Poetas

Poesía de México

Poemas de Francisco A. de Icaza

Francisco de Asís de Icaza y Beña (Ciudad de México, 2 de febrero de 1863-Madrid, 28 de mayo de 1925) fue un crítico, poeta e historiador mexicano afincado en España. Su hija Carmen de Icaza fue una popular novelista.

Nació en la Ciudad de México en 1863 y murió en Madrid, España, en 1925. Autodidacta. En 1886 fue enviado a España como segundo secretario de la legación mexicana y ascendió a primer secretario en 1895. Salvo breves retornos a México y ocho años en Alemania, su vida la pasó en Madrid. Miembro de varias academias y presidente de la sección de literatura del Ateneo de Madrid. Poeta, historiador y crítico literario. Colaboró en El Imparcial, El Sol, La Esfera, El Ateneo y el Boletín de la Real Academia en España; en México en Revista Azul, El Mundo Ilustrado y El Universal.

Reliquia

En la calle silenciosa
resonaron mis pisadas;
al llegar frente a la reja
sentí abrirse la ventana. . .

¿Qué me dijo? ¿Lo sé acaso?
Hablamos con el alma. . .
como era la última cita,
la despedida fue larga.
Los besos y los sollozos
completaron las palabras
que de la boca salían
en frases entrecortadas.
Rézale cuando estés triste,
dijo al darme una medalla,
y no pienses que vas solo
si en tus penas te acompaña.

Le dije adiós. muchas veces,
sin atreverme a dejarla,
y al fin, cerrando los ojos,
partí sin volver la cara.

No quiero verla, no quiero,
¡será tan triste encontrarla
con hijos que no son míos
durmiendo sobre su falda!

¿Quién del olvido es culpable?
Ni ella ni yo: la distancia…
¿Qué pensará de mis versos?
tal vez mucho, quizá nada.
No sabe que en mis tristezas,
frente a la imagen de plata,
invento unas oraciones,
que suplen las olvidadas.

¿Serán buenas? ¡Quién lo duda!
Son sinceras, y eso basta;
yo les rezo a mis recuerdos
y se alegra mi nostalgia,
frente a la tosca medalla.

Y se iluminan mis sombras,
y cruzan nubes de incienso
el santuario de mi alma.

El encanto del libro

Desperté de mis sueños al dolor de la vida,
y hallé de mi pasado todo el derrumbamiento,
y vi mis viejos libros como el arma el suicida
a quien no quiso detener en su intento.

Parte de mi existencia a la suya va unida.
Los miro con amor y con remordimiento;
cambié mi vida propia por la suya fingida
para vivir los siglos con sólo el pensamiento.

Encarné la leyenda. Como en el áureo cuento
al regresar de paso por la senda florida
el ave de la gloria me detuvo un momento…

Y como el santo asceta al volver al convento,
hallé muertos los míos y la celda caída,
porque la voz del ave era un encantamiento.

Preludio

También el alma tiene lejanías;
hay en la gradación de lo pasado
una línea en que penas y alegrías
tocan en el confín de lo soñado:
también el alma tiene lejanías.

En esos horizontes de olvido
la sujeción de la memoria pierdo
y no sé dónde empieza lo fingido
y acaba lo real de mi recuerdo
en esos horizontes del olvido.

La azul diafanidad de la distancia
en el cuadro los términos reparte;
aquí mi juventud, allá mi infancia
y entre las dos, la pátina del arte…
La azul diafanidad de la distancia.

Ese tono del tiempo, que completa
lo que en el lienzo deja la pintura,
hace rugoso el cutis de asceta,
y a la tez de la virgen da frescura
ese tono del tiempo que completa.

Pulimento y matiz del mármol terso
es en la vieja estatua, y melodía
en la cadencia rítmica del verso
donde adquiere la antigua poesía
pulimento y matiz del mármol terso…

Color de las borrosas lontananzas
es del alma en los vagos horizontes,
donde envuelve recuerdos y esperanzas
en el azul de los lejanos montes
color de las borrosas lontananzas.

Paisaje de sol

Azul cobalto el cielo, gris la llanura
de un blanco tan intenso la carretera,
que hiere la retina con la blancura
de la plata bruñida que reverbera.

Allá lejos, muy lejos, una palmera,
tras unas tapias rojas, a grande altura,
como el airón flotante de una cimera,
levanta su penacho de fronda oscura.

Llego al lejano huerto; bajo la parra
que da sombra a la escena que me imagino,
resuenan los acordes de la guitarra;

rompe el silencio una copla que ensalza el vino…
y al monótono canto de la cigarra
avanzo triste y solo por el camino.

En la noche

Los árboles negros,
la vereda blanca,
un pedazo de luna rojiza
con rastros de sangre manchando las aguas.

Los dos, cabizbajos,
prosiguen la marcha
con el mismo paso, en la misma línea,
y siempre en silencio y siempre a distancia.

Pero en la revuelta
de la encrucijada,
frente a la taberna, algunos borrachos
dan voces y cantan.

Ella se le acerca,
sin hablar palabra
se aferra a su brazo,
y en medio del grupo, que los mira, pasan.

Después, como antes,
caen el brazo flojo y la mano lacia,
y aquellas dos sombras, un instante juntas,
de nuevo se apartan.

Y así en la noche
prosiguen su marcha
con el mismo ritmo, en la misma línea,
y siempre en silencio y siempre a distancia.

Aldea andaluza

De toda tu belleza en mí solo perdura,
entre el deslumbramiento de la intensa blancura
de la cal luminosa que tus muros enjarra,
la queja de una copla que los aires desgarra,

y en el calcinamiento de la estéril llanura,
aquel rincón de paz, oasis de frescura,
perdido en la planicie donde el sol achicharra
y su crótalos roncos repica la cigarra.

Y allí, visto de paso, bajo el verde cancel
de las tupidas hojas que forman el dosel
que lo estona y ajusta el marco del dintel,

aquel rostro moreno del mirador aquel,
con los ojos de pena y los labios de miel,
y toda Andalucía reconcentrada en él.