Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Plácido

Diego Gabriel de la Concepción Valdés, conocido como Plácido, elevó su voz poética desde las raíces afrocubanas en una época turbulenta. Nació en La Habana en 1809, fruto del mestizaje entre Concepción Vázquez, bailarina española, y Diego Ferrer Matoso, barbero afrocubano. Su destino, marcado por el abandono materno en la Casa Cuna del Obispo Valdés, le otorgó el apellido que resonaría en la historia.

La niñez de Plácido transcurrió en la penumbra de la pobreza y el prejuicio racial durante los días sombríos de la esclavitud. Su educación, intermitente y errante, no impidió que la llama poética prendiera en su ser. Desde los inicios de su juventud, Plácido exploró las letras en medio de adversidades, aprendiendo en el taller de Vicente Escobar y labrando versos entre las letras de una imprenta y las peinetas de carey en Matanzas.

Como poeta, Plácido se erigió como un faro del Romanticismo en Cuba. Su pluma, fiel reflejo de la cotidianidad, se desplegó en las páginas de La Aurora de Matanzas y El Pasatiempo. Amigo del poeta Saturno López Arriaga, su obra trascendió lo popular, adentrándose en la esencia misma de la isla. Aunque su poesía no rivalizó en profundidad con maestros como José María Heredia, su legado se cimentó en la inspiración y naturalidad de sus versos.

«Plácido«, el seudónimo que iluminaba sus obras, resonó como un eco en la Cuba del siglo XIX. Iniciador del criollismo y siboneyismo, Plácido fue el poeta más aclamado y difundido en la isla. Entre sus obras, joyas literarias como «La flor de caña» y «A Gesler» florecieron, inmortalizando su contribución al acervo poético cubano.

Sin embargo, la persecución política de la década de 1840 empañó el horizonte de Plácido. Implicado en la falsa Conspiración de la Escalera, el poeta de alma indómita fue fusilado el 28 de junio de 1844 en Matanzas, a la edad de 35 años. Su sacrificio, un eco eterno en el paisaje literario, destaca la valentía y la tragedia de un poeta afrocubano que desafió las cadenas de la opresión con la pluma como su única arma.

Plegaria a dios

Ser de inmensa bondad, Dios poderoso
A vos acudo en mi dolor vehemente;
Extended vuestro brazo omnipotente,
Rasgad de la calumnia el velo odioso,
Y arrancad este sello ignominioso
Con que el mundo manchar quiere mi frente.

Rey de los reyes, Dios de mis abuelos,
Vos solo sois mi defensor, Dios mío.
Todo lo puede quien al mar sombrío
Olas y peces dio, luz a los cielos,
Fuego al sol, giro al aire, al Norte hielos,
Vida a las plantas, movimiento al río.

Todo lo podéis vos, todo fenece
O se reanima a vuestra voz sagrada:
Fuera de vos Señor, el todo es nada,
Que en la insondable eternidad perece,
Y aún en esa misma nada os obedece,
Pues de ella fue la humanidad creada.

Yo no os puedo engañar, Dios de clemencia
Y pues vuestra eternal sabiduría
Ve al través de mi cuerpo el alma mía
Cual del aire a la clara transparencia,
Estorbad que humillada la inocencia
Bata sus palmas la calumnia impía.

Mas si cuadra a tu suma omnipotencia
Que yo perezca cual malvado impío,
Y que los hombres mi cadáver frío
Ultrajen con maligna complacencia,
Suene tu voz, y acabe mi existencia…
Cúmplase en mí tu voluntad, Dios mío!

