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Poesía de España

Poemas de Germán Bleiberg

Germán Bleiberg (Madrid; 1915-Madrid, 31 de octubre de 1990) poeta español. Perteneció a la Generación del 36.

Vigilia

Esta puerta, tal vez cerrada al viento.
Todo parece -¿contra quién?- cerrado.
Hasta las nubes de la lejanía,
horizontal penumbra, y tantas rejas,

ventanales hostiles. Hace otoños,
la oscura chimenea, fuego ausente,
sólo ofrece cenizas para el frío
consuelo, antiguas lágrimas del aire,

y estas paredes blancas que me ciegan,
y la estancia en clausura y tantos pájaros
con alas nuevas, cántico en fervor
( quizá no estés cerrada, puerta. Cruje

tu madera nocturna en mi tristeza)
y sé que debo huir, no sé por dónde,
soledad de los límites murales,
cuando he de huir, amándote, naciente,

venciendo ventanales enrejados,
o por la siempre muerta chimenea
o por los muros íntimos de miedo:
¿por qué canta el olor primaveral

mientras yo sangro, herido, sin salida?
(La puerta, tan sencilla como el campo,
nadie ha intentado abrirla, y veo sangre
como espejos, amor hacia paredes,

hacia siempre, mi sangre inútil, tuya.)
La puerta cede, y todo, todo es mío,
y tus ojos mirando tan febriles
de ser futuro júbilo, inventando

primavera frutal para mañana,
tardío amanecer, mi flor o sangre
floreciendo ya impunemente tuya:
y qué cerca tus ojos siempre lejos,
toda tu ausencia azul en el paisaje,
joven muerte abrazándome, descalza.

Retorno póstumo

Con las primeras violetas viene,
tan acostumbrado al ruido del tiempo,
él, nuestro sueño inhabitable,
transitando solo,
de nube en nube,
nuestro sueño confundido con el mar,
con el sediento desierto,
después de haber besado con labios infinitos
el último horizonte de la vida.

Viene desnudo, pensativamente,
bajo el peso de una palabra
horadando su conciencia de lirio incesante,
el sueño que forja palabras verdaderas,
palabras perennes,
el sueño agobiado por una palabra
que nunca osó pronunciar,
ni siquiera frente a un espejo,
la palabra que desde niño
enturbia secamente su voz segura,
su jadeante aliento,
como una flor desfallecida
entre las fauces de un grito,
palabra que se derrumba,
entre músicas sin aposento,
entre silencios velocísimos
devorando palabras nunca dichas.

Y retorna desnudo, sueño muerto,
el ritmo de angustiosos poemas,
poemas virginales de la muerte
y los amigos que por él oraban
en el funeral radiante de sombras,
apenas recuerdan su vaporoso tránsito,
y las ortigas, sin lastimar su piel transparente,
han olvidado aquellas manos soñadoras
antaño heridas por sus aguijones.

Orlaba el laurel su frente de sueño rubio,
y ahora se avergüenza, tímido,
de las frágiles alas suscitando sus vivos vuelos,
porque la única palabra que hubiere querido decir,

no pudo decirla nunca,
-Dios sabe qué misterios anudan los sueños-,
palabra aún por inventar
definitiva como el amor o como el odio.

Porque había un viento negro,
una mañana de tétricos, nocturnos vientos,
y su palabra quedó muerta,
insepulta en los abismos insondables,
germinando en el corazón del sueño,
y hoy regresa,
él, el sueño,
para pronunciar su palabra severamente,
la misteriosa,
cuando ignora que le cercan viejos huracanes,
oh sueño inmortal,
sueño muerto del poeta.

El Señor le ha concedido su póstumo retorno,
bajo el sol que irradia sobre el parque
el fuego vivo nutriendo las estatuas,
pero él, sueño agitado desde el origen de los cielos,
siente que su palabra se anega en silencio calcinante,
y que su voz es nada,
y que su cántico es inútil,
porque no encuentra su palabra última,
y el sueño sonríe,
acariciando húmedas violetas matinales,
para soñarse a sí mismo,
lejos, cada vez más lejos
de este ruido feroz de las horas.

El amor y el paisaje

Un hálito de rocío en mis venas,
una mariposa que sangra,
tu voz hecha cristal quebrándose en el río de la noche,
y yo, llama menor de la muerte, soñando.
El otoño desliza antiguas alas de galgo
por las calles de la ciudad perdida,
los niños estremecen su cántico entre hierbas tristes,
mi voz se sumerge en el paisaje escondido,
mientras un dócil viento
martiriza mis ojos con súbitas ausencias.

¿Dónde ciñen ahora tus manos acostumbradas al asombro del tilo
mi carne desamparada?
Una ligera sombra corrige nuestro llanto,
y la víspera del naufragio es bendecida
por el mar y por las rocas
y por el gozo de ser en tu hermosura un lirio sin fondo.

