Poetas

Poesía de México

Poemas de Enriqueta Ochoa

Enriqueta Ochoa. Nació en Torreón, Coahuila, el 2 de mayo de 1928; murió en la Ciudad de México, el 1 de diciembre de 2008. Poeta. Estudió en la Normal de Maestros. Fue profesora en la UV, la UAEM, la UNAM, la SOGEM y la Normal Superior del Estado de México. Coordinó talleres literarios del INBA en Aguascalientes, Torreón, Tlaxcala y la Ciudad de México.

En 1994, el CONACULTA, el SCM, el Ayuntamiento de Torreón y el ICOCULT crearon el Certamen Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa. Sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, alemán y japonés. Miembro del SNCA desde 1999. Le fue otorgada La Paca de Oro 1979 como Hija Predilecta de Coahuila. Medalla de Bellas Artes 2008.

Murió en 2008, a los 80 años de edad.

El suicidio

para Rubén Tamez Garza

Pienso en la fecha de mi suicidio
y creo que fue en el vientre de mi madre;
aún así, hubo días en que Dios me caía
igual que gota clara entre las manos.

Porque yo estuve loca por Dios,
anduve trastornada por él,
arrojando el anzuelo de mi lengua
para alcanzar su oído.
Su fragancia penetraba en mi piel
palabras que no alcanzo a entender,
que no voy a entenderlas, quizá…
Aprendí muy tarde a conocer varón,
lo sentí dilatarse con toda su soledad
dentro de mí.
Fue una jugada turbia,
un error sin caminos.
Fue descender al núcleo fugaz de la mentira
y encontrarme, al despertar, rodando en el vacío
bajo una sábana de espanto.
Fue lavarle la boca a un niño
con un puño de brasas
por llamar natural lo prohibido;
por arrastrar con cara de mujer madura,
ese carro de sol inútil: la inocencia.
Fue arrancarte las uñas de raíz,
arrastrarte,
meterte en la oquedad de la miseria, a bofetadas,
por el ojo hecho llama sombría, del demonio.

Padre

para Macedonio y Teresa

Al montón de polvo que te cobija
bajé esta tarde;
la sal de la llanura ardía
bajo el árido resplandor del silencio
y un tifón de soledad golpeaba
contra la flor caliza de los cerros.
Yo te hablé con esa ternura indómita
que rompe dignidades,
y me quebré de bruces en la tierra;
allí donde ningún extraño enjugaría
las pupilas ajadas de desvelo.
Lejos,
en muchedumbre hambrienta palpitaba la vida
ajena de tu muerte y de la mía…
¿Es que pronto no habrá una lágrima
para mojar tu ausencia,
una antorcha vehemente que te salve de tanta
nieve oscura?

Las urgencias de un Dios

¡Cuánto girón de cielo prometido
que no puedo creer,
que no logra sitiarme
ni adormecer mi sien
ni incitarme el afán!

No rebusquen más mitos en mis labios.
Soy la furia salvaje de una criatura
abandonada en el monte
sin conocer más padre que el sol que ha requemado mi epidermis
ni más madre que ese lamento gris de tierra
que indefinidamente me derrumba y me levanta.

Una urgencia por Dios toma el vocablo.
¡Lo que nos pasa a veces!
Si cuando niña se me hubiera dicho:
‘Ante Dios
afloja la rodilla y baja el rostro’,
yo hubiera obedecido.
Pero nadie sopló luces de mitos en mi frente
ni se movió en los nervios de mis actos
(aprendí de mi abuelo a levantar, por mi mano, todas las cosas)
y fui sólo el bárbaro explorador sin ropas
que arañando la piedra se trepaba al risco
para avistar las rutas que indicaba
su brújula de astros y de olores.
Y ahora, cuando alguien me pregunta:
‘¿Cuál es tu Dios, tu identidad, y la región que habitas?’, digo:
—Mi tierra es la región del embarazo
y yo soy la semilla donde Dios
es el embrión en vísperas.

