Poesía de Cuba
Poemas de Félix Pita Rodríguez
Félix Pita Rodríguez fue un destacado escritor, poeta, periodista y crítico literario cubano, nacido en Bejucal, La Habana, el 18 de febrero de 1909 y fallecido en la misma ciudad el 19 de octubre de 1990. Su obra abarca diversos géneros y estilos, desde la narrativa fantástica hasta la poesía surrealista, pasando por el ensayo histórico y la crónica periodística.
Su vocación literaria se manifestó desde muy joven, cuando publicó sus primeros poemas en revistas y periódicos de Cuba y España. En 1930 viajó a Europa y conoció a importantes figuras de la cultura hispanoamericana, como Federico García Lorca, Pablo Neruda y Miguel Hernández. Participó activamente en la defensa de la República Española durante la Guerra Civil y fue herido en el frente de Madrid.
A su regreso a Cuba, se dedicó al periodismo y a la creación literaria. Fue fundador y director de varias publicaciones culturales, como Orígenes, Clavileño y Unión. Colaboró con numerosos medios nacionales e internacionales, como Bohemia, El Mundo, Casa de las Américas y La Gaceta de Cuba. Fue vicepresidente de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y presidente de su sección de literatura.
Entre sus obras más destacadas se encuentran San Abul de Montecallado (1945), Corcel de fuego (1948), Tobías (1955), Las crónicas. Poesía bajo consigna (1961), Las noches (1964), Historia tan natural (1971), Niños de Vietnam (1974), Poesía y prosa (1976), La pipa de cerezo (1987) y De sueños y memorias (1986). Esta última le valió el Premio Nacional de Literatura en 1985 y el Premio de la Crítica en 1986.
Su obra ha sido reconocida por su originalidad, su lirismo, su humor y su compromiso social. Ha recibido elogios de críticos y escritores como Nicolás Guillén, Juan Marinello, Eliseo Diego, Regino Pedroso y Roberto Fernández Retamar. Ha sido traducido a varios idiomas y ha influido en generaciones de creadores cubanos e hispanoamericanos.
Félix Pita Rodríguez fue un hombre culto, curioso, viajero y aventurero. Su vida se refleja en su obra, que es testimonio de su pasión por la literatura, la historia, la naturaleza y la humanidad.
No sé si con palabras
No sé si con palabras, pero sé que está escrito.
Este mundo que tengo tan nuevo entre las manos,
viene desde la hondura nebulosa del tiempo. Ayer tú eras.
Y eras también mañana. No sé cómo explicarlo.
Pero el futuro ayer da de pronto a tus ojos
algo tan conocido, algo tan conocido,
que voy sabiendo lenta, lento, muy lentamente,
que mi ceniza estuvo donde durmió la tuya
y que jugaron juntas el mismo amargo juego.
No sé si con palabras, pero tampoco supe
nunca de qué color tiene la luna el pelo.
¿De dónde surge ahora, si sabes, el paisaje,
que me pone las manos débiles como ramas,
como ramas dobladas en el viento?
No sé si con palabras. Pero sé que está escrito
allí donde te apoyas, allí donde te duermes en el viento.
Hay un barco que llega donde boga tu pecho.
Hay una luz quebrada de cristales cada vez que me quejo.
Hay algo más, hay algo más, hay un surco de fuego
que me dice vibrante en tu frente de almendro,
dónde puse otra vez mi firma de silencio.
No sé si con palabras. No sé. Cuesta trabajo
mantener en su sitio lo que a fuerza de muertes
ya no tiene remedio.
Pero me es conocido ese coral. La luna y el velero
me son desde otro tiempo residentes del pecho.
No sé cómo explicarlo. No sé.
Pero tú que ahora estás, ya estabas otra noche,
otra noche distante, entre los brezos.
Todo tiene la helada profundidad lejana
de una niña entrevista, caminando, dormida, en un espejo.
Hay un lago también, que vuelve y vuelve, también,
bajo tu pecho. No sé. No reconozco, no puedo, su reflejo,
pero si alzas los párpados, estás,
estás si vuelan, repitiéndose, en el aire, tus dedos.
¿De dónde esta fatiga? ¿Por qué tan prisioneros
nadie sabe de quién, esos que no se pueden llamar,
siquiera, apenas, casi, recuerdos de recuerdos?
Este mundo que tengo tan nuevo entre las manos,
viene desde la hondura nebulosa del tiempo. Ayer tú eras,
Y eras también mañana. No sé cómo explicarlo.
Tal vez pueda decirte solamente esta noche
que el zumo de otras noches es su mismo silencio,
que cinco muertes antes tu mano ahondó en mi pecho,
que cinco muertes antes me dijiste gimiendo
lo que gimes ahora, repitiendo, gimiendo.
Tal vez pueda tan sólo decirte en esta noche
en que glacial, extraño, cálido, bien amado,
un aire fatigado gira junto a mi cuello,
tal vez pueda decirte tan sólo, no sé con qué palabras,
no sé cómo, sin poder explicarlo,
que eres la misma, que eres,
no sé, pero recuerdo.
Mi casa
Una de cal y otra de luna,
esta es la fórmula precisa,
una de cal y otra de luna.
Sobre la puerta, la divisa
en el escudo del frontón.
Sobre la puerta la divisa:
“En lo más alto el corazón.”
Nada lo estorbe ni lo impida:
En lo más alto el corazón.
