Poetas

Poesía de Chile

Poemas de Fernando González Urízar

Fernando González-Urízar, nacido en Bulnes en 1922, se erige como una prominente figura en el panorama literario chileno del siglo XX. Sus versos, resonantes y emotivos, han trascendido fronteras, siendo traducidos a más de quince idiomas y encontrando eco en revistas literarias y antologías poéticas alrededor del mundo.

Desde sus años de juventud, González-Urízar demostró una inclinación hacia las letras, aunque sus primeros pasos lo llevaron por los caminos de la Arquitectura y el Derecho. Sin embargo, fue en la poesía donde halló su verdadera vocación. Aunque nunca completó sus estudios universitarios, su trayectoria en el Servicio de Impuestos Internos no impidió que cultivara su pasión por la escritura.

La década de los 60 marcó un período de intensa actividad para González-Urízar. Presidió la Asociación Chilena de Escritores y se embarcó en viajes que lo llevaron por toda América Latina, Estados Unidos, Europa, Asia y Oriente Medio, nutriendo así su obra con experiencias y perspectivas diversas.

Como reconocimiento a su contribución a las letras, González-Urízar recibió numerosos premios a lo largo de su carrera. Desde el Primer Premio de Poesía de la Federación de Estudiantes de Chile en 1947 hasta el Premio Regional “Baldomero Lillo” de Artes Literarias en 2002, su obra fue constantemente celebrada y honrada tanto en Chile como en el extranjero.

Entre sus obras más destacadas se encuentran «La eternidad esquiva«, «Los sueños terrestres«, y «Sabiduría de la luz«. A través de estos poemarios, González-Urízar exploró temas universales como el amor, la soledad, y la búsqueda de significado en un mundo cambiante.

Su legado trasciende más allá de las páginas de sus libros. González-Urízar fue un ferviente impulsor de instituciones literarias y un mentor para generaciones de poetas chilenos. Su presidencia en la Sociedad de Escritores de Chile y su membresía en la Academia Chilena de la Lengua son testimonio de su compromiso con el desarrollo cultural de su país.

Aunque el Premio Nacional de Literatura de Chile nunca llegó a sus manos, González-Urízar fue reconocido por otros galardones, siendo su obra exaltada por figuras eminentes como Pablo Neruda y Juvencio Valle.

Fernando González-Urízar falleció en 2003, dejando tras de sí un legado literario que perdura en la memoria colectiva de Chile y del mundo. Su poesía, impregnada de sensibilidad y profundidad, sigue siendo una fuente de inspiración para aquellos que buscan la belleza en las palabras.

La copa del amor

Ahora que el mar se hizo recuerdo,
juntos en el estío de las lágrimas
miramos otra vez el agua sola,
el agua del crepúsculo
caída sobre los ojos ciegos,
ay, inmóviles charcas
en el vacío de los cielos.
Sopla el viento la luz,
la ciudad es un ramo que titila,
escapan temerosas las arenas,
la copa del amor es alta y triste.
En el estruendo todo se sepulta:
la voz, luego el sollozo
y el adiós que se va con esas olas.

¡CHILLAN, CHILLAN, TAN LEJOS!

Del Ñuble al Diguillín hasta el
Itata,
¡Chillán, Chillán, tan lejos!

Recuerdo tu ola intacta
de pasto en llamas solas floreciendo,
el kiosco y los laureles de la plaza,
mis ojos en la noche
y el ciruelo,
¡Chillán, Chillán,
tu gracia
de vastedad, perfume solitario!

Qué polvareda azul cae del tiempo
cuando remezco tu árbol,
¡Chillán, Chillán, tan lejos!

La sangre de mi infancia se ha quemado
entre tu verde lámpara,
mis sueños
en tu avellano puro.
¡Oh tu agonía,
Chillán, Chillán del viento,
Chillán de la magnolia
resonando
en aquel hondo pozo de luciérnagas!

El dedo de don Diego de la Noche
toca mi corazón,
¡Chillán, Chillán tan lejos!

Tengo tu nombre inscrito en la raíz
del álamo, Chillán de la madera.
La negra espina de Quinchamalí
se hunde en tu harina con olor
a menta.
A veces una abeja dolorosa
por las veredas del matico viene.

Como un sollozo ardiendo
en la garganta
su ola de sal me deja.