¡Cuánto pasado para llegar aquí!
Para poder estar de pie junto a las cosas
y decir:
—Mi corazón se espiga frente al mundo
como una inmensa lágrima caliente.
Pasan las madres con sus hijos.
Las parcelas revientan de brotes
y el espacio nutre un retoño
de vibrátiles e inmensas dimensiones.
Ante esto
yo mido la magnitud de mis caderas,
palpo mis carnes, aguzo el oído finamente
y confirmo el hecho:
como ellas yo llevo un fruto en mí.
Pero alguien, no sé quién, salta y me dice:
‘Ficticio anunciamiento
en la sorda pulsación de un cuerpo estéril’.
Qué saben ellos
de ese recóndito embrión
urgiendo mi presencia bajo un cielo de ruinas.
Qué saben de ese embarazo antiguo gestando desde siglos
un hijo despatriado que no logra nacer
ni abortar de mi vientre
cuando resbalo y caigo.
Un hijo falsamente robado y bautizado
en el narcotizante vino de un río mitológico
que no acierta a moverse
con la pesada carga que le asignan.
¡Ay del fruto en la entraña
escandalosamente percibido,
voluminosamente titulado,
quebrantando mis huesos al golpe de su peso!
Y antes no eran sus rasgos pronunciados
ni complicado el peso.
Yo recuerdo la niña agilidad
que jugaba con la víscera azul
antes del rapto,
casi en la misma conjunción del lecho:
aquella anunciación difusa y primeriza
de hace siglos,
donde su presencia apenas si brillaba
con párvula intuición de imprecisión y azoro.
Sensible al ruido y diminuto,
sus fugas nos vedaban los contornos
y aún el más sigiloso y descalzo de los pasos
le aguijaba de miedos
precipitándole en una tímida huida de corza repentina.
Pero eso fue ayer. Ayer,
en el tiempo de las primeras brasas.
Hoy todo es distinto.
Sé mi condición de madre
y de Dios su condición de hijo,
de sucesión, rumbo al futuro,
y un desgajado sol de otoños dulces
dilata mi corazón y lo revienta en grito:
¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Con un temblor de voz que supera todas las ternuras.

