Poetas

Poesía de España

Poemas de Elena Andrés

Elena Andrés Hernández (1929-2011), destacada poetisa española, dejó una impronta duradera en el mundo literario y académico. Poseedora de un doctorado en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid, ejemplificó una vida entrelazada con la pasión por la poesía y la enseñanza.

Nacida en Madrid en 1929, Elena Andrés Hernández cultivó una admiración profunda por las letras desde temprana edad. Su afán por explorar los matices del lenguaje y sus misterios la llevó a obtener su doctorado en Filología Románica, convirtiéndose en una mente analítica y crítica de gran envergadura.

Su incursión en la poesía fue un reflejo de su percepción intrincada del mundo y las emociones humanas. En 1959, vio la luz su primer poemario, «El buscador», una ventana a su alma que cautivó a lectores con su sensibilidad y destreza lingüística. A esta obra maestra siguieron creaciones notables como «Dos caminos», merecedora del accésit del Premio Adonáis 1963, y «Desde aquí mis señales» (1971), cada una encapsulando un universo único de sentimientos y reflexiones.

Andrés Hernández continuó su travesía poética, cosechando logros como el II Premio de Ámbito Literario «Paisajes conjurados» por «Trance de la vigilia colmada» en 1980. Su influencia literaria trascendió las fronteras españolas, encontrando eco en revistas prestigiosas como Estafeta Literaria, Árbol de juego, Caracola, Cuadernos Hispanoamericanos y más. Sus versos, enriquecidos con profundidad y musicalidad, encontraron resonancia en diversas culturas gracias a traducciones al francés, polaco, inglés, rumano e italiano.

Para Elena Andrés, la poesía no solo era un medio de expresión, sino también un canal para aliviar tensiones emocionales e intelectuales. Para ella, la vida cotidiana brindaba innumerables experiencias que merecían ser transformadas por un lenguaje elevado y cautivador, capaz de trascender las barreras de la comunicación y llegar al corazón del lector. En sus palabras, el lector aportaba una dimensión subjetiva que otorgaba sentido a las obras, dotando a sus versos de una interpretación personal y profunda.

El legado de Elena Andrés Hernández se mantiene vigente en la memoria de los amantes de la poesía y la literatura. Su labor como educadora y su habilidad para plasmar emociones universales en palabras refinadas siguen inspirando a generaciones de escritores y lectores. A través de su arte, logró conectar con el alma humana y establecer una conexión íntima entre los versos y la vida misma.

El arlequín de Picasso

La ternura
de carne azul. Los ojos
dos gotas del Vacío,
concretas, implorantes
que cayeron,
vivieron en un rostro y se quedaron.

Aureola malva de tristeza tierna,
el desamparo añil.
Arriba hay una estrella plativerde
que se diluye entre la brisa dura,
violácea y táctil
de la compasión.
La estrella se diluye, mientras, alguien
se queda inmóvil, para siempre inmóvil
con gesto congelado.
No se atrevió por nunca
a salir a la danza,
preparado,
se heló el gesto: mira al absoluto.
Forman ángulo obtuso sus dos brazos.

Planas las manos sosas, una al viento
deja flotar maciza, mansa, mansa…
y la otra cae entera,
mas en lance
de cortés timidez torpe recoge
con el denso pulgar la Indecisión,
que es un bonete pardo, casi negro.
La mano iba a caer,
mas se suspende
en un incierto instante…
En su boca se anida en suave trazo
la tristeza soñada
en un extraño trance de prevenida.
¡Ay, su rostro alargado
sin máscara ni arranque,
sólo una bondad-pena!

Arlequín, hijo mío,
hijo mío el más querido.
El que no quise yo jamás tener.
Detrás de las cortinas de Infinito
te adivino y te quiero.
No lo sabes tú bien con qué coraje
te quiero, con qué brío.
Y te mando mis lágrimas de noche.
En alguna alta noche de elegida
rajo en vislumbres el techo, que oprime
de gravedad telúrica
mi pecho y te entreveo;
mis ojos llameantes
pegados a sutiles cerraduras
de puertas-cielos…
A veces logro verte.
Y hasta veo una gota
de estrella derretida,
que corre hacia tu boca dulcemente
y mi orgullo de madre se ilumina.
Hijo mío, el más querido,
el que no quise yo jamás tener.
¡Indefenso!, por siempre
escóndete, por siempre
entre las brumas de algún Infinito.

Bueno. ¡Hijo mío,
hasta cualquier noche!
Hasta la última noche,
que vendrás a buscarme de puntillas,
para no herir del todo
mi última soledad, yo bien conozco
el arrebato de tu delicadeza.

Aguilas del amor

¡Qué tienes tú que ver
con las aves en cruz de los brazos abiertos!
Águilas del amor que navegan espacios.
Los brazos poderosos como pájaros míticos,
que vuelan penitentes
(el vigor constructivo inquebrantable).
Fuertes, auxiliadores.

Ved su cortante vuelo peregrino
por atmósferas rojas.
Hendiendo tempestades, rescatando
a niños paranoicos,
que se creyeron ángeles, subieron
(alas de remolino de una ilusión endeble coloreada)
a un cielo de oquedad, gimen vacío.

Y ya iban a caer
a un limbo de sarcasmo.
Sus caras tan redondas
de mejillas infladas,
como gráficos vientos de barrocas
cartografías azules.
¡Oh locos querubines de alas de papel rosa!
Los brazos voladores
¡Con qué amor os detienen la caída!
Con qué amor os contienen: ya dormidos.

Qué digno es vuestro sueño, la ternura
de una gota de azar en vuestros párpados.
¿Volveréis a nacer?
¿Sonreís al infinito en vuestro sueño?

Los brazos surcadores, cósmicos, del amor
por los espacios.