Poetas

Poesía de España

Poemas de Duque de Rivas

Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano, más conocido como el Duque de Rivas, fue una figura colosal en la España del siglo XIX. Nacido el 10 de marzo de 1791 en Córdoba, este hombre multifacético desempeñó un papel crucial tanto en el ámbito literario como en el político. Su influencia y legado perduran hasta nuestros días, consolidándolo como un protagonista indiscutible del Romanticismo español.

Nacido en el seno de una familia aristocrática, el Duque de Rivas fue el segundo hijo varón de Juan Martín Pérez de Saavedra y Ramírez, VI marqués y I duque de Rivas de Saavedra. Desde temprana edad, Ángel fue destinado a una carrera militar y, a la temprana edad de nueve años, se convirtió en caballero de las Órdenes de Santiago y Malta. Sin embargo, su destino lo llevó por caminos inesperados.

La Guerra de la Independencia marcó un punto de inflexión en la vida de Ángel de Saavedra. Deserto de la Guardia Real y se unió a las fuerzas que luchaban contra los franceses. Resultó herido en la batalla de Ontígola en 1809 y fue nombrado capitán de caballería ligera por el general Castaños. Su participación activa en la lucha por la independencia de España dejó una huella imborrable en su conciencia política y social.

La política se convirtió en una parte integral de la vida del Duque de Rivas. Desde sus inicios como secretario de las Cortes en 1822 hasta su exilio en Inglaterra tras el golpe de Riego de 1820, su vida estuvo inextricablemente ligada a los asuntos políticos de su tiempo. Su amistad con el influyente Antonio Alcalá Galiano y su elección como diputado a Cortes marcaron un punto de inflexión en su carrera.

El Duque de Rivas es ampliamente conocido por su contribución a la literatura romántica española. Su obra «Don Álvaro o la fuerza del sino» (1835) se considera uno de los primeros éxitos románticos del teatro español y fue un hito en el movimiento romántico. La obra también sirvió como base para la ópera de Verdi, «La fuerza del destino» (1862). Además de esta obra maestra, el Duque de Rivas escribió numerosas tragedias y poemas que destacan por su sencillez lírica y profundidad emocional.

A lo largo de su vida, Ángel de Saavedra desempeñó una serie de roles políticos y académicos de importancia, como embajador en Nápoles y París, ministro de Marina, presidente del Consejo de Estado y director de la Real Academia Española. Su legado como poeta y dramaturgo, así como su impacto en la política española, cimentan su lugar en la historia literaria y política de España.

El Duque de Rivas no solo fue un testigo presencial de los acontecimientos de su época, sino también un protagonista influyente que dejó una huella indeleble en la España del siglo XIX. Su obra literaria y su compromiso político siguen siendo motivo de admiración y estudio en la actualidad, lo que confirma su estatus como una de las figuras más destacadas del Romanticismo español.

La antigualla de Sevilla

Al Excmo. Sr. D. Mauel Cepero.

Romance primero

EL CANDIL

Más ha de quinientos años,
en una torcida calle,
que, de Sevilla en el centro,
da paso a otras principales,

cerca de la media noche,
cuando la ciudad más grande
es de un grande cementerio
en silencio y paz imagen,

de dos desnudas espadas
que trababan un combate,
turbó el repentino encuentro
las tinieblas impalpables.

El crujir de los aceros
sonó por breves instantes,
lanzando azules centellas,
meteoro de desastres.

Y al gemido: ¡Dios me valga!”
¡Muerto soy! y al golpe grave
de un cuerpo que a tierra, vino,
el silencio y paz renacen.

Al punto una ventanilla
de un pobre casuco abren,
y de tendones y huesos,
sin jugo, como sin carne,

una mano y brazo asoman,
que sostienen por el aire
un candil, cuyas destellos
dan luz súbita a la calle.

En pos un rostro aparece
de gomia o bruja espantable,
a que otra marchita mano
o cubre o da sombra en parte.