Las flores de nuestro jardín nocturno
no son sino memoria y lejanía,
y bajo la luna silvestre, el olvido tiembla
como un álamo sin raíces.

Han arraigado en nuestra piel las primeras luces del alba,
y el mar con su oleaje salobre abraza nuestro anhelo,
y todo en nosotros vibra y canta y se abandona al grito.

¿Qué promesa de parque temblaba en tus ojos?
El amor es hoy la medida del tiempo
en las llagas que nacen de la soledad.
Sobre mi pecho, los siglos se consumen en su fuego,
y busco el asilo límpido de los nuevos árboles frutales,
busco la ventana abriéndose al mar embravecido,
donde todo es horizonte y paisaje y amor,
donde se yergue, en fin, esta trémula semilla exacta de la vida,
que se propaga de primavera en primavera.

Y tú, niña, llamándome con la misma voz que brota de mi sangre,
espérame, tú, la más dulce:
también yo he llamado a las puertas sombrías de la noche,
y sólo acuden el tiempo y el destino.

Toda mi alma, amor, sabe esperarte,
en esta penumbra marchitada,
mientras en mis ojos reside un ambiente de barco cercado por las olas,
y recuerdo el dolor convertido en experiencia.
¿Dónde se confunde la brisa con la paz delgada del padre muerto?
Quiero llegar a tus tranquilas puestas de sol,
alta melancolía impaciente,
quiero abrazarte en la raíz de toda mi vida,
quiero recordarte en la firme anunciación de mí mismo,
dulcemente morena bajo la melodía del cielo azul,
tú, lejana,
sin más principio que tu propia transparencia.

La clara lluvia, en rosa y azucena…

La clara lluvia, en rosa y azucena,
asume en tu presencia la dulzura,
y una aurora de arroyos insegura
ampara aquella luz de sombra llena.

¡Oh la experiencia arrebatada, ajena
a la ilusión constante de ternura
que en mí, con esperanzas, inaugura
una joven quietud viva y serena!

¡Oh los pasos que, tímidos, perdieron
aquel tranquilo séquito de flores!
¡Oh amada floreciente y encendida!

Cuando las noches íntimas huyeron,
quebró la luz del alba sus temblores
y tus ojos brotaron en mi vida.

Tus ojos tienen el recóndito desmayo…

Tus ojos tienen el recóndito desmayo
del nocturno horizonte,
que nunca hiere el alba.
Pero también irradian alegrías
cuando recuerdas o presientes,
y entonces resplandece tu mirada
como el íntimo vuelo de una alondra en abril.

Y cuando ahora recorremos el camino
donde nuestro amor halló su origen,
las piedras de calles angostas,
los monumentos altivos,
las ruinas cansadas,
la silenciosa lluvia,
el hijo de una amiga soñando
su histórica ciudad de provincia,
espejan en su canción agitada
la letanía feroz del tiempo,
y cada vez más me iluminan
tus ojos de nocturno horizonte,
cuando la vida acucia con sus cielos
y renunciamos al pan cotidiano
a cambio de unas tazas gozosas
de policromada arcilla,
tazas que el agua convertirá en recuerdo.

Y entonces comprendo qué es la claridad
del horizonte fiel de tus ojos,
el horizonte oscuro de un amor
que me asedia cada amanecer con una sonrisa,
inmune al tránsito de la tristeza,
de la harapienta tristeza del mundo.

Égloga del naufragio

Tan oscuras las estrellas
-en nuestros ojos, naufragio-
tejen las playas de noche
-en los recuerdos, naufragio-
que dejan en nuestra sangre
-última espuma, naufragio-
llantos de cristal sombrío,
herida carne del llanto.
El jardín de nuestros padres
es ortiga del ocaso,
y nuestras lágrimas tienen
un calor no superado,
lágrimas de las entrañas
que las aguas despertaron.
Enfrente de mi camino,
huellas tersas en los lagos,
y una presencia de luz
en tus ojos de naufragio.
Húndeme entre tus paisajes,
en tus silencios amargos,
donde yo sienta en mi piel
ambiente de joven árbol,
y la flor brote desnuda
con sus perfumes alados.
Verte, sí, sobre el invierno,
silencioso vuelo pálido
de tu figura tan clara
de ser nieve, ardor temprano,
mirarte sobre el abismo
de los vencidos espacios,
como incienso de alborada
en el sueño naufragado:
Tu mirada es el destino
en la sombra de mi paso.
Mirarte, sí, dócil fuego
de mi corazón flotando,
encima de las montañas
dulces del tiempo cercano.
Ya lejos las horas tristes,
yo arrancaré de los años
tierra firme en las miradas
quebradas por el naufragio.
Y veremos la madera
de los caudalosos álamos,
y amanecidas gozosas
en nuestros mutuos abrazos.
¡Qué plenitud del vacío
-sangre oculta del naufragio-,
anunciación de la playa
-caricia siempre, naufragio-!