A lavarse en los grifos de mi casa
la dulce luna del Mercado viene,
¡Chillán, Chillán, tan lejos!

¿Qué piano solo y puro cantaba
entre la lluvia,
qué sonata de plumas insomnes,
qué taladro,
qué ardiente luz en tus postigos
crece,
qué candelabro en llamas
por el aire?
¡Santo Domingo!: nube,
golondrina,
palma sagrada, escarcha santiguada!

Un moscardón azul de oro macizo
vuela por los pastales de Lumaco,
¡Chillán, Chillán, tan lejos!

Me ha vuelto soledoso
la primavera ardiendo en los cerezos.

¡Chillán, Chillán, tan hondo
de orégano tu viento,
de toronjil bajo el rocío,
de callana en el fuego,
con la humedad llovida del cereal
amontonado en los andenes.

Alfarería con sabor a lágrima
o a miel o a almendra,
¡Chillán, Chillán, tan lejos!

Por un sendero antiguo de Recinto
desando yo las piedras.
¡Oh luz perdida entre tu cielo límpido,
Chillán, Chillán,
se me quedó en el pecho
vibrando tu campana
inacabable
junto a la ortiga y el raudal,
tan lejos!

Quiero volver al Diguillín ahora.
Morder el toronjil. En la tiniebla
beber la noche:
el corazón
oscuro
vellón de soledad hacia la muerte.

Del Ñuble al Diguillín hasta el Itata,
¡Chillán, Chillán, tan lejos!

FRANCISCA URIZAR

I

Tu faz, húmeda yesca,
tu lengua vuelta musgo y orín frío,
por el otoño cruzan.
A ras de oscuras aguas,
caudales como lágrimas te buscan.

Tus ojos, uvas solas
cayendo por los muros y postigos,
vetusta viola lloran.
Tal una fuente muda
en medio del jardín desvanecido.

Tu voz, ala infinita,
inmóvil y veloz por entre nubes
murmura transparente.

Sus leves plumas hacen
temblar el cipresal cuando anochece.

Tal un tañido ausente
que se hunde vagabundo en lo baldío,
relumbras y ensordeces.
¡Oreas como un vaho
de luz en las colinas del estío!

Ay, sed de limpias llamas
azules como el brillo de tu aguja
en el ojal del sueño,
¡apártame esta lluvia
que estila ciegamente hacia la nada!

¡Tan aterido soplo
la yerta pesadumbre entre tus ramas,
capullo que sahúmas,
delicia que no sacias,
umbral desfallecido en que te vacias!

II

Madre, ya la lluvia no cae,
deja que abra tu puerta: la tierra está florida,
¡sal de la huesa y ven conmigo!

Hoy tengo ganas de recorrer el aire
y tantas calles solas que nunca conocimos.
¡Francisca, mi pequeña Francisca,
Francisca Urízar,
nieve y candor de pluma debes ser ahora!
¿Urízar!: agua y piedra, agua vieja,
agua pura,
¿cómo amarte sin venas, sin ojos, sin palabras?

Yo la primera muerte la viví de niño,
en Bulnes, ¡largos años!
Se fue mi padre envuelto en luz umbría
por un trece de Marzo.
Entre sus palmas, yerta peonía,
la cruz esparce un lento fuego blando.

En tu ataúd, sayal de escarcha diurna,
¡tan hondamente grácil!
Inmóvil, sideral, el rostro puro
labrado como un vaso,
ciegos los ojos y los labios mudos,
sobre la almohada, cera y albayalde.

¡Ay, madre, todo el tiempo
en una bocanada de perfume!

¿Hay iglesias de piedra donde moras?
¿Mantienes de café la indumentaria?
¿Por quién reza tu lengua de sal terca
salves, jaculatorias y trisagios?

¿Guarda mi padre sus anillos de humo?
¿Hace allá filatelia o numismática?
¿Discute con un párroco ladino?
¿Se te añublan los ojos al mirarlo?

¿Se acuerda de mí?
¿Pregunta por nosotros?
¿Escribe aún?
¿Juega a las cartas con un ángel sombrío?

¿Por qué callas?

Tengo tu nombre tenso sobre mi corazón:
sobre él baten, golpean, redoblan tantas horas,
y estoy tan mustio en el pasado que agoniza
junto a la pared del ayer,
derribado sobre el hoy inclemente.
¡Resplandores me cercan, madre, me agobian!