Ser dijérase la muerte
que salía a apoderarse
de aquella víctima humana
que acababan de inmolarle,

o de la, eterna justicia,
de cuyas miradas nadie
consigue ocultar un crimen,
el testigo formidable,

pues a la llama mezquina,
con el ambiente ondeante,
que dando luz roja al muro
dibujaba desiguales

los tejados y azoteas
sobre el obscuro celaje,
dando fantásticas formas
a esquinas y bocacalles,

se vio en medio del arroyo,
cubierto de lodo y sangre,
el negro bulto tendido
de un traspasado cadáver.

Y de pie a su frente un hombre,
vestido negro ropaje,
con una espada en la mano,
roja hasta los gavilanes.

El cual en el mismo punto,
sorprendido de encontrarse
bañada de luz, esconde
la faz en su embozo, y parte,

aunque no como el culpado
que se fuga por salvarse,
sino como el que inocente
mueve tranquilo el pie y grave.

Al andar, sus choquezuelas
formaban ruido notable,
como el que forman los dados
al confundirse y mezclarse.

Rumor de poca importancia
en la escena lamentable,
mas de tan mágico efecto,
y de un influjo tan grande

en la vieja, que asomaba
el rostro y luz a la calle,
que, cual si oyera el silbido
de venenosa ceraste,

o crujir las negras alas
del precipitado arcángel,
grita en espantoso aullido,
¡Virgen de los Reyes, valme!”

Suelta el candil, que en las piedras
se apaga y aceite esparce,
y cerrando la ventana
de un golpe, que la deshace,

bajo su mísero lecho
corre a tientas a ocultarse,
tan acongojada y yerta,
que apenas sus pulsos laten,

por sorda y ciega haber sido
aquellos breves instantes,
la mitad diera gustosa
de sus días miserables,

y hubiera dado los días
de amor y dulces afanes
de su juventud, y dado
las caricias de sus padres,

Los encantos de la cuna,
y… en fin, hasta lo que nadie
enajena, la esperanza,
bien solo de los mortales:

Pues lo que ha visto la abruma,
Y la. aterra lo que sabe,
Que hay vistas que son peligros
Y aciertos que muerte valen.

Romance segundo

EL JUEZ

Las cuatro esferas doradas,
que ensartadas en un perno,
obra colosal de moros
con resaltos y letreros,

de la torre de Sevilla
eran remate soberbio,
do el gallardo Giraldillo
hoy marea el mudable viento

(esferas que pocos años
después derrumbó en el suelo
un terremoto) brillaban
del sol matutino al fuego,

cuando en una sala estrecha
del antiguo Alcázar regio,
que entonces reedificaban
tal cual hoy mismo lo vemos,

en un sillón de respaldo
sentado está el Rey Don Pedro,
joven de gallardo talle,
mas de semblante severo.

A reverente distancia,
una rodilla en el suelo,
vestido de negra toga,
blanca barba, albo cabello,

y con la vara de Alcalde
rendida. al poder supremo,
Martín Fernández Cerón
era emblema del respeto.

Y estas palabras de entrambos
recogió el dorado techo,
y la tradición guardólas
para que hoy suenen de nuevo:

R. ¿Conque en medio de Sevilla
amaneció un hombre muerto,
y no venís a decirme
que está ya el matador preso?

A. Señor, desde antes del alba,
en que el cadáver sangriento
recogí, varias pesquisas
inútilmente se han hecho.

R. Más pronta justicia, alcalde,
ha de haber donde yo reino,
y a sus vigilantes ojos
nada ha de estar encubierto,

A. Tal vez, señor, los judíos,
tal vez los moros, sospecho…
R. ¿Y os vais tras de las sospechas
cuando hay un testigo, y bueno?

«¿No me habéis, Alcalde, dicho,
que un candil se halló en el suelo
cerca del cadáver?… Basta,
que el candil os diga el reo.”

A. Un candil no tiene lengua.
R. Pero tiénela su dueño.
y a moverla se le obliga
con las cuerdas del tormento.

«Y ¡vive Dios! que esta noche
ha de estar en aquel puesto
o vuestra cabeza,, Alcalde,
o la cabeza del reo.

El Rey, temblando de ira,
del sillón se alzó de presto,
y el juez alzóse de tierra
temblando también de miedo.

Y haciendo una reverencia,
y otra después, y otra luego,
salióse a ahorcar a Sevilla,
para salvarse, resuelto.

