su nombramiento como Poeta Laureado de los Estados Unidos desde 1950 hasta 1952, Aiken exploró diversos géneros literarios, incluyendo poesía, cuentos, novelas, crítica literaria, una obra de teatro y una autobiografía.

Nacido como el hijo mayor de William Ford y Anna (Potter) Aiken, Conrad Potter Aiken pasó sus primeros años en Savannah. Su padre, un respetado médico y cirujano ocular, y su madre, proveniente de una prominente familia unitaria de Massachusetts, le brindaron un entorno familiar estable. Sin embargo, la tragedia golpeó duramente a la familia cuando, en 1901, el Dr. Aiken asesinó a su esposa y luego se suicidó. Con tan solo 11 años, Conrad presenció esta terrible escena y quedó al cuidado de su tía abuela y su tío en Cambridge, Massachusetts. Fue allí donde comenzó su educación en la escuela Middlesex y más tarde ingresó a la prestigiosa Universidad de Harvard. Durante su tiempo en Harvard, Aiken desarrolló una estrecha amistad con T.S. Eliot, quien se convertiría en un amigo, colega e influencia significativa en su vida. También fue en Harvard donde Aiken estudió bajo la tutela del filósofo George Santayana, cuya influencia dejaría una marca indeleble en su escritura.

La obra de Aiken reflejó una fuerte influencia del movimiento simbolista, especialmente en sus primeras creaciones. En 1930, su talento fue reconocido con el prestigioso Premio Pulitzer de Poesía por su colección de poemas «Poemas seleccionados». Sus escritos a menudo exploraban temas de naturaleza psicológica, abordando la complejidad de la mente humana. Uno de sus cuentos más célebres, «Nieve silenciosa, nieve secreta» (1934), se basó en parte en la tragedia que presenció en su infancia. Las obras de Aiken también se vieron influenciadas por su abuelo, un antiguo predicador, así como por la poesía libre de Walt Whitman. Estas influencias le permitieron a Aiken moldear su poesía con una mayor libertad, mientras que su creencia en un ser superior dotó a sus exploraciones literarias de una riqueza visual y espiritual única. Algunos de sus poemas más destacados, como «Canción matutina de Senlin», capturaron de manera magistral estas influencias. Entre sus colecciones de versos más conocidas se encuentran «Earth Triumphant» (1914), «The Charnel Rose» (1918) y «And In the Hanging Gardens» (1933). Además, su poema «Music I Heard» fue musicalizado por varios compositores, entre ellos Leonard Bernstein, Henry Cowell y Helen Searles Westbrook.

Aiken fue un prolífico autor y editor, con más de 51 libros publicados a lo largo de su carrera literaria. Su primer libro vio la luz en 1914, tan solo dos

años después de su graduación de Harvard. Su extensa obra abarcó novelas, cuentos (recopilados en su obra «Los cuentos completos» publicada en 1961), reseñas, una autobiografía y poesía. Aunque Aiken recibió numerosos premios y reconocimientos por su escritura, durante gran parte de su vida gozó de poco reconocimiento público. Aunque evitó hablar abiertamente de su traumática infancia y los problemas psicológicos que enfrentó posteriormente, admitió que sus escritos se vieron fuertemente influenciados por sus estudios en psicología, incluyendo las teorías de Sigmund Freud, Carl G. Jung, Otto Rank, Ferenczi, Adler y otros destacados psicólogos de su tiempo.

Conrad Potter Aiken dejó un legado literario perdurable, caracterizado por su talento multifacético y su exploración profunda de la condición humana. Su contribución a la literatura estadounidense lo posiciona como uno de los escritores más destacados de su generación, cuyas obras continúan siendo apreciadas y estudiadas en la actualidad.

