Poetas

Poesía de Francia

Poemas de François Coppée

François Édouard Joachim Coppée, (París, 26 de enero de 1842 – Ib., 23 de mayo de 1908), poeta, dramaturgo y novelista francés del Parnasianismo.

Hijo de un funcionario y de una madre demasiado protectora, pasó por el Liceo Saint-Louis y se transformó en un burócrata del Ministerio de la Guerra. Se atrajo los favores del público como poeta de la escuela parnasiana; sus primeros versos impresos datan de 1864, y fueron reimpresos con otros en 1866 en la colección Le Reliquaire, seguida en (1867) por Intimités y Poèmes modernes (1867-1869). De 1869 es su primera pieza dramática, Le Passant, acogida con gran éxito en el Teatro del Odeón, así como Fais ce que dois (1871) y Les Bijoux de la délivrance (1872), cortos dramas en verso inspirados por la guerra, que fueron calurosamente aplaudidos.

Tras ocupar un puesto en la Biblioteca del Senado, Coppée fue escogido en 1878 como archivero de la Comédie Française, puesto que desempeñó hasta 1884. Este año fue elegido por la Academia Francesa y eso le condujo a retirarse de todos los cargos públicos. Publicó sin embargo volúmenes de poesía a intervalos frecuentes, entre ellos Les Humbles (1872), Le Cahier rouge (1874), Olivier (1875), L’Exilée (1876), Contes en vers etc. (1881), Poèmes et récits (1886), Arrière-saison (1887), Paroles sincères (1890).

En sus últimos años produjo menos poesía, aunque aún ofrendó dos volúmenes, Dans la prière et la lutte y Vers français. Había adquirido la reputación de ser el poeta de los humildes. Aparte de estas obras, de otras dos escritas en colaboración con Armand d’Artois y de otras obras menores, escribió Madame de Maintenon (1881), Severo Torelli (1883), Les Jacobites (1885) y otros dramas serios en verso, de los cuales Pour la couronne (1895) fue traducido al inglés (For the Crown) por John Davidson u representado en el Lyceum Theatre en 1896.

El estreno de un breve episodio de la Comuna de París, Le Pater, fue prohibida por el Gobierno (1889). La primera narración en prosa de Coppée, Une Idylle pendant le siège, apareció en 1875. Fue seguida por diversos volúmenes de novelas: Toute une jeunesse (1890), donde intentaba reproducir no los sentimientos, sino los deseos reales de la juventud del autor, Les Vrais Riches (1892), Le Coupable (1896), etc. Fue hecho oficial de la Legión de Honor en 1888.

Recogió una serie de artículos breves sobre temas diversos, titulada Mon franc-parler aparecidos entre 1893 y 1896; en 1898 vino La Bonne Souffrance, resultado de su vuelta a la Iglesia católica, que le valió una gran popularidad. La causa inmediata de su retorno ala fe fue una grave enfermedad que le hizo dos veces acercarse a la muerte; hasta entonces había manifestado poco interés por los asuntos públicos, pero se adhirió a la sección más exaltada del movimiento nacionalista al mismo tiempo que empezaba a despreciar el sistema democrático. Jugó un gran papel en los ataques contra el acusado en el Caso Dreyfus y fue uno de los creadores de la famosa Liga de la Patria Francesa fundada por Jules Lemaître y su amante, Madame de Loynes.

En verso y prosa Coppée se dedicó a expresar la emoción humana de la manera más simple: elk patriotismo instintivo, la alegría de un nuevo amor y la piedad hacia los pobres, trantando cada uno de estos temas con simpatía y penetración. La poesía lírica e idílica, gracias a la cual continúa siendo hoy recordad, está animada por una particular gracia musical y en algunas ocasiones, como en «La bendición» y La Grève des forgerons, muestra por momentos un poderoso vigor en la expresión.

RETORNELO

Llegado el estío, allá en la explanada,
el vuelo siguiendo que llevan las cosas,
a cazar iremos, bajo la enramada,
yo la estrofa errante, tú las mariposas.

Y bajo los sauces tomando en la umbría
de ocultos senderos la pendiente suave,
buscando en las cosas su eterna armonía,
yo escucharé el ritmo, tú el canto del ave.

Siguiendo del río las ondas rizadas
por rauda corriente, con sus mil rumores,
encontrar podremos cosas perfumadas,
yo buscando versos, tú cogiendo flores.

Y amor, halagando nuestra fantasía,
hará en tal momento nuestro afán constante:
yo seré el poeta y tú la poesía;
tú serás más bella y yo más amante.

