Poetas

Poesía de México

Poemas de Guillermo Prieto Pradillo

Guillermo Prieto Pradillo (Ciudad de México; 10 de febrero de 1818 – Tacubaya; 2 de marzo de 1897), más conocido simplemente como Guillermo Prieto, fue un poeta y político mexicano.

Nació el 10 de febrero de 1818, en la Ciudad de México, hijo de José María Prieto Gamboa y Josefa Pradillo y Estañol. A los 13 años, falleció su padre y, debido a ello, su madre perdió la razón. Andrés Quintana Roo fue su benefactor, al conseguirle trabajo en la Aduana y al ayudarlo a ingresar al Colegio de San Juan de Letrán.

En 1836, bajo la dirección del propio Quintana Roo, fundó la Academia de Letrán, junto con Manuel Toussaint y con los hermanos José María y Juan Lacunza, cuya característica primordial era «la tendencia a mexicanizar la literatura».​ Sus primeras poesías se publicaron en el Calendario de Galván y en la revista El Mosaico Mexicano, en 1837.​

Fue secretario de Valentín Gómez Farías y de Anastasio Bustamante; durante el período presidencial de este último comenzó a colaborar como redactor para el Diario Oficial. Durante la primera Intervención francesa en México, se enlistó en la Guardia Nacional. Fue crítico teatral en el periódico El Siglo Diez y Nueve, y con su seudónimo («Fidel») publicó la columna llamada «San lunes de Fidel» de 1841 a 1845, de 1848 a 1858, de 1861 a 1863, y de 1867 a 1896.

Colaboró para El Museo Mexicano de 1843 a 1844, para el Semanario Ilustrado publicó correspondencia satírica, para El Monitor Republicano escribió en 1847 y de 1873 a 1885. Perteneció a El Ateneo Mexicano, del que fue miembro. En 1845, fundó el periódico Don Simplicio, en compañía de Ignacio Ramírez «El Nigromante». Se unió en la defensa del ejército federal, durante la Primera intervención estadounidense en México.​ En 1849, colaboró para El Álbum Mexicano, y en 1862, para La Chinaca.

Al mar

Te siento en mí: cuando tu voz potente
saludó retronando en lontananza,
se renovó mi ser; alce la frente
nunca abatida por el hado impío,
y vibrante brotó del pecho mío
un cántico de amor y alabanza.
Te encadenó el Señor en estas playas
cuando, Satán del mundo,
temerario plagiando el infinito,
le quisiste anegar, y en lo profundo
gimes ¡oh mar! en sempiterno grito.

Te siento en mí: cuando tu voz potente
saludó retronando en lontananza,
se renovó mi ser; alce la frente
nunca abatida por el hado impío,
y vibrante brotó del pecho mío
un cántico de amor y alabanza.
Te encadenó el Señor en estas playas
cuando, Satán del mundo,
temerario plagiando el infinito,
le quisiste anegar, y en lo profundo
gimes ¡oh mar! en sempiterno grito.

Tú también te retuerces cual remedo
de la eterna agonía;
también, como al ser mío,
la soledad te cerca y el vacío;
y siempre en in quietud y en amargura,
te acaricia la luz del claro día,
te ven los astros en la noche oscura.

A ti te vi venir, como en locura,
esparcido el cabello de tus ondas
de espuma en el vaivén, como cercada