Dos cafés en el español

Dos cafés en El Español, las últimas
brillantes gotas de dorado Barsac en una copa,
pasta de higo y garrapiñados… Hardy está muerto,
y James y Conrad muertos, y Shakespeare muerto,
y el viejo Moor madura para una tumba obscena,
y Yeats para una estéril; y yo, y tú-
¿Qué sudarios para nosotros, qué tablas y ladrillos,
qué farsas, velas, preces y piadosos engaños?
Tú estarás envuelta en escarlata de Siria, mujer
y te pondrán tus perlas, y brillantes pulseras
y tu anillo de ágata, y colgará en tu cuello
tu lapislázuli azul con pintas de oro.
Y yo , a tu lado -¡ah! pero ¿será así?
Porque hay oscuras corrientes en este mundo oscuro, señora,
corrientes del Golfo y Árticas del alma;
y yo seré quizás, antes que nuestra consumación
nos acueste juntos, mejilla contra mejilla, bajo la tierra
barrido a otra costa donde mis blancos huesos
yacerán olvidados o profanados por gaviotas.

¿Qué dignidad podrá la muerte conferir a nosotros,
que nos besamos bajo un farol en la calle, nos cogemos de las manos
medios ocultos en un taxi o repletos
de café , de higos y Barsac nos dirigimos
a una oscura alcoba en una casa carcomida?
La aspidistra guarda la puerta; entramos,
per aspidiastra –luego ad satra- ¿no es así?
Y nos enllavamos seguros en nuestras tinieblas
nos soltamos del terror… aquí está mi mano,
la cicatriz blanca en mi pulgar, y aquí está mi boca,
para acallar tu rumor, tendidos sin hablar
pensemos en Hardy , Shakespeare, Yeats o James;
calmemos con mágicos nombres nuestro pánico.
Miremos al techo, donde los focos de los taxis
forman espectros de luz, y veamos, más allá de este techo,
aquel otro lecho en que no nos moveremos:
y , junto o separados, no amaremos.

Aniquilación

Mientras el mediodía se curva, azul, sobre los dos
Y el álamo dispersa tristes hojas,
Dime otra vez por qué el amor embruja
Y qué nos da el amor.

¿Es el dedo que tiembla mientras sigue
La línea de la ceja o la mejilla?
¿La boca que balbuce, al sentir la caricia,
Pero no puede hablar?

No, no está en estas cosas, más que en otras,
Escondido el secreto: no es el tacto
De una mano que puede alborozar
Y alzar la sangre en canto.

Es la hoja que cae entre nosotros,
La esquila que murmura, las sombras que se mueven,
La luz que languidece, otoñal, en tus hombros,
Son estas cosas el amor.

Es el “Quedémonos aquí más tiempo”,
El “Espera a mañana”, “Una vez conocí…”
—Estas trivialidades, mientras tocas mi dedo
Y el reloj da las dos.

El mundo es intrincado, y nada somos.
Es el mundo complejo de la hierba,
El gajo en el sendero, la mirada de encono,
Sentimientos que pasan—

Ellos son el secreto; y te podría odiar
Cuando me inclino para darte un beso
Y descubro en tus ojos que estás lejos
Y que el amor es esto.

Las rocas que entrechocan saben más del amor
Que el mirarse extasiados o el roce de unos labios.
Todo lo que sabemos del amor es amargo,
Y, en verdad, es muy poco.

Muerte súbita

Es la número cuatro -la chica de rubios cabellos,
La chica que al ser operada murió en la mesa…
Ya su cuerpo azulado destaca en el mármol luciente;
Al abrir la garganta el acero descubre las venas…

El que tuvo a su cargo la máscara de éter, recuerda
Esos ojos, los ojos azules que el miedo agrandara
Y cómo en su pecho se inquietó el aliento
Y cómo en su pecho el aliento subió y bajó,
Cómo quiso apartar la cabeza y los fútiles gestos
Que sus manos hicieron y cómo de pronto su cuerpo desnudo
Tendióse en la muerte.
Y todos los sueños errantes por nervios y venas
Hallaron de pronto una valla fatídica y ciega.