¡Vente conmigo, vente!:
rasga el lienzo, alza el vidrio,
apaga este jardín en llamas.

¡Haz que mane la fuente, que vuele la boca,
que arome la sangre su altar de huesos!
¡Ah, tú, solar cegado,
ven en mi siga por las calles de la lluvia!

III

Sopla las copas de los altos árboles
el viento silencioso.
¡Otoño, lento otoño!
Canta la sombra en las acequias.

¿Dónde repastas, lirio, dónde llueves,
en qué tinieblas, en qué nubes
vagas?
¡Deja que te alce hasta mis sienes duras,
que sople mi quejumbre púas,
flautas,
solo en lo solo, como un iris turbio,
ciego pastor
sin su majada!

¡Vente conmigo, verde sauce,
álabe tierno,
aljófar,
dulce pájaro
ya solo y sin memoria en el vacío!

¿No quieres ir conmigo?

¡Adiós, mamá!

¡Mamá!
Nunca te nombré así,
y es hermoso
como pelar naranjas con los dientes.

LLUEVE EN EL MAR

Los pájaros beben en las ramas la gota de agua dulce
colmada del furor apaciguado de los cielos,
baten sus alas con un temblor de párpados o lágrimas,
clavan su dardo puro en las alturas.

Allá está el mar, detrás de su alto vuelo:
hondo y austral su brillo de oro limpio.
Allá está el mar, hermoso como un toro
de verdes cuernos y ojos de esmeralda.

Llueve en su lomo: sola, solamente.
Hierve su baba bajo la llovizna.
La arena escarba con sus patas blancas
y agita el viento su testuz de espumas.

Pasa un caballo lento por la playa:
llaman sus cascos aldabón de angustia.
Pasa y hunde en el mar sus negras ancas
como una albahaca en un jarrón de lilas.

Cae la lluvia en grandes baldes de aire
con vaho de ternísimos bufidos:
¡el caballo y el mar se mojan juntos!

DAME AMOR, DAME OLVIDO, DAME TIEMPO

Dame tu pelo, dame
su ramo torrencial de jaspe vivo.
Dame tus ojos, dame
sus ópalos en llamas que lastiman.
Dame tus dientes, dame
su brillo en el clavel y su dominio
que contiene el embate de mi lengua.

Dame tu pecho, dame
la copa deleitosa de miel tibia.
Dame tu muslo de oro,
el pubis de violetas y rocío.
Dame tu boca, dame
la oreja de hostia fina,
tu garganta de pájaro celeste.

Dame tus hombros, dame
la cadera caudal y la cintura,
el árbol, la serpiente de tu espalda,
tus piernas que se queman en el frío.
Dame tus uñas, dame
su filo de navaja y medialuna
en la secreta oscuridad del cielo.

Dame tus manos largas
que saben anudar tanta delicia.
Tu axila de sal dame,
tus nalgas siempre vivas.
Como el agua cantando, atardeciendo,
como el aire de nieve y aleluya
me sumiré en tu mar, hablará el fuego.

Dame el mar que te habita costa a costa
y la niña fragancia de tus islas,
la campana que tiembla en el crepúsculo,
el sonido despierto, el que anochece.
Dame luz y palabras y silencio,
dame tiempo y lugar, dame la nada,
dame amor, dame olvido, dame muerte.

AHORA ERES EL MAR

Ahora pongo imágenes en ti
-cerezas en la rama de tus días-.
Ahora eres el mar y estás cantando.

Ahora veo el rostro que me mira
y en sus ojos -mirándome- mis ojos
en un juego de espejos que no acaba.

Ahora tu cabeza es una flor
y la arranco de pétalo a garganta.
Ahora empezarás a recordar.

Ahora pasan nubes y campanas
como lento rebaño o barcarola
y se apaga la púrpura en tus sienes.

Lo que existe sin ti desaparece:
con un viejo perfume nos golpea,
con un ramo de luz el corazón.

Ahora va mi mano recorriendo
todo el cañaveral, toda la seda
y tu boca en mi boca esclavizando.

Ahora es tu mirada la que cae
a la brasa del cielo y de las hojas.
Ahora son tus dientes los que hieren.

Ahora sobreviene tu relámpago
y el mío lo prolonga y acompasa.
Ahora del silencio llueve música.

¿Quieres saber quién soy, qué hago en el mundo?