De blasfemia han tachado mis urgencias.
Dicen que Dios no reirá jamás entre mis labios
ni llorará en la cuenca de mis ojos tristes.
Seré siempre la anónima, la gris, la desterrada
para quien sólo existe por patria
un índice de estragos y de hogueras-
Pero…
Que no me digan nada.
El corazón se exprime en sus lagares
y canta en el ardor de sus heridas,
El mío canta aquí, a la intemperie,
sin fronteras ni códigos caducos,
sin esos cuentos viejos que nos dicen:
‘Corrían arcos de luz de arriba abajo
y tatuaban las frentes de distancias’.
Como si el ala oculta no tocara
más arriba del ojo de los vientos.
Yo no puedo alisar fábulas ciegas.
Alguien rompió sus labios pecho adentro
y me enseñó a forjarme desde siempre
una forma de amor recíproca y sencilla.
De aquí que guste la identidad sin límites ni ambages
y use el coloquio fácil y entrañable
con que en el vientre se hablan madre e hijo.
No reparo en lo dicho. Dios es mi inseparable,
mi más íntimo compañero
de juegos y de lágrimas:
el más constante y tierno,
más rebelde y sumiso.
Lo que son las cosas…
Yo sé lo que le espera al canto en que me espigo:
una turba de puños indignados demolerán su forma,
me trizarán a golpes.
Mas yo sabré ubicarme
de nuevo en mi insistencia
sacudida de grillos la cabeza
y destrenzado el pelo hasta las corvas,
porque odio los límites supuestos.
No me conformo con que digan:
‘su forma es ésta; vedada otra estructura’.
¡Qué débil consistencia de doctrina!
Recordad que Dios es el espejo
más contradictorio y bifurcado,
acomodado a todas las pupilas.
Yo lo esculpo a mi modo y le doy forma.
¿Cómo pecar con esto?
¿Peca la hembra que proclama al vástago?
¿Peca al decir: se hospeda desde siempre
en la borrasca delirante de mi sangre?
Imposible.
El concebir y el cantar no hay que velarlos.
Hay que danzar con ellos a la luz del día
y a la obsidiana luz de la alta noche.
Yo no puedo evitar mi índole espontánea;
soy una cascada de torsos al desnudo.
Como el niño se da, me doy al viento
desatando mi grito.
Los buenos
me dirán que calle y ceda.
Mas yo que en torno de mi cintura
be puesto un cascabel de mineral rojizo
que a cada paso grita a Dios: ¡Mi hijo!
y establezco mis propios cánones y salmos,
no me dejo llevar
ni me dejo negar
ni escondo la vereda
ni me humillo el rostro
cuando otros le nominan ‘Padre’, ‘′Artífice’,
ni les digo el origen de mi grito
porque no creerán en la sobrevivencia.
Perece el padre, sobrevive el hijo,
El último es eterno:
llora en el niño antes de hacerlo hombre,
y después y después,
y siempre el hijo despejando el futuro.
dominando horizontes
imperecedero, triunfal,
en la Unidad, en lo Eterno.
¿Por qué ignorar que el mundo
es un cotiledón de fuego
en que Dios va formando su presencia?
Son cosas que no pueden cubrirse.
Miradme aquí cómo al tratar su nombre
danzo en una resurrección
de brasas removidas
y siento sus latidos sonándome en el pecho.
¿Cómo negar al hijo que florece?
No he aprendido a ocultarle
ni a decir que me pesa, aunque me acusen
de agotarme su largo nacimiento.
¿Por qué habría de ser?
Él no me obliga a prescindir de nada.
Su floración es natural y simple
y si bien estos ojos vidriosos se me pierden
tras un vago rumor inaprehensible
y a menudo descanso en el camino
y acaricio su forma por mi vientre.
también puedo agitarme
y retozar a pie descalzo el monle vivo
y hago correr sus pies entre mis piernas
y hundo mis manos en la tierra firme
y bebo el agua corriente de los ríos
y desnudarme al sol.
Y es mejor que mejor,
porque no me gustaría que el que pasara viera
mi cabeza quebrada sobre el pecho,
ni quiero para él un enfermizo rostro
de Dios encajonado
en estancias oscuras y severas.
Quiero que muerda el corazón del mundo,
que sepa del sol,
de los astros, del viento,
de lo grande y lo mínimo.
Quiero en Dios al lujo que creciendo
en plenitud reviente al cerco falso
y destruya las fronteras
y la celda ficticia y demudada
del concepto y la carne.
Lo quiero levantando su imperio al aire libre.
desnudo, limpio, imperturbable y sano,
respirando hondo y fuerte
del aliento rotundo de la tierra.

Hacia el cristal secreto de los frutos

Dios mío,
de tus labios bajan ríos de luz
hacia el cristal secreto de los frutos
y amanecen maduros.
Muchos hombres vienen al mundo
a buscarse un lugar.
Yo he venido en éxtasis desde el alba,
atraída al aroma que escapa de tus cestos,
pidiendo dormir entre tus frutos esta noche
para que mi corazón madure.

Retorno de Electra

I

Para poderte hablar
así, de frente,
tuve que echarme toda una vida
a llorar sobre tus huesos.
Tuve que desandar lo caminado
desnudando la piel de mi conciencia.
Para poderte hablar
tuve que volver a llenarme de aire
los pulmones.
Y cuidar que no se me encogieran las palabras,
el corazón, los ojos,
porque aún se me deshacen de agua
si te nombro.
Ya me creció la voz. padre, patriarca,
viejo de barba azul y ojos de plomo.
Ya te puedo contar lo que ha pasado
desde que te fuiste.
Con tu muerte se quebrantaron todos los cimientos.
No me atreví a buscar
porque no habría
un roble con tu sombra y tu medida
que me cubriera de la llaga de sol en mi verano.
Uní la sangre que me diste a otra sangre.
Malherida,
borré la sombra del sexo entre los hombres
y me quedé vacía, a la intemperie.
Y no pude decir
hasta que se hizo carne de mi carne el amor
lo que era hallar la propia sombra, entregándose.
Después quise ubicarte en mí, te pesé,
te ultrajé, te lloré, medí tus actos,
di vuelta atrás,
y volví a caminar lo desandado.
Por eso puedo hablarte ahora, así,
porque entendí tu medida de gigante.