Encuentro

«¿Por qué te contemplo? ¿Por qué te toco? ¿Qué busco en ti,
mujer,
Que he de apresurarme para estar contigo una vez más?
¿Por qué debo sondear nuevamente tu nada abisal
Y extraer nada más que dolor?
Fijamente, fijamente miro tus ojos acuosos; pero no quedo más
convencido
Ahora que alguna otra vez
De que sólo son dos espejos que reflejan la luz del
firmamento,
Eso y nada más.
Y aprieto tu cuerpo contra mi cuerpo como si esperara abrirme
una brecha
Directamente a otra esfera;
Y me esfuerzo por hablar contigo con palabras más allá de mí
palabra,
En las que todas las cosas son claras,
Hasta que exhausto me hundo una vez más en tu nada abisal
Y la fría nada de mí:
Tú, riendo y llorando en este cuarto ridículo
Con tu mano sobre mi rodilla;
Llorando porque me crees perverso y desdichado; y riendo
Por hallar nuestro amor tan extraño;
Con la vista mutuamente clavada en una última esperanza,
ciega y desesperada,
De que el mundo entero cambie.»

Goya

Goya pintó un cerdo en un muro.
El niño chico del barbero
Grabado vio sobre la plata
El león; y fueron los ocasos.

Goya olió la sangre de los toros.
El pupilo de carmelitas
Sus manos dio a un orfebre, supo
Dorar sin tacha una aureola.

Goya vio los ojos de la Pucela:
Dio serenatas (con guitarra),
Trepó al balcón; en cambio, Keats
Creó «Bright Star» (bajo las drizas).

Goya vio cómo la Gran Puta
Cogía a los gárrulos peleles
Y se reía, belfo laxo,
Y los ahogaba en una taza;

Les exprimía sus juguitos
Con manos secas, sin piedad,
hasta escucharlos balbucir. . .
Goya se fue a las catacumbas.

Vio a los bastos Roñones por el aire,
Con bocio y leporinos, violados
Por chulos lampiños, vampirialados:
Sobre Madrid, bulla nocturna.

Oyó cascarse los segundos
Como semillas, y verter
El sucio abismo del Vacío
Que hay entre el péndulo y el suelo.

Ríos de venas muertas, células descompuestas,
Amígdalas podridas, uñas.
Pelo muerto, piel muerta, garras, pelaje, muertos,
Velos, membranas, párpados, narices.

Y ojos que todavía, en la muerte, seguían
(San pestañas ni párpados) conscientes
Del puerco centro y, aún más puerco,
El local verme que aún lo arruina.

Sabó la peste del tictac.
Con ella fue Goya al Espacio,
Sedando tufo de sus miembros,
Y se paró en la faz sin rasgos,

Que no veía ni amparaba,
Pero que era, y que es. Pasó el segundo,
Goya volvió y pintó la cara;
¿pie escribió: «Yo ya lo he visto»…

En un desván pintó fulanas,
Gordas, dormidas, ovilladas;
Y al pie anotó: «Mejor que duerman.
Si despertaran, llorarían»…

El rey Burbuja

¿Decís que habéis oído reír al rey Burbuja?
¿Pues cómo fue? ¿Algún cuerpo celeste lo movió?
¿Rió primero la luna? ¿La tierra asomó un dedo
de enredadera en su enlunada ventanilla,
haciéndole cosquillas?

El rey Burbuja rió

solo, paseando solo en un cuarto vacío,
pensando y no pensando, viendo pero no viendo.
Una mano en la barba tentándose los pelos
que no detiene la cuchilla; otra, tanteando,
porque era oscuro y había sillas en lo oscuro;
medianoche o casi medianoche, Aldebarán
colgaba entre el rocío
—Pero ¿es que el rey Burbuja
se rió una vez o dos de nada, cuando la noche
soltaba un vuelo de campanadas?
—No sólo esto
no por las campanadas volando a Aldebarán,

ni por la barba inmitigable, ni el rocío
golpeando fuertemente en el invernadero,
ni sillas en la sombra que sus pies tropezaran;
y sin embargo era todo eso, y más; la brisa
movía la cortina con una mariposa:
iba una campanada más lenta que las otras
en el silencio tenso de estrellas; se rajaba
el jardín para darle salida a mil semillas;
un colmillo dolíale, y entretanto, el péndulo
sonaba fuertemente en la mecida izquierda.
—¿Tales minucias provocan la risa de un rey?