Ruinas del corazón

Mi corazón fue una vez como un palacio romano,
todo construido con granitos seleccionados, mármoles raros.
Pronto las pasiones, como una corriente de bárbaros,
lo invadieron, con hacha o antorcha en la mano.

Fue una ruina entonces. Sin ruido humano
Vipers y búhos. Prados de flores traviesas.
Por todos lados yacían, rotos, pórfidos y carraras;
Y las zarzas habían despejado el camino.

Me quedé mucho tiempo, solo, frente a mi desastre.
Almuerzos sin almuerzo,
pasada la medianoche sin estrella,
y aquí viví días horribles;

Pero finalmente apareciste, blanco en la luz,
Y valientemente, para albergar nuestros amores,
Escombros del palacio que construí mi cabaña.

Vicente de Paul

Vicente de Paul es un piadoso
Y anciano capellán de las Galeras,
De corazón humilde y candoroso,
De caridad sin tregua y sin reposo,
Y franco y popular en sus maneras.
En París, cuando viene,
Le prestan unas monjas aposento
En el hospitalillo del convento:
Cama y dos sillas duras allí tiene,
Y por todo regalo y todo aliño,
Un cuadro de la Virgen con el Niño.
A merced del impulso que en él arde,
Trajina haciendo bien mañana y tarde
Si visitó con paternal cariño
La guardilla indigente,
A Palacio después sin vano alarde
Va y demanda limosna a la Regente.
Pide, ruega tenaz, su empeño muestra,
Por todos los que sufren se desvive,
Y da con santo afán su mano diestra
Lo que la otra recibe.
Pero está cada día
Más viejo, más enfermo, y anda cojo.
Por alcanzar su caridad ardiente
La gracia que pedía
Para un forzado, que juzgó inocente.
Tomó su puesto, y con amarga pena
Seis meses arrastró, cansado y flojo.
La bala de cañón y la cadena.
Allá en los populosos arrabales,
Las gentes que le ven volver sombrío
A la ciudad, y entrar por los portales
Llevando en el manteo arrebujado
Algún recién nacido yerto y frío
Que halló en cualquier rincón abandonado
Y de la muerte salva,
Van repitiendo el nombre
Del viejecillo aquel de cerviz calva,
Y son amigas ya de tan buen hombre.

Pero esta noche, cuando el toque
lento Retumba de las doce campanadas,
Y las monjas entonan los maitines,
Vuelve triste Vicente a su convento,
Arrastrando las piernas, fatigadas
De tanto andar con fracasados fines.
Corrió París entero sin fortuna,
Sufriendo lluvias y pisando lodos;
No le reciben mal en parte alguna;
Pero tanto pidió, que casi todos
Van haciéndose atrás con buenos modos
La Reina guarda todo su dinero
Para la Val-de-Gracia; Mazarino,
En prometer ligero,
Cada vez, para dar, es más mezquino.
Mala fue la jornada;
Pero el anciano, de alma resignada,
Piensa echar un buen sueño, y más
erguido, Apresura el regreso a su posada.

Al llegar a la puerta, ve un chicuelo
En el lodo tendido;
Y se inclina sobre él con santo celo.
Aletargado está y entumecido;
Lo llama, lo acaricia, ruega, insiste…
¡Pobre muchacho! ¡qué vivir tan triste!
Llevársele los padres a Dios plugo;
No tiene hogar ni albergue;
No comió en todo el día un mal mendrugo
Al llamamiento de Vicente suave,
La frente adusta yergue
Y contesta con voz áspera y dura.
“Ven,” dice el viejo, y la oxidada llave
Mete en la rechinante cerradura.

En los brazos tomando sin reproche
Al niño aquel, que suciedad derrama,
Subió a su celda y lo acostó en su cama;
Y pensando después que a medianoche
Es Febrero muy frío, y que está helado
El huérfano infeliz mal arropado,
Lleno de buen deseo
Tiende a sus pies el húmedo manteo.

Él, tiritando trémulo, se sienta
En incómoda silla,
Frente al cuadro que hermosa
representa La Virgen sin mancilla,
Y comienza a rezar. ¡Oh maravilla!
Anímase la imagen; con destello
Dulcísimo sus ojos parpadean;
Separa blandamente de su cuello
Los brazos do Jesús, que lo rodean;
A San Vicente de Paul ofrece
El Niño que sonríe y resplandece,
Y le dice con labio conmovido:
“Toma: Bésalo tú; lo has merecido.”