Yo soy el que te besa y el besado,
el alimento de mi propia boca,
los ojos y la red que te aprisionan.

Y mi oficio es amarte, nada más,
ser el aire y el fuego de tus huesos
y la sola razón para que existas.

Hago contigo lo que tú conmigo
y te cuento lo mismo que me cuentan
esas flautas que lloran o que cantan.

Nos pasa únicamente lo que cambia:
ahora es la sazón para nosotros,
antes, después, carece de sentido.

Ahora me miras y con mis palabras
te callas largamente mientras hablo
y todo vuelve a ser como al principio.

Ahora pongo imágenes en ti
-cerezas en la rama de tus días-.
Ahora eres el mar y estás cantando.

TERESA EVA MARIA RAFINSKA

¿Teresa Eva María Rafinska, cómo estás
y dónde irás ahora que te haces agua y sal,
qué fue de los canastos de mimbre que traías
volviendo de Vietnam de vacaciones?

Teresa Eva María Rafinska, de mí surges
con tu vestido blanco volandero
y tus palmas menudas, de improviso,
blandiendo los canastos como triunfos
o secretos, amados testimonios.

Natural de Poznan, dulce polaca,
tu rubia cabellera es hoy la miel,
la sombra y el aroma de este canto
sin objeto, del todo innecesario,
como un día de octubre tierno y solo.

En un país al que recién llegamos
es menester un hito de reposo,
una ciudad amable a la que asirnos
para catar la luz que tiene el cielo,
el color de las nubes y del aire.

Aquí apareces tú, Teresa Eva María
Rafinska, en la ciudad de Irkutsk, una mañana
llena de sueño aún, como los párpados
que no quieren abrirse
por temor a veladas amenazas.

Blanca tu faz, apenas una rosa
colgándose del aire, todavía
con gotas de humedad entre los pétalos
y un verde resplandor en la mirada
posada en los canastos de Vietnam.

Y del cesto a tu rostro hay sólo un paso
que doy sin reparar en el peligro.
Y de pronto un río cegador
y todo se detiene, y hay un trino
perfecto entre la copa del granado.

A mitad de campana, entre lo inmóvil
no respiro siquiera, pan y migas
por los aires volando van ahora.
Un tropel de caballos se desboca
y pasa en estampida por mis sienes.

Y el árbol ominoso cruje y viene
cayendo guardabajo su alto tronco,
y lloviendo sus ramas, atronando.
Entonces tú sonríes y musitas:
Son de Vietnam, ¿verdad que son hermosos?

Yo regreso a Moscú desde Pekín
fatigado por tantas diferencias
y el misterio se da sólo a los que aman
la intimidad de un ser irrepetible,
al individuo, en fin, eso que soy,
igual al resto, pero muy distinto,
como una gota de agua
a otra cualquiera.

Tu juventud solar apenas calla,
Teresa Eva María Rafinska,
y menos tu sonrisa cegadora.
Va por las comisuras de los labios
discurriendo sus fresas y amenazas.

Volamos juntos a Omsk
-el poeta del sur y la madona-
y si cierro los ojos aún te veo
como una cinta leve en la butaca
que parece retablo por tenerte.

¿A quién le importa
que esté nublado en Omsk, que casi llueva,
que en Moscú la tormenta no permita
aterrizar aviones, que este viaje
se alargue un poco más?

Cenamos y al hotel. Siete semanas
de vacaciones fuera de tu patria.
Te brillan las pestañas largas y húmedas
como si hubieras de llorar de gozo
y te inclinas tan sabia, como un gato
a recoger la luz.

Estudias Bellas Artes en Poznan
y te gustan la música y las letras,
la poesía, dices, como un vino
de llamas que nos ciñe la cabeza,
y el amor que nos hace melodiosos.

¿Y usted, quién es
y qué hace en mi país septentrional?
Preguntas y te digo:
Soy alfarero
del silencio y de la voz.

De lo que calla,
de lo que resonando va a morir,
de lo que vive, en fin,
sin otro afán
que trascender olvidos y memorias.

Poeta, músico, pintor,
hacedor de la lluvia
o volador del aire a largos saltos,
Ciertamente un inútil
peligroso.

Entonces tú te ríes
y me besas
con un dulce abandono
melancólico,
Teresa Eva María Rafinska.