Que él ponga el precio y él decida
—si es contra mí, tanto peor —,
que él ponga el precio y él decida:
Siempre diré: tuvo razón.
A Isabelita
Para retribuirla de una dedicatoria banal,
esta página sin copia.
Estas son las voces oscuras, las sin palabras…
Aquí otra vez, recuerdo.
Muertas lunas de arena lo señalan.
Este cielo de alpaca
y una armonía crujiente, demoledora, amarga,
que baja de los robles y se ensaña
con mi sangre de flores fatigadas.
Aquí otra vez, recuerdo:
era como un latido sin palabras.
Yo estuve en este mundo.
Recuerdo, pero ¿cómo? Su latitud helada.
Todas las puertas ciegas,
las huertas desveladas.
Una sombra sin hombre en ese muro,
con silencios gritaba.
¡Qué fulgor de semillas de agonía
deshaciéndose en lucha con el alba!
Aquí estuve otra vez, recuerdo:
un corcel entre llamas
y el mensajero muerto
galopando incansable por las landas.
Retrato
Un candor cierto por la persistencia de tu tesis
brillante;
un candor y otras cosas que no pueden nombrarse.
Ciertos pájaros claros de evidencia metálica;
cierta anfibia manera de pronunciar la erre,
y una sombra y su acento de haber perdido siempre
varias frutas maduras.
Eso va delatando, como un jardín cualquiera,
tu sentido del tacto.
El color amaranto no te va bien volando.
Te recoge, te ciñe, como un color guerrero.
Y más que no recuerdo.
Parlamenta, convence. Tu ternura sin ruedas, sin
ángeles
ni cintas, de placidez de alfombra, puede sacar
partido.
Y es lo que no se espera lo que tiene remedio,
lo que puede ser cierto.
Una muerte tan dulce siempre llega a destiempo,
entre el doblado miedo, jícara persistente
donde tu corazón guarda mis arrabales.
¡Oh, mi dulce hoja verde!
Cédula
No sé si alguna vez fui un cerezo silvestre.
Tal vez fui nieve, mirto, vilano, lluvia fina;
acaso un verde, trémulo, insecto del rocío.
No sé si alguna vez fui un cerezo silvestre,
pero a veces un ámbito de ramas en el viento,
cierta expresión de alturas debatiéndose.
Acaso allí.
No digo que no fuera, ni digo que es posible:
estoy contando cosas que no tienen remedio.
La noche de Nefertite
Remontando un agua de tinieblas, por los más olvidados espejos de bronce escoltada, ella, la mensajera de sí misma, la doliente de no puede ya recordar qué pena, vuelve.
Nada le dice, nada significa su resplandor antiguo, su ambigua y fatigada manera de regresar volando, de vencerse a sí misma, de negarse tal vez a traspasar la puerta que nadie guarda, salvo el náufrago olvidado por la muerte bajo palabra.
El rencor cenagoso de Amón Ra, se trasvasa desde el corazón vencido y acongojado de Akenatón, hasta su víscera más profunda, aquella que tiene por única función la de acendrar el aceite esencial de la esperanza.
«La muerte cicatriza el odio de los hombres —musita amargamente, acodada en el barandal desolado del aire de la noche —. El odio de los hombres tiene un último paso, una nota final en su melodía. Pero Amón Ra es un dios y el odio de los dioses nace de la misma simiente que la desdichada flor del papiro negro, cuyos pétalos se reproducen de sí mismos, eternamente».
Boga desbrozado el silencio inaudito que nada tiene fuerza bastante para romper, el silencio que no puede ser imaginado del gran mar sin orillas que comienza más allá de la Ultima Thulé.
Contribución al estudio de la bruma
A Gustavo Eguren
que las ha visto.
Las gaviotas nocturnas son de austeras costumbres.
Generalmente anidan en las ramas más altas
de los cierzos perdidos del invierno. Se alimentan de escarcha,
de los frutos maduros de la niebla, y de las taciturnas
flores de la esperanza. Son calladas y mueren con frecuencia
víctimas de esa fiebre de incurables nostalgias
que diezma a los delfines más australes.
No tienen descendencia.
Se reproducen solas, de las plumas que pierden
las tormentas que a veces se extravían,
cuando imprudentes cruzan, sin las cartas de ruta,
por las noches polares.
Jamás hablan de amor,
desconocen la guerra, y tienen la costumbre de la duda.
Su extinción causaría danos irreparables,
pues sólo ellas conocen las fórmulas secretas
de las destilaciones del sudor de agonía,
recogido en las frentes de aquellos que murieron,
víctimas de la cólera de las grandes tormentas,
en las noches más frías.
Sudor que destilado según las viejas fórmulas
que custodian severas las gaviotas nocturnas,
produce los aceites esenciales
con los que gota a gota se fabrica la bruma.
- Saint-Pol-Roux
- Homero Aridjis
- Leandro Calle
- María Silva Ossa
- Laura Devetach
- Antonio Carvajal
- Luis Salvarezza
- Clarissa Pinkola Estés
- Eloy Sánchez Rosillo
- Marta Pessarrodona
- Carlos Enrique Sierra Mejía
- Elena Soto García
- Hilario Barrero
- Raquel Señoret
- José Ramón Luna
- Rosa Araneda
- Aimé Césaire
- José Manuel Poveda
- Carlos Aránguiz
- Dolan Mor