LA HERMANA NOVICIA

Cuando en ella murió todo doloroso sentimiento
Y cuando ya hubo perdido toda esperanza falaz,
Fue, resignada, a buscar en un antiguo convento
La gran quietud que prepara para la divina paz.

Sus tocas baten el hábito de franela inmaculada
Cuando ella,pálida,torna del paseo habitual,
De aquella huerta sin flores, de los vientos abrigada,
Donde hay sólo unas legumbres, unos mirtos y un parral.

Mas, no obstante, ella cogió en un día de verano
Una flor que trascendía a cierto recuerdo humano
Que la empujaba –a pesar de la jurada obediencia-

Al mundo, y ella aspiróla en un claustro solitario.
Y después, habiendo puesto en santa paz su conciencia,
Murióse como se extingue el alma de un incensario

LA BENDICIÓN

Era en mil ochocientos nueve cuando
Penetramos, por fin, en Zaragoza.
Yo era sargento. La jornada aquella
Fue sangrienta y horrible. Tras la toma
De la ciudad, las casas una a una
Tuvimos que ganar. Cerradas todas.
Lluvia espesa de tiros nos lanzaban
De las ventanas; y de boca en boca
Esta razón corría: “Son los curas
Los culpables.” Y cuando, como sombras,
A lo lejos corrían, fatigados
Nosotros de luchar desque la aurora
Temprana despuntó, con las pupilas
Quemadas por el polvo, y la enfadosa
Amargura en los labios, del cartucho
Mordido sin cesar, con mano pronta
Y con ánimo alegre todavía
Solícitos gastábamos la pólvora
Haciendo fuego a los manteos negros
Y sombreros de teja. En mi memoria
Aun todo vivo está. Lento seguía
Mi batallón una calleja angosta.
De avanzada, en mi puesto de sargento,
Yo marchaba, y la vista presurosa
Volvía, o un lado y otro, a los tejados,
Y ráfagas veía aterradoras
Como alientos de fragua, y a lo lejos
Sonaban en tumulto voces hórridas
Y gritos de mujeres degolladas.
Cadáveres tendidos en las losas
De la calleja, el paso detenían,
Y sobre ellos saltábamos. La tropa
Penetraba encorvada en los humildes
Tugurios, y al salir mostraba roja
La bayoneta, y dibujaba cruces
Con sangre en la pared. Precaución propia
Era de aquel desfile, a retaguardia
No dejar enemigos. Sin las notas
Alegres de la música, avanzábamos.
Sin el redoble del tambor. Faz torva
Mostraban nuestros bravos oficiales;
Y hasta los veteranos, gente heroica,
Apretaban las filas, y sentían.
Como reclutas, interior zozobra.
De súbito, a la vuelta de una esquina,
“¡Socorro!”, con clamores de congoja
Nos gritan en francés, y tropezamos
Con una compañía medio rota
De nuestros arrogantes granaderos,
Rechazados en fuga ignominiosa
Del atrio de un convento, que guardaban
Veinte monjes no más, legión diabólica
De rapada cerviz, con cruces blancas
Visibles bien sobre las negras ropas,
Y que, descalzos, los sangrientos brazos
Arremangados, con terrible cólera,
Al golpe de tremendos crucifijos
Rechazaban las huestes invasoras.
¡Trágica escena aquélla! Disparamos
Todos, y la descarga no fue floja:
Quedó bien despejada la plazuela.
Con perverso deleite, con monstruosa
Tranquilidad, cansados ya, sintiendo
En el ruin corazón ansias hediondas
De verdugo, inmolamos aquel grupo
De mártires. Después, la feroz obra
Ya consumada, cuando el humo denso
Desvanecióse en la serena atmósfera,
Vimos, de los cadáveres, caliente
Bajar la sangre por las gradas toscas
Del pórtico, y abrirse ante nosotros
La vasta nave de la iglesia lóbrega.
Fija constelación de puntos de oro
Daban los cirios a la opaca sombra;
El incienso subiendo en blancas nubes,
Dulce esparcía su enervante aroma;
Y en el fondo del coro, cual si nada
Oyera de la lucha fragorosa,
De cara hacia el altar, un sacerdote
Flaco, muy alto, a cuya sien corona
Daban cabellos blancos, terminaba
Tranquilo las sagradas ceremonias
Del cotidiano oficio. Es un recuerdo
Que nunca de mi espíritu se borra;
Hoy, que lo cuento, tengo tan presentes
Cual si estuviese viéndolos ahora.
Aquella iglesia, cuyo extraño frontis
Algo recuerda las mezquitas moras;
Los monjes en montón asesinados;
El sol, a cuya luz deslumbradora
Humeaba la sangre, y en el fondo
Del negruzco portal, bajo las bóvedas,
Allá dentro, el altar y el sacerdote
Y el resplandor de la sagrada pompa.
Yo era entonces hereje empecatado.
Un costal de blasfemias, una alforja
De temerarias burlas, y aun recuerdo
Que encendí, por burlesca vanagloria,
Cuando una catedral a saco entramos,
Mi pipa en una lámpara, entre bromas
De mis gozosos camaradas. Pero
Aunque todo lo eché siempre a chacota,
Aquel viejo, tan pálido y tan grave,
Me daba miedo, “¡fuego!” con voz ronca
Exclamó un oficial. Nadie en las filas
Se movió. El sacerdote, aquella odiosa
Orden debió entender, mas no hizo caso.
Volvióse, la eucarística custodia
En las manos, pues era el punto mismo
En que, la misa terminada, toca
Al oficiante bendecir al pueblo.
Los brazos levantó, como paloma
Que las alas va a abrir. Retrocedimos
Todos perplejos, y con calma estoica
Trazó la cruz, cual si a sus pies postrada
Estuviese, no más, la grey devota;
Y sereno, solemne, reposado.
Con religioso tono de salmodia
Y voz segura dijo: -Benedicat
Vos omnipotens Deus. Con estentórea
Voz el mismo oficial repitió: “¡Fuego,
O voto a bríos!” Y la orden perentoria
Un soldado ¡un cobarde! obedeciendo,
Disparó. A la explosión espantadora
Palideció algo más el monje; pero
Sin entornar los ojos, con sonora
Entonación siguió: “Pater et filius.”
¿Qué alma de hiena, del soldado impropia,
Hizo entonces surgir de nuestras filas
Otro tiro? En el ara. temblorosa,
Apoyó el viejo la siniestra mano,
Y con la diestra sosteniendo la hostia,
La santa bendición completó, y dijo
En voz muy baja, que en la iglesia toda,
Sumida en el silencio, sonó clara:
-”Et Spiritus Sanctus.-” Y la fórmula
De la oración cumplida, cayó muerto.
Desprendido el viril, en las baldosas
Chocó sonante y rebotó tres veces;
Quedó espantada la aguerrida tropa
Del martirio cruel y el brutal crimen;
-Amén, dijo, no más. en son de mofa
Un tambor, el bufón del regimiento,
Y echó a reír con risa estrepitosa.