II

No podemos hacer nada con un muerto, padre.
Se suda sangre,
se retuerce el aullido tirado sobre las tumbas
en un charco de culpa.
Padre,
yo soy Pedro y Santiago,
el sable que doblado de sueño castró su espíritu
en tu oración del huerto.
Yo soy el viscoso miedo de Pedro que se escurrió
en la sombra a la hora de tus merecimientos.
Soy el martillo cayendo sobre tus clavos,
el aire que no asistió al pulmón en agonía.
Soy la que no compartió
el dolor anticipado que se enclaustró
a devorar su miedo,
la hendidura irresponsable,
la desbandada de apóstoles.
Soy este pozo de noche en que se hunde la conciencia.
Di, ¿qué se hace con un muerto, padre?
Di, ¿cómo lavo estas llagas
si todo queda inscrito en el tiempo
y todo tiempo es memoria?

III

Colgábamos de ti
como del racimo la uva.
Cuando la muerte
reblandeció el cogollo de tu fuerza,
presentimos el vértigo de altura y la caída.
Uno a uno,
en relación directa a la pesantez de tu esencia,
descendimos.
Bajo anónimas pisadas me vi saltar la pulpa,
sorprendida.
Y no era orgía de vendimia
ni enervación de culto.
Fue ser la sangre a la sed de todos los caminos,
dejar la piel desprendida
entre un enjambre de alambradas.
Ahora,
para afirmar la talla
con que tu amor me hizo
sólo queda una espina:
la palabra.

IV

Perdón, hermanos,
porque no alcanzo a verlos
ahogada como estoy en mi hoyo
de pequeñas miserias.
¡Mentira que deseo morir!
Antes quisiera conocerlos
sin mi lente deforme.
Quizá los amaría tanto
o más de lo que estoy amando
a mi lastre de lágrimas
en este viaje de niebla.

V

Padre,
no puedo amar a nadie.
A nada que no sea este fuego
de sucia conmiseración
en que se consume mi lengua.
Quiero otro aire.
Otro paisaje que no sean los muros de mi cuerpo.
Emparedada, desconozco el resplandor del centro
y la desnudez de la periferia.
Voy a abrir brecha hacia los dos caminos
y quizá quede atrás
la trampa de la vieja noria.

Carta a Jesús Arellano

Desde hace años, Jesús,
el corazón me rebota loco entre las sienes
y ando por los rincones escondiendo al sollozo.
Estreno una sonrisa cada mañana
y pido limosna en todas las esquinas,
porque ¿quién va a prestarme su vida,
su amor, o su Dios?
Tengo que comprármelos yo misma, y no me alcanza.
Y todo esto que escondo y espero y que no llega,
es la razón que me desangra dentro.
A veces ocurre que de tan hambrientos
inventamos el sueño, la esperanza…
y mortalmente heridos, agonizamos por todos los hijos
que se nos quedaron dentro,
y por las palabras desquebrajadas,

presas entre los molares apretados del miedo;
las que luchan por sobrevivir
y a veces se nos caen de la boca
como un aborto ciego y doloroso.
Algo se rompe acá dentro y pienso,
me estoy vaciando viva.
Todos los adioses se agolpan y me miran
a mitad de la noche.
Tomo mi cobija de silencio, entonces,
y camino arrastrándola por los pasillos de la locura
y no me muero, Jesús,
y me siento a la orilla,
pidiendo se me ayude a balancear mi vida,
antes de irme
y tiemblo y nadie escucha, huyen con espanto,
mientras yo juego a la pelota con la muerte,
lanzándola como pequeña brasa de una mano a otra.
Y no me muero, Jesús, y no se muere una,
hace sólo el ridículo con su pequeña muerte
que es sólo una niña azorada,
llorando por todos los que de veras mueren sin
derecho.

Eternidad

La eternidad mece, ondula,
abre de par en par su túnica de viento;
en el espacio de su seno esplende
una constelación de luz acumulada.
El Padre la detiene. Un instante
mete su mano turbulenta hasta la entraña
y la abre sobre la piel del mundo.
Un alud de semillas caen, parpadeando.
Se fecunda la tierra. Cada segundo se fecunda.
El hombre entra a la prisión de su cuerpo
doblada la cerviz
y vuelve a tirar de sí, uncido al yugo de la vida,
hasta que aspira el Padre
y volvemos al seno de la Madre.