Síguele el Rey con los ojos,
que estuvieran en su puesto
de un basilisco en la frente,
según eran de siniestros;

y de satánica risa,
dando la expresión al gesto,
salió detrás del Alcalde
a pasos largos y lentos.

Por el corredor estuvo
en las alcándaras, viendo
azores y jerifaltes,
y dándoles agua y cebo.

Y con uno sobre el puño
salió a dirigir él mesmo
las obras de aquel palacio,
en que muestra gran empeño.

Y vio poner las portadas
de cincelados maderos,
y él mismo dictó las letras
que aun hoy notamos en ellos.

Después habló largo rato,
a solas y con secreto,
a un su privado, Juan Diente,
diestrísimo ballestero,

señalándole un retrato,
busto de piedra mal hecho,
que con corta semejanza
labró un peregrino griego.

Fue a Triana, vió las naves
y marítimos aprestos;
de Santa Ana entró en la iglesia
y oró brevísimo tiempo;

comió en la Torre del Oro,
a las tablas jugó luego
con Martín Gil de Alburquerque;
a caballo dio un paseo.

Y cuando el sol descendía,
dejando esmaltado el cielo
de rosa, morado y oro,
con nubes de grana y fuego,

tornó al Alcázar, vistióse
sayo pardo, manto negro,
tomó un birrete sin plumas
y un estoque de Toledo,

y bajando a los jardines
por un postigo secreto,
do Juan Diente le esperaba
entre murtas encubierto,

salió solo, y esto dijo
con recato al ballestero:
«Antes de la media noche
todo esté cual dicho tengo.»

Cerró el postigo por fuera,
y en el laberinto ciego
de las calles de Sevilla
desapareció entre el pueblo.

Romance tercero

LA CABEZA

Al tiempo que en el ocaso
su eterna llama sepulta
el sol, y tierras y cielos
con negras sombras se enlutan.

De la cárcel de Sevilla,
en una bóveda obscura,
que una lámpara de cobre
más bien asombra que alumbra,

pasaba una extraña escena,
de aquellas que nos angustian
si en horrenda pesadilla
el sueño nos la dibuja.

Pues no semejaba cosa
de este mundo, aunque se usan
en él cosas harto horrendas,
de que he presenciado muchas,

sino cosa del infierno,
funesta y maligna junta
de espectros y de vampiros,
festín horrible de furias.

En un sillón, sobre gradas,
se ve en negras vestiduras
al buen Alcalde Cerón,
ceño grave, faz adusta.

A su lado, en un bufete
que más parece una tumba,
prepara un viejo Notario
sus pergaminos y plumas.

Y de aquella estancia en medio,
de tablas con sangre sucias,
se ve un lecho, y sus cortinas
son cuerdas, garfios, garruchas.

En torno de él dos verdugos
de imbécil facha y robusta,
de un saco de cuero aprestan
hierros de infaustas figuras.

Sepulcral silencio reina,
pues solamente se escucha
el chispeo de la llama
En la lámpara que ahuma

la bóveda, y de los hierros
que los verdugos rebuscan,
el metálico sonido
con que se apartan y juntan.

Pronto del severo Alcalde
la voz sepulcral retumba
diciendo: «Venga el testigo
que ha de sufrir la tortura.»

Se abrió al instante una puerta,
por la que sale confusa
algazara, ayes profundos
y gemidos que espeluznan.

Y luego entre los sayones,
esbirros y vil gentuza,
de ademanes descompuestos
y de feroz catadura,

una vieja miserable,
de ropa y carne desnuda,
como un cuerpo que las hienas
sacan de la sepultura,

pues sólo se ve que vive
porque flacamente lucha
con desmayados esfuerzos,
porque gime y porque suda.

Arrástranla los sayones;
la confortan y la ayudan
dos religiosos franciscos,
caladas sendas capuchas,

y la algazara y estruendo,
con que satánica turba
lleva un precito a las llamas,
por la bóveda retumba.

Un negro bulto en silencio
también entra en la confusa
escena, y sin ser notado
tras de un pilarón se oculta.

«Ven, grita un tosco verdugo
con una risada aguda
ven a casarte conmigo,
hecha está la cama, bruja.»