—Mucho menores que esas, y más. Él caminaba
por el telarañoso mundo, y lo sintió temblar.
Bajo la tierra —un hilo o dos de telaraña—
miró los huesos de su padre, diseminados,
hundida la quijada, comido el espinazo;
entre los huesos de su madre crecía un cactus,
dos topos se arrastraban y un carnaval de hormigas.
Sobre la tumba, obscena, un áloe daba flores.
Fulgía el rocío sobre el mármol. Esto vio,
y en aquel mismo instante oyó a la cocinera
darle cuerda al reloj de su cuarto, bostezar
y hacer crujir su cama. Entonces, sorprendido,
tocó una silla y rió, retorció la cortina,
salió volando la mariposa.
¡ Ay! ¡ Rey Burbuja!
¡ Que haya sido una cosa tan ínfima y tan triste
la que lo hizo reír!
El joven rey Burbuja
vio algo más todavía. Vio al infinito pulpo
con ojos de caos y largos brazos de estrellas,
y vientre de vacío y tinieblas, perfilarse
en torno suyo, y se sintió luego abrazado
y arrastrado entre un tentáculo, con sillas, dientes,
casas, huesos, jardines, cocineras, relojes;
la campana de medianoche, la roncadora
cocinera y él mismo confundidos como átomos.

—¿Fue, pues, esto lo que hizo reír al rey Burbuja,
verse como corpúsculo en el pulpo infinito?
¿Eso fue todo, viejo loco, pasador de hojas?

—Solo, pensando solo, en un cuarto vacío,
donde la luna y el ratón juntos se hallaban,
y al unísono el pulso y el reloj, y el rocío
hacia un golpeteo contrapuntal, Burbuja
se figuró entre sus propias vísceras el mundo,
y descendió, sondeando como buzo, apretándose
la picuda nariz; y al resurgir, se rió.
Estas y otras cosas miró. Pero al final,
la última o penúltima que vio, fue ya la cosa
que terminó con él por fin.
—¿Qué fue esa cosa?
¿La cosa más grotesca de las cosas grotescas?
¿Carroña, sobras, un cepillo de dientes listo
para carnal colmillo? ¿Cáncer al corazón,
o quizá hongos blancos hinchándose en los sesos?
¿Alguna gárgola mental?
—El rey Burbuja,
torciendo la cortina cuando la campanada
final volaba melodiosa a Aldebarán, miraba
también volar la mariposa. Bajaba leve
entre pétalos blancos, cayendo. Allí una rosa
se abrió bajo la luna. ¡ Se llenó de rocío!
El vampiro de alas de harapos volando al sesgo,
cazó una abeja dormida allí.
—¿Y la mariposa?

—Era la rosa en la luna, encarnada, pero
blanca de luna; la abeja dormida; el vampiro
y la caída mariposa; pero primero
la rosa inocente… ¡ Inocente!… El rey Burbuja
tropezó con la silla, vio la rosa inocente
reunirse con él (rey Burbuja), con las otras
cosas también, aquella barba inmitigable;
cuchillas, dientes, huesos de su madre, la tumba:
la bostezante cocinera, el reloj, el rocío,
las campanadas reventando como burbujas,
todo arrastrado dentro del tentáculo del pulpo
con ojos de caos y largos brazos de estrellas,
y vientre de vacío y tinieblas. Y fue entonces
que se rió, como nunca volvería a reírse.
Porque entonces vio todas las cosas, y en el centro
del cambio corrompido, una rosa sin mancha,
y se rió de sorpresa y de pena.
—¡ Ah! Pobre hombre,
¡ pobre rey Burbuja, tan joven para sabio!

¿Sabio? No. Porque de lo que rió fue sólo de esto,
de que verlo todo, saberlo todo, es morir.
Y así se fue a su cama, y se durmió, y aún duerme,
si no lo han despertado.
—¿Muerto? ¿Burbuja muerto?
¿Murió de risa acaso? ¿Duerme un sueño sin sueños
hasta que oiga el despertador de la cocinera
y se despierte?
—Duerme como el príncipe Hamlet,
rey del espacio infinito en cáscara de nuez,
pero con malos sueños, temo que malos sueños.