Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Dolan Mor

Dolan Mor (Pinar del Río, Cuba, 30 de enero de 1968) es un poeta y narrador cubano que desde 1999 reside en España. Sus poemas han sido traducidos a numerosos idiomas y varios de sus libros han merecido diferentes premios nacionales e internacionales. Es autor de la tetralogía Maladie bleue (nombre francés de la enfermedad Tetralogía de Fallot o Mal azul). Maladie bleue es una colección de libros híbridos y experimentales que se inspira en la obra esencial de Lewis Carroll y en la Fuente Q de los Evangelios. Los títulos que componen Maladie bleue son: Poemas míos escritos por otros (volúmenes I y II); Después de Spicer (volumen III); y Dolan y yo (volumen IV).

Ahora la poesía no menciona los sauces a orillas…

Ahora la poesía no menciona los sauces a orillas
de la alberca, ni escribe cisne o dalia al pie de un cardenillo.
Sólo habla de McDonalds, drogas, viajes a Europa,
la práctica promiscua del sexo en los hoteles.
No está bien ser poeta si no fumas cannabis,
si no besas a un perro en su esfera de muerte.
Sólo se necesita un coche en la cartera, un anillo
en la oreja, un polvo en la nariz. No importa
si eres hembra o macho en tus costumbres
siempre que un vibrador descanse en tu bolsillo
cual pez de silicona bajo un lago de escarcha.
No debes olvidar las playas de nudismo o leer
a Bukowski en medio de un spa (aunque ignores
que Spa se llama un pueblo en Bélgica,
o que salut per aquam proviene del latín).
Lo importante es decir palabras en inglés e ignorar
que Lezama vivió dentro de un mulo asmático y rapsoda.
También que lleves gafas en medio de la noche,
o que hagas como yo que me pongo una gorra
hasta para ducharme en los meses de invierno.
Un sello en el mercado, los enigmas del marketing
en cada laberinto que construyen tus dedos
mientras subes un día al tren, al ascensor que te lleve
a ese suave destino que es el arte.
Eso sí, nunca olvides borrar de tus poemas las hojas
de los sauces o ir a un restaurante donde la carta ignore
ese plato exquisito: el cisne de Darío
(desplumado y enfermo) con la dalia en el pico.

 

Arte poética

«No hables en tus poemas del ruiseñor
de Wilde, ni menciones amor, perfume, labio o rosa»
–me dice en los manuales Ariel Rivadeneira–
y yo evito poner en cada verso escrito
un ala, algún jardín, la luna de Virgilio,
y hasta a veces me niego, sentado
en el alféizar, a mirar las heladas
del invierno en España, porque queman
las ramas de los árboles todos y la niebla
me invita a escribir con nostalgia
«y ese signo, nostalgia, –me dicen
los manuales– es señal del pasado,
y se debe escribir sin alma, con estilo,
igual que si torcieras el cuello
de una garza con desprecio en tus dedos».

«Habla de cibernética y de física cuántica,
menciona blog, pantalla, correos
electrónicos» –me aconsejan los críticos–.
Y yo sumo las cifras o despejo ecuaciones,
digo leyes, neones, sistemas invisibles
que arman genios, científicos.
También menciono genes, vídeos,
ordenadores, y hay instantes, incluso,
que hablo sin meditar y construyo asonantes
al decir aeropuertos, submarinos, aviones
y algún laboratorio (…), móviles, cines, clones.

Pero aunque logre versos posmodernos
siguiendo los consejos de sabios
que hablan de poesía como hablar
de la historia, de mercados, teoremas
que establecen los pliegues en las cuerdas
del tiempo, no he logrado escribir
el poema perfecto, e incluso
cuando leo alguna línea aislada
de Wilde entre las sábanas, y todos
mis maestros (con diplomas de masters
y perfil de doctores) se divierten
en bares o en los pubs de internet,
yo lloro como dama sin remedio
y me jode el viejo de Quevedo,
y me arriesgo, en la cama, a que digan
los críticos en los post o en revistas:
«¡qué anticuado y qué griego se volvió
Dolan Mor leyendo a los antiguos!,
si hasta le creció un día, encima
de las cejas, (en lugar de la gorra
ladeada sobre un piercing) un ramo
de laurel…

Pero logró dos cosas: pasar
imperceptible delante de los hombres,
como dijo Epicuro, y escribir con la espalda
inclinada en la hoja, sin cederle la mano
al influjo variable del tiempo y de las modas».