Otro, asiéndole los brazos
con una mano más dura
que unas tenazas, le dice:
«No volarás hoy a obscuras.»

Y otro, atándole las piernas:
«¿Y el bote con que te untas?
Sobre la escoba a caballo
no has de hacer más de las tuyas.»

Estos chistes semejaban
los aullidos con que aguzan
la hambre los lobos, al grito
de los cuervos que barruntan

los ya corrompidos restos
de una víctima insepulta;
la mofa con que los cafres
a su prisionero insultan.

Tienden en el triste lecho,
ya casi casi difunta
a la infelice; la enlazan
con ásperas ligaduras,

y de hierro un aparato
a su diestra mano ajustan,
que al impulso más pequeño
martirio espantoso anuncia.

Dice un sayón al alcalde:
«Ya está en jaula la lechuza,
y si aun a cantar se niega,
yo haré que cante o que cruja.”

Silencio el Alcalde impone;
quédase todo en profunda
quietud, y sólo gemidos
casi apagados se escuehan.

Mujer, prorrumpe Cerón,
mujer, si vivir procuras,
declárame cuanto viste,
y te dará Dios ayuda.”

Nada vi, nada, responde
la infeliz: por Santa Justa
juro que estaba, durmiendo;
no vi ni oí cosa alguna.”

Replicó el juez: «Desdichada,
piensa, piensa lo que juras»,
y tomando de las manos
del notario que le ayuda

un candil, «Mira, prosigue,
esta prenda que te acusa.
Di quién la tiró a la calle,
pues confesaste ser tuya.»

La mísera se estremece,
trémula toda y convulsa,
y respondió desmayada:
«El demonio fué, sin duda.»

Y tras de una, breve pausa :
«Soy ciega, soy sorda, y muda.
Matadme, pues lo repito:
ni vi ni oí cosa alguna.»

El juez, entonces de mármol,
con la vara al lecho apunta,
ase una cuerda el verdugo,
rechina allá una garrucha:

la mano de la infelice
se disloca y descoyunta,
y al chasquido de los huesos
un alarido se junta.

«¡Piedad, que voy a decirlo!»
grita con voz moribunda
la víctima, y al momento
suspéndese la tortura.

«Declara», el juez dice ; y ella,
Cobrando un vigor que asusta,
Prorrumpe: «El Rey fue…», y su lengua
en la garganta se anuda.

Juez, escribano, verdugos,
todos con la faz difunta,
oyen tal nombre temblando,
y queda la estancia muda.

En esto, el desconocido,
que, tras el pilar se oculta,
hacia el potro del tormento
el firme paso apresura,

haciendo sus choquezuelas,
canillas y coyunturas,
el ruido que los dados
cuando se chocan y juntan.

Rumor que al punto conoce
la infeliz, y se espeluzna,
y repite: «El Rey; sus huesos
así sonaron, no hay duda.»

Al punto se desemboza
y la faz descubre adusta,
y los ojos como brasas
aquel personaje, a cuya

presencia, hincan la rodilla
cuantos la bóveda ocupan,
pues al Rey Don Pedro todos
conocen, y se atribulan.

Este saca de su seno
una bolsa, do relumbran
cien monedas de oro, y dice:
«Toma y socórrete, bruja.

«Has dicho verdad, y sabe
que el que a la justicia oculta
la verdad es reo de muerte
y cómplice de la culpa.

«Pero, pues tú la dijiste,
ve en paz; el cielo te escuda.
yo soy, sí, quien mató al hombre,
mas Dios sólo a mí me juzga.

«Pero por que satisfecha
quede la justicia, augusta,
ya la cabeza del reo
allí escarmientos pronuncia.»

Y era así; ya colocada
estaba la imagen suya
en la esquina do la muerte
dió a un hombre su espada aguda.

Del Candilejo la calle
desde entonces se intuía,
y el busto del rey Don Pedro
aun allí está y nos asusta.

Con once heridas mortales

Con once heridas mortales,
hecha pedazos la espada,
el caballero sin aliento
y perdida la batalla,

manchado de sangre y polvo,
en noche oscura y nublada,
en Ontígola vencido
y deshecha mi esperanza,

casi en brazos de la muerte
el laso potro aguijaba
sobre cadáveres yertos
y armaduras destrozadas.