Jicotencal

Dispersas van por los campos
Las tropas de Moctezuma,
De sus dioses lamentando
El poco favor y ayuda:
Mientras ceñida la frente
De azules y blancas plumas,
Sobre un palanquín de oro
Que finas perlas dibujan,
Tan brillantes que la vista,
Heridas del sol, dislumbran,
Entra glorioso en Tlascala
El joven que de ellas triunfa;
Himnos le dan de victoria,
Y de aromas le perfuman
Guerreros que le rodean,
Y el pueblo que le circunda,
A que contestan alegres
Trescientas vírgenes puras:
«Baldón y afrenta al vencido,
Loor y gloria al que triunfa.»
Hasta la espaciosa plaza
Llega, donde le saludan
Los ancianos Senadores,
Y gracias mil le tributan.
Mas ¿por qué veloz el héroe,
Atropellando la turba,
Del palanquín salta y vuela,
Cual rayo que el éter surca?
Es que ya del caracol,
Que por los valles retumba,
A los prisioneros muerte
En eco sonante anuncia.
Suspende a lo lejos hórrida
La hoguera su llama fúlgida,
De humana víctima ávida
Que bajan sus frentes mustias,
Llega; los suyos al verle
Cambian en placer la furia,
Y de las enhiestas picas
Vuelven al suelo las puntas.
Perdón, exclama, y arroja
Su collar: los brazos cruzan
Aquellos míseros seres
Que vida por él disfrutan.
“Tornad a México, esclavos;
Nadie vuestra marcha turba,
Decid a vuestro señor,
Rendido ya veces muchas,
Que el joven Jicotencal
Crueldades como él no usa,
Ni con sangre de cautivos
Asesino el suelo inunda;
Que el cacique de Tlascala
Ni batir ni quemar gusta
Tropas dispersas e inermes,
Sino con armas, y juntas.
Que armen flecheros más bravos,
Y me encontrará en la lucha
Con sola una pica mía
Por cada trascientas suyas;
Que tema el funesto día
Que mi enojo a punto suba;
Entonces, ni sobre el trono
Su vida estará segura;
Y que si los puentes corta
Porque no vaya en su busca,
Con cráneos de sus guerreros
Calzada haré en la laguna”.
Dijo y marchose al banquete
Do está la nobleza junta,
Y el néctar de las palmeras
Entre víctores apura.
Siempre vencedor después
Vivió lleno de fortuna;
Mas como sobre la tierra
No hay dicha estable y segura
Vinieron atrás los tiempos
Que eclipsaron su ventura,
Y fue tan triste su muerte
Que aun hoy se ignora la tumba
De aquel ante cuya clava,
Barreada de áureas puntas,
Huyeron despavoridas
Las tropas de Moctezuma.

La flor de la caña

Yo vi una veguera
Trigueña tostada,
Que el sol envidioso
De sus lindas gracias,
O quizá bajando
De su esfera sacra
Prendado de ella,
Le quemó la cara.
Y es tierna y modesta,
Como cuando saca
Sus primeros tilos
«La flor de la caña.»

La ocasión primera
Que la vide, estaba
De blanco vestida,
Con cintas rosadas.
Llevaba una gorra
De brillante paja,
Que tejió ella misma
Con sus manos castas,
Y una hermosa pluma
Tendida, canaria,
Que el viento mecía
«Como la flor de la caña.»

Su acento divino,
Sus labios de grana,
Su cuerpo gracioso,
Ligera su planta:
Y las rubias hebras
Que a la merced vagan
Del céfiro, brillan
De perlas ornada,
Como con las gotas
Que destila el alba
Candorosa ríe
«La flor de la caña.»

El domingo antes
De Semana Santa,
Al salir la misa
Le entregue una carta,
Y en ella unos versos
Donde le juraba,
Mientras existiera
Sin doblez amarla.
Temblando tomola
De pudor velada,
Como con la niebla
«La flor de la caña.»

Hallela en el baile
La noche de Pascua,
Púsose encendida,
Descogió su manta,
Y sacó del seno
Confusa y turbada,
Una petaquilla
De colores varias.
Diómela al descuido,
Y al examinarla,
He visto que es hecha
«Con flores de caña.»

En ella hay un rizo
Que no lo trocara
Por todos los tronos
Que en el mundo haya:
Un tabaco puro
De Manicaragua,
Con una sortija
Que ajusta la Capa,
Y en lugar de Tripa,
Le encontré una carta,
Para mí más bella
«Que la flor de la caña.»

No hay ficción en ella,
Sino estas palabras:
«Yo te quiero tanto
Como tú me amas.»
En una reliquia
De rasete blanca,
Al cuello conmigo
La traigo colgada;
Y su tacto quema
Como el sol que abrasa
En julio y agosto
«La flor de la caña.»

Ya no me es posible
Dormir sin besarla,
Y mientras que viva
No pienso dejarla.
Veguera preciosa
De la tez tostada,
Ten piedad del triste
Que tanto te ama;
Mira que no puedo
Vivir de esperanzas,
Sufriendo vaivenes
«Como flor de caña.»

Juro que en mi pecho
Con toda eficacia,
Guardaré el secreto
De nuestras dos almas;
No diré a ninguno
Que es tu nombre Idalia,
Y si me preguntan
Los que saber ansían
Quién es mi veguera,
Diré que te llamas
Por dulce y honesta
«La flor de la caña.»

La Habana

Mirad La Habana allí color de nieve,
gentil indiana de estructura fina,
Dominando una fuente cristalina,
Sentada en trono de alabastro breve.
Jamás murmura de su suerte aleve,
Ni se lamenta al sol que la fascina,
Ni la cruda intemperie la extermina,
Ni la furiosa tempestad la mueve.
¡Oh, beldad!, es mayor tu sufrimiento
Que este tenaz y dilatado muro
Que circunda tu hermoso pavimento;
Empero tú eres toda mármol puro,
Sin alma, sin calor, sin sentimiento,
Hecha a los golpes con el hierro duro.