¿Recuerdas?
Yo no sabía,
no sé decir aún mis sueños sino en este
idioma castellano que tú ignoras.
Amo esta lengua como un loco suelto
y recojo sus dones a destajo.

Yo soy en español. En otras lenguas
me siento fatalmente como un tonto.
En cambio, sé callar como ninguno,
sé decir el silencio en esperanto
y hasta aun con las manos y los ojos.

Teresa Eva María Rafinska, soy Adán
en el primer silencio de la Tierra
y brotas del sonido en mi costilla.

Pero tú dominabas cinco lenguas
y ninguna de ellas era mía:
ni el francés ni el inglés ni el alemán
ni el ruso ni el polaco.
En qué idioma te hablé, dímelo tú.

Te placía a menudo repetir
un vocablo desnudo
y aprenderlo
lo mismo que si fuera una caricia
dibujada en tus labios un segundo.

Ay, las hondas vocales castellanas
y ese ritmo que tienen sus períodos,
mareas de la voz, cuando la luna
enalta el territorio de sus aguas
y cantan para el mar las caracolas.

Majestad de los nombres españoles.
Dime el tuyo, insistías, dime el tuyo.
El mío, como un filtro o un conjuro,
y en seguida te callas.
Un regusto a exigua brevedad me hacía daño.

Y otra vez un reguero en la columna:
entonas de muy lejos ese canto,
con los ojos cerrados, en tinieblas,
un poema polaco ya en sordina
de soledad abierta por el viento.

Es un vino que apuro a lentos tragos,
largamente en la copa del regreso.
Y tu belleza duele,
Teresa Eva María
Rafinska.

Así hasta que llegamos a Moscú
y tú te vas,
Teresa Eva María,
como se va la luz, Rafinska,
como se van los sueños,
como un agua fatal
que escurre, estila, escapa
rumorosa
y se pierde.

Teresa Eva María Rafinska, cómo estás,
y dónde irás ahora que te haces agua y sal,
y siempre y nunca, entonces te lo dije,
no son sino lo mismo
mirado desde puntos diferentes.

Ahora yo soy quien
se inclina ante tu nombre y sólo ve
aquel vestido blanco volandero
y los bellos canastos de Vietnam
como cestos de flores en tus brazos.

Y es el aroma tuyo
como una mariposa sobre un vidrio,
dulce polaca,
como un día de octubre
tierno y solo.

Existe, nocturna,
sin el vaso ni el asa, en la ventana,
como la luz que crece allá en Poznan,
en tu ciudad natal, Teresa Eva María
Rafinska, tu sonrisa
y el color de tus ojos
que la lluvia
no borrará jamás.

EL DON OSCURO

Eres apenas el que entona,
el aire no es tuyo.

Has aprendido a dibujar los signos,
a oler la rosa sonora con tus labios.

A articular el nudo,
a separar la sombra de la luz,
a manejar la muda transparencia y su pedal.
Y de todos los bienes y sus arcas
sólo tienes la ciega pertenencia.

Vocales, consonantes en alianza
y el árbol del sonido alza su copa
para escuchar los vientos.

Pero el sentido escapa a simple vista
y tú no lo posees, si hay alguno.

No eres dueño del nombre y su fulgor:
esa heredad te llega de improviso
como un don que proviene de lo oscuro.

Es un trino secreto, una humedad,
un tacto soledoso,
un calor frío.

Eso no lo administras. Bien o mal,
tu voluntad apenas cuenta.

Amas sin embargo este oficio
por sobre toda otra cosa de este mundo.

Se parece a la caza
o a la pesca.

Hay que aguardar paciente
que aparezca la pieza que se busca.
Mientras tanto los ojos se acostumbran.

Los oídos se extienden y la piel
distingue la pasada de las nubes
y el llover de las hojas en la fronda.

Esta vigilia apenas dura
o transcurren las horas incesantes.

El batir de unas alas,
el murmullo del agua que se aleja
y de pronto algo ocurre:

Tiembla el pecho, el corazón resuena,
ave o pez se nos muestra,
está a tiro de anzuelo o escopeta.

Vamos de prisa, cázala, que no huya,
porque huidiza escapa a toda marcha
y es difícil que vuelva a nuestra mira.

Y si no le acertamos, es mejor
que sigamos buscándola a morir.
¡Sin ella, qué sería de nosotros!

¡QUE SOMOS, DIOS, QUE SOMOS!