Y por una oculta senda
que el Cielo me depara,
entre sustos y congojas
llegar logré a Villacañas.

La hermosísima Filena,
de mi desastre apiadada,
me ofreció su hogar, su lecho
y consuelo a mis desgracias.

Registróme las heridas,
y con manos delicadas
me limpió el polvo y la sangre
que en negro raudal manaban.

Curábame las heridas,
y mayores me las daba;
curábame el cuerpo,
me las causaba en el alma.

Yo, no pudiendo sufrir
el fuego en que me abrazaba,
díjele; «Hermosa Filena,
basta de curarme, basta.

«Más crueles son tus ojos
que las polonesas lanzas:
ellas hirieron mi cuerpo
y ellos el alma me abrasan.

«Tuve contra Marte aliento
en las sangrientas batallas,
y contra el rapaz Cupido
el aliento ahora me falta.

«Deja esa cura, Filena;
déjala, que más me agrabas;
deja la cura del cuerpo,
atiende a curarme el alma

El faro de Malta

Envuelve al mundo extenso triste noche,
ronco huracán y borrascosas nubes
confunden y tinieblas impalpables
el cielo, el mar, la tierra:

Y tú invisible te alzas, en tu frente
ostentando de fuego una corona,
cual rey del caos, que refleja y arde
con luz de paz y vida.

En vano ronco el mar alza sus montes
y revienta a tus pies, do rebramante
creciendo en blanca espuma, esconde y borra
el abrigo del puesto:

Tú, con lengua de fuego, aquí está, dices,
sin voz hablando al timido piloto,
que como a un numen bienhechor te adora,
y en ti los ojos clava.

Tiende apacible noche el manto rico,
que céfiro amoroso desenrolla,
recamado de estrellas y luceros;
por él rueda la luna.

Y entonces tú, de niebla vaporosa
vestido, dejas ver en fórmulas vagas
tu cuerpo colosal, y tu diadema
arde al par de los astros.

Duerme tranquilo el mar, pérfido esconde
rocas aleves, áridos escollos;
falso señuelo son, lejanas lumbres
engañan a las naves.

Mas tú, cuyo esplendor todo lo ofusca;
tú, cuya innoble posición indica
el trono de un monarca, eres su norte,
les adviertes su engaño.

Así de la razón arde la antorcha,
en medio del furor de las pasiones
o de aleves halagos de fortuna,
a los ojos del alma.

Desque refugio de la airada suerte
en esta escasa sierra que presides,
y grato albergue el cielo bondoso
me concedió propicio,

ni una voz solo a mis pesares busco
dulce olvido del dueño entre los brazos,
sin saludarte, y sin tornar los ojos
a tu espléndida frente.

¡Cuantos, ay, desde el seno de los mares
al par los tomarán!…Tras larga ausencia
unos, que vuelven a su patria amada,
a sus hijos y esposa.

otros, prófugos, pobres, perseguidos,
que asilo buscan, cual busqué, lejano,
y a quienes que lo hallaron tu luz dice
hospitalaria estrella.

Arde, y sirve de norte a los bajeles
que de mi patria, aunque de tarde en tarde,
me traen nuevas amargas y renglones
con lágrimas escritos.

Cuando la vez primera deslumbraste
mis afligidos ojos, ¡cuál mi pecho,
destrozado y hundido en amargura,
palpitó venturoso!

Del Lacio moribundo de las riberas
huyendo inhospitables, contrastado
del viento y mar entre ásperos bajíos,
vi tu lumbre divina.

Viéronla como yo los marineros
y, olvidando los votos y plegarias
que en las sordas tinieblas se perdían,
Malta!!! Malta!!!, gritaron;

y fuiste a nuestros ojos la aureola
que orla la frente de la santa imagen
en quien busca afanoso peregrino
la salud y el consuelo.

Jamás te olvidaré, jamás…Tan solo
trocara tu esplendor, sin olvidarlo,
rey de la noche, y de tu excelsa cumbre
la benéfica llama.

Por la llama y los fúlgidos destellos
que lanza, reflejando al sol naciente,
el arcángel dorado que corona
de Córdoba la torre.