 

El obrero

He traído un pico y una pala para cavar
un poema en la hoja. Ya he pasado la primera
capa de hielo que construye el silencio
sobre el blanco papel. (Esa lámina fina,
inmaculada.) Ahora rompo las piedras,
los gusanos que aparecen debajo de mis dedos.
Golpeo duro, golpeo en cada sustantivo,
gerundio o participio. Las palabras parecen
las hijas sublimes del metal más propicio.
Ya introduzco mis pies dentro del hoyo.
Los zapatos se ensucian, pero sigo
golpeando con las vísceras, la sangre
en cada movimiento que ejecuto. Golpeo
fuerte, golpeo el sustantivo, adverbio,
el adjetivo. Los minerales sangran debajo
de mis suelas. Ya introduzco mis piernas,
pantalones, hasta doy la cintura para abajo.
Me quito la camisa, me desnudo. Se trabaja
mejor en ese estado. Meto mi vientre,
el pecho, los dos brazos para golpear
con fuerza el agujero, perforar hasta
el fondo del idioma, hasta el verbo del fango.
Apenas veo hierbas, ya no hay árboles,
ni casas ni consuelos en un círculo. Sólo
están mi yo y mi doble ego dentro
de mi cabeza. Pero no me amilano,
mi espíritu no tiembla, duro golpeo
hasta dejarme el músculo y quedarme
en los huesos bajo tierra. Así, ahora, sin cielo,
la tierra como un techo me ha cubierto,
se acuesta como un monstruo sobre mí.
Pero yo no me canso, sigo, muerdo la muerte
con mi pico y con mi pala, las paredes, las rocas.
Y así, sólo, en el agujero sellado bajo tierra,
esperaré a que venga otro poeta a golpear
como yo la dura hoja, a enterrarse de nuevo
en el poema. Tal vez encuentre mi cadáver
vivo que no para nunca (con el pico y la pala rotos)
de golpear y golpear versos en vano.

 

En un viaje a Alemania me he convertido en Goethe

A orillas de tu pelo la nieve Margarita escribe una canción en mi fino
portátil que habla de un viaje en tren a Dresden Alemania / Su melodía lleva
un silbido de plata el humo que abrillanta la música en mis dedos el sonido
de plomo que se mueve en mis manos temblorosas las letras en mitad de la niebla
(porque tu nombre en latín significa «perla»)
Los cristales ahumados en los meses de invierno inician este viaje que sale
de Ginebra / tu rostro (porcelana) contra la ventanilla cenizas en el cielo
las nubes pasajeras cucarachas azules tus ojos infinitos páginas de periódicos
el polvo que se enquista mientras silba el metal en mis manos la nieve el viento
de la tarde que ensucia la estación los andenes repletos de bultos bancos suelas
oficinas que venden en seis ordenadores mi viaje hacia Alemania desde Gare Cornavin
Más allá de un discurso te nombro Margarita porque tu origen (flor) suena
bellis perennis entre los abedules que rodean el tren (son abedules secos pero en este poema
son árboles perfectos sembrados para ti) vuelo entre varias obras de escritoras que firman
tu diadema de reina tu nombre de princesa en páginas de libros al salir de Ginebra
(porque tu nombre en mi memoria significa «perla»)
Imagino la escena: vagones que se marchan el humo la distancia que abrillanta
tu rostro posado en el andén como una mariposa mortal oscurecido por la tela
de araña que deja su diamante tejido sus mil capas de aroma ese veneno vaporoso
el invierno destilando su amor al salir con mis libros de la estación Cornavin
En lápiz azul-negro te escribo este poema para la eternidad (tal vez para la muerte)
su magnitud (en bronce) el arte de lo bello la nieve que ahora reza detrás de ese cristal
el viaje hacia la noche de un tren que se diluye como letra en la hoja digital del portátil
viajeros que se duermen no saben siempre ignoran hacia dónde se mueve el reloj
apagado que deja en estos versos tu perfume (Chanel) unos lagos quemados por la palabra
tiempo y el amor ese tizne que sale de estas letras cual hilos de un gusano
cansado de escribir con seda una canción invisible lejana que habla de tu belleza
Sin embargo me ignoras pero yo te menciono al partir de Ginebra Margarete Margarita
(porque tu nombre en la distancia significa «perla»)
Como si fuera un viaje dentro de una novela que escribiera Bulgakov a orillas
de unos árboles sin ramas (abedules) va el tren hacia Alemania el humo
que despide mi corazón del tuyo colillas de la tarde mientras pienso en Celan
(él escribió un poema que hablaba de tu pelo tu cabello encendido como llamas
de oro) estambres que se duermen me golpean tus labios la canción
Margarita el silbido el amor que se agita en mis venas el viento entre mis dedos
tus labios que se mueven me arrastran cucarachas azules son tus ojos la memoria
y la niebla que pasa Margarita esta niebla el poema termina sin tu olor
(por cierto tu cabello es marrón no dorado se equivocó Celan en su Fuga o poema)
y te alejas no vuelves porque yo escribo ahora que estás muerta tu nombre
se borró ya no existe la realidad se impone más allá de mi texto o es sólo una metáfora
de Google que Darío escribió en su palacio de mármol hace un siglo con la luz de una vela.