La piedad de las cosas

El dolor agudiza los sentidos;

¡Ay! mi cariño se ha ido! –
Y en la naturaleza, siento
una simpatía secreta.

Siento que los nidos pendencieros
por mí están forzados,
que hiero las flores
y que las estrellas se quejan de mí.

El curruca parece de
su canción alegre estar avergonzado,
el lirio sabe el daño que me causa,
y la estrella también se da cuenta.

En ellos oigo, respiro y veo a
la querida ausente, y lamento
sus ojos, su aliento y su voz,
que son estrellas, lirios y curruca.

INTIMIDADES

XI

Ella es algo pedante. Cuando leemos
-en tanto que las llamas nos acarician
mientras corren llenando la chimenea-
deja que se le escapen agudas criticas.

Como el libro juzgado siempre le busco
entre los mas hermosos de los mas buenos
de mis buenos amigos, constantemente
de tan duros ataques yo lo defiendo.

Pero, a pesar de todas mis intenciones,
resultan mis defensas defensas tibias…
¡Tenemos los amantes, alucinados,
tantas abdicaciones y cobardías!!!

Sin embargo, las voces de las poetas
hallan en las mujeres sus grandes ecos;
no cuando los arrastran vanos lirismos
y suben deslumbrados al quinto cielo;

sino cuando les cantan dulces, amantes,
como Sainte-Beuve, que sufre sus agonías,
o Baudelaire, que gime desesperado,
o Musset, si consigue vencer la risa;

cuando para embotarse la inteligencia,
rendida ya de males y sufrimientos,
buscan en los aromas embriagadores
de vagas languideces, paz y consuelo.

¡Ella los ama tanto, si le interpretan
del corazón las tiernas melancolías!
Y a mis pies reclinada, su voz repite
el pasaje que ¡tanto! Sufrió su critica.

Aquel dulce pasaje, mágico nido
en que siempre se esconden besos y besos…

Y sucede a menudo que el libro, torpe,
suele rodar muy pronto, rodar al suelo.