Qué somos, Dios, qué somos sino polvo y silencio,
nube de ciegos pájaros en busca del verano,
ríos que solitarios se pierden en la muerte,
podredumbre feliz, belleza desdichada.

Qué somos sino anillos de tu ancestro invisible,
torpeza en desmesura y volutas de gracia,
párpados de unos ojos que vieron tu relámpago
surgir de la profunda materia ensimismada.

Qué somos sino pasto de ruinas, humo, rosas,
hojas que se desprenden ya secas de tu rama,
ardientes candelabros de la noche secreta,
piedras que ruedan, caen cantando hacia la nada.

Qué somos sino espumas de un mar impredecible,
sonidos de tu viento, semillas de tus astros,
destellos de la gema radiante de tu sello,
fina arena mortal vaciándose anhelante.

Qué somos, Dios, qué somos sino formas de un sueño,
nostalgia de unas horas, soledad angustiada,
pasión de ser eternos como en el paraíso
y cenizas y duelos y sombras y palabras.

TAÑEDOR DE LLUVIAS

Ahora es un color de humedad rencorosa,
un redoble distante, de flechas precedido,
un embate sonoro de plumas y hojarascas.
La vastedad espesa sus gotas en mi frente,
un rebaño de nubes comienza su estampida
y hay un olor de batallas de infancia, y ese goce
del viento que nos ciñe de lágrimas y sueños.
La noche va conmigo como un lento perfume
de música secreta por los ámbitos solos.

¡Ay, tañedor de lluvias lejanas, campanero
de musgos y espadas y queltehues!, aguardas
un clavecín de vidrio en los techos de julio,
un instrumento ciego de ozono y de relámpagos.
Embriagado de inviernos, de negros madrigales,
de pieles desceñidas que ofrendan sus aromas,
la belleza se ofrece desnuda a tu silencio,
las manzanas te buscan en hondas alacenas;
las magnolias ya secas, en páginas de frío.

El tronco de tus años se ha cubierto de anillos,
de médula y paciencia se alimenta tu fuego.
Como se va al amor, como se vuelve siempre
del amor, tan ardiente, vacío y rumoroso,
apartas los jirones de dulzor y arrebato
y hambriento de otros goces la contemplas sin ansia.

Y la muerte se asoma diciéndote: No vuelvas,
no insistas en arder entre fiebre y saliva,
quédate aquí, en la blanca pisada de tus huesos.

Todo ocurre muy tarde, cuando nada es bastante:
delirios, despedidas, visiones desencanto,
andenes, muelles, ramas que la luz transfigura,
cerezos, ataúdes en los cielos de agosto.
Taño la lluvia, pulso las cuerdas de mi angustia,
los hilos que se tensan entre piedra y tristeza.
Brotan de mi escritura las llamas y los signos
y en un panal sombrío mi corazón segrega
su miel, su ácido polen, su tiniebla radiante.

GRAMÓFONO

Canción para esas tardes en que oscurece pronto
y se cierran tus ojos, y escuchas el silencio,
y cambias la tiniebla por un color remoto,
y lejos ladra un perro por los lindes del sueño.

Ahíto de imposibles el corazón repasta
su hastío en la pradera que cruzan blancas nubes.
Raíles infinitos, traviesas del olvido,
el tren azul que aguardas quizá no pase nunca.

Canción para que encuentres la llave de lo frágil,
el rostro de una noche, su temblor de belleza.
Los discos que tú pones ya no los toca nadie.
¡Fantasmas se aparecen al rumor de la aguja!

Mandolinas que alegran balcones de la infancia,
el trote de un caballo y el viento en el ciruelo.
La luz junto al sonido se empoza en las aldabas
y me ofrenda la muerte su ramo de violetas.

Canción para que estilen gota a gota los zumos
y velen otros labios las voces que se fueron.
Maduran en esta hora las uvas de mi angustia
y se hace vino y polvo de nada mi tristeza.

ÚLTIMA VOLUNTAD

Una cuenta de jade sobre el dibujo de su boca,
para que no me llame su voz cuando la sueñe.
Una argolla de juncos que una sus pies desnudos,
para que no caminen al sitio en que la lloro.

La más roja amapola contigua a su garganta,
para que no se tiña de sombra y de ceniza.
Un resplandor aparte en los altos ventanales,
que cierna oro en sus manos y en su cuerpo
presencia.