 

Las metas

Puedo dejar que pasen las metas
como pasa el tranvía
bajo los cables hacia el Renowned.
Incluso puedo dejar que brille
el rubor de un gladiolo bajo la lluvia
o un estornino en la rama del abeto
y no escribir, siquiera, una frase.
Puedo acunar mi cuerpo sobre el césped
recién cortado por la máquina eléctrica
mientras me pudre con su manta
el frío sol de estos cantones
no definidos todavía por la temprana luz.
Dormido sobre la hierba recién cortada
(sin leer el periódico que traen por las mañanas
los muchachos en la furgoneta amarilla),
puedo levantarme y salir de paseo
a una librería en la ciudad de Berna
para ver qué nuevo libro de poemas
adorna con su aroma los estantes.
Y aún allí, frente al estante de los poetas,
puedo dejar que pase la ocasión
más propicia para ejecutar mi suicidio,
una vez que la meta esté cumplida.
Pues si digo: «esta soga es muy gruesa
para ahorcarme / el fuego me da miedo /
morir bajo el tranvía no es mi causa»,
no por ello escapo a mi destino.
Siento que nunca podré ahuyentar los perros
del deseo suicida de mi mente
(los perros que me hincan los colmillos
en el cerebro y fluyen por mis ideas
como el bote de Caronte por un río).
Hasta después de la muerte, creo,
fluirá ese bote del anhelo suicida
por mi pensamiento, y esos deseos me atarán,
con enormes cuerdas, a sus perros.

 

Un sitio que es tal vez el fin del universo…

Un sitio que es tal vez el fin del universo,
donde escribo un poema sin lógica ni espíritu.
Un silencio muy breve, con versos construidos
bajo golpes de Artaud, un magnolio en la orilla
del ventanal izquierdo, las barandas
repletas de azaleas marchitas, cubiertas
de cristales, ahumadas mientras suena
la música de Mozart en el fondo del patio,
a un lado del salón, incluso entre las plantas
que crecen de los verbos, adjetivos con lluvia
desfilan ante mí, me siento un bello fámulo,
levanto las cortinas del sujeto primario,
voy al televisor, construyo ahora una tila,
después bebo la mesa, pero el poema sigue
sin lógica ni espíritu, se parece más bien
a un hijo de este mundo: suele crecer con lujo,
observa la belleza entre la fealdad,
pero a la hora cero, a la hora de amar
también el universo, ese sitio que dicen
un día tendrá fin, entonces da la espalda,
pronuncia un sustantivo, por ejemplo «mudanza»,
y es entonces que empiezo a cambiar de lugar,
de ciudad, de país, pero siempre termino
bajo el mismo elemento, en idéntico espacio
donde no cabe otro, donde la ceguedad
pronuncia el mismo verso, el mismo
desconsuelo, la misma capital de un sitio
que es tal vez, de un tal vez que no existe
a no ser en el punto final de este poema.