Que parezca que duerme, que respira en el jade,
que el jade le traspasa su miel y su misterio;
y una gota de fuego y orgullo en la mirada,
para que reconozca los sueños que me deja.

Algún día ha de arder conmigo su silencio,
cuando bajen sus párpados y me beba su frío,
y tengamos un largo coloquio de jamases
y un imán que nos junte las sienes y las uñs.

Una cuenta de jade sobre las nieves de su cara,
para que no perfumen los nombres que me ha dicho,
y se olvide del mundo y hasta de la aventura
que la trajo a mi vida de aromas y peligro.

Para mí, que no tengo más jade que su nombre,
pongan su nombre escrito encima de mi boca,
y he de olvidarme entonces de todo lo que dejo,
¡menos de ti, amor mío, que reposas conmigo!

EN ISLUGA NO VIVE NADIE

En Isluga, la blanca, no vive nadie.
Sol, vastedad y cactos, polvo sonoro.
Se oye el silencio inmenso, la luz aparte.
Pastoral de los Andes, cósmico arrobo.

En Isluga, la blanca no hay ni fantasmas.
Yace sola la aldea, casas e iglesia.
Un rebaño de cabras a veces pasa:
deja un rastro de esquilas y de tristeza.

En Isluga, la blanca, puertas cerradas,
vanos, muros, umbrales hondos de tiempo.
Lame el aire profundo su azul cobalto,
plaza, corral de mulas, lenguas de olvido.

En Isluga, el adobe y el albayalde
ven un paisaje inmóvil de eternidades.
A lo lejos, vicuñas junto a las águilas,
y hontanar de picachos, tajos del viento.

En Isluga, la blanca, mudas aldabas
hasta que el año cumple sus doce meses.
Flor que retoña, norte de caminantes,
siete días corridos de fe la encienden.

En Isluga, romeros de aniversario,
mandas, altares, rezos y procesiones.
Una semana entera de canto y baile,
con la piedad en trance de borrachera.

En Isluga, cohetes y luminarias,
bombo, quena, charango, pitos y flautas.
Alegría devota, ritos paganos,
Virgen, chinos y diablos enamorados.

Me parezco a la aldea blanca y sin nadie,
a esa Isluga de adobes y de albayalde.
Se asemeja a mi alma su campanario
entre Pascua y Cuaresma de un sol arcaico.

Soy también de silencio, de luz aparte.
Me alimento de frío, de amor y lágrimas.
Van a dar al vacío todas mis calles,
fama, suerte, destinos y voluntades.

Soy Isluga que aguarda: su ser intacto
en el goce terrestre de la nostalgia.
Porque anhelo la vida, los carnavales,
la fiesta de lo efímero, la luna grande.

SPEECH AND SONG

¿Es mejor el lenguaje común,
el habla de la tribu,
al cantar que musita la voz
al oído del mundo?

¿Afinar los sonidos impares,
la palabra desnuda en su sitio,
al coloquio sin brillo que entiende el más zafio?

¿El pan cotidiano, el dicho de afrecho
a la harina candeal de celeste hermosura?

Sin quitar ni añadir una pizca,
ambos giros se dan, abundantes o parcos,
en presentes de gracia.

¿Cualquier texto puede transmutarse
en llama, en rocío,
en piedra infinita que vuele,

¿o hay algunos que nunca podráan mudar?

Porque ayer pudo ser el amor la membranza que bulle,
y hoy el odio,
y mañana volver a ser música.

Anhelo tornar mi oración en un río,
su respiro en un viento,
en un sueño que todo lo cubra.

¿Decir o entonar,
discurrir sin razón, modular el sentido,
paladear el silencio que mienta o que calla?

Perorata o canción,
la esencia es mi verbo, el aroma
que encanta mi boca e inunda mis ojos.

Acaso, entre golpes de sangre,
corazón, timbalero ciego,
el ritmo te marque.

No elijo maneras ni modos: cada uno
viene con su forma, arenga o balada.

No cierro caminos al tono: existo con ambos.
Cada uno me da
lo que es propio de sí, su belleza.

Idioma y tonada se juntan:
son manos unidas, y saben
el cómo y el cuándo.

Como mis dos ojos, como mis dos piernas,
que hacen la mirada y el tranco, al andar.

Ni quito ni pongo
claridad o gracia.
Al cantar acojo, al discurso amparo.

Porque soy en ellos trébol del silencio,
colina en las nubes
y hasta, a veces, lampo de sabiduría.

EL INTRUSO

Oye para saber y no perderse
entre la vastedad y la bullanga,
el soplo sosegado de la muerte.

Oye la pestilencia que rezuma,
el filo de las flechas envidiosas.
Amor y desamor no dan la cara.

Nada parece real para el que escucha.
Todo es igual para sus ojos solos,
hasta la luz distinta es semejante.

Un aroma trasciende del olvido
y se prende al intruso, mucho rato.
Sonríe tras su rictus de belleza.

Oye parlar las voces extinguidas,
un color de pretérito lo empuja
a vivir en las cosas lo perdido.

Aguza los oídos para oírlas,
finge que les rehúsa entendimiento
y se guarda del ángel del suspiro.

Escucha en el silencio de sus lágimas
el plañir de la noche, ya desnuda
de goces y de cuitas memorables.

Oye decir mentiras prodigiosas,
un embuste perfecto que él deshace
llorando en las esquinas su derrota.

Oye lo que ya nunca nadie dice
al intruso de ayer: esas palabras
que alumbran como un sol su laberinto.

UN HIJO SE HACE A CIEGAS

Un hijo se hace a ciegas, jugando, mi Dios, juegos de sangre,
juegos de piel y tacto y boca y lengua y dientes.
En el torrente hoguera van los dos, a parejas,
de tumbo en tumbo, a gritos, ahogándose,
quemándose.

Apurando con arte la miel de su delirio,
frotándose, lamiéndose los cuerpos, como perros.
Hambrientos de su goce, por el remoto oleaje
sollamados los sexos de cielos y de infiernos.

Un hijo se hace a ciegas, mi Dios, en embriaguez
gozosa
de cuerpos y almas solas jugándose la vida,
buscando en los arcanos abisales un rostro
semejante al que sueñan con los cinco sentidos.

Sonámbulos feroces, los amantes persiguen
desnudos el tesoro, la púrpura sin mancha,
y a la luz del relámpago se comen uno al otro
para que tenga fuerza de toro la semilla.

Un hijo se hace a ciegas, mi Dios, de barro impuro,
fundiendo bestia y ángel en lubricia sagrada.
Y no se sabe nunca si el goce dará fruto
o quedaremos solos igual como empezamos.

Si prenderá la chispa divina de ese lance
en que perdimos ambos el alma y la cabeza,
y nacerán los hijos, capullos de la carne,
llorando lo que ignoran, la muerte que comienzan.

Y uno los quiere, acaso, más que a todos los juegos
de la sangre en que adivino el soplo que los hizo.
Y lucha porque crezcan sus ramas siempre verdes
mientras juntos bajamos resecos a la tierra.

SIEMPRE VERDES, DE FUEGO, DIAMANTINOS

Alguien ahora muere, en este instante
fallece, expira, acaba, entrega su alma.
Alguien fina, perece, lía el petate,
dobla la servilleta, se desploma.

Y no soy yo, me digo. Alguien se mata.
Alguien cuentan las horas, agoniza.
Alguien sale del mundo, está en las últimas,
y no soy yo, me digo, el interfecto.

Con un pie en el sepulcro alguien sonríe,
un rayo peregrino lo atraviesa,
exhala en un suspiro su albedrío
y se va con su música a otra parte.

Cuántos, ahora, en este mismo instante
parten al fin de su destino, al hoyo,
o en capilla se angustian, pajaritos.

O en brasa ardiente de cenizas vueltos
los huesos van desde la criba al arca,
y el alma y el espíritu, quién sabe.

La carne tan amada dura poco,
materia en flor, es aire y humo en trance:
no sujeta el orgullo ni la gracia.

Alguien ahora, en este mismo instante,
fallece, expira, acaba, entrega su alma,
y no soy yo, me digo, el mortecino.

Y aunque no soy, lo sufro desmedido.
Y aunque no soy, lo asperjo con mi llanto,
lo velo con mis labios y mis ojos.

¡Adiós al que se va, pero que nunca,
los míos, los amados y los otros
se tricen en mis lágrimas un día!

Sean eternas, invictas sus hechuras.
Lozanas por los siglos de los siglos.
Enhiestas como el árbol de la vida.

Permanezcan mancebos y doncellas
siempre verdes, de fuego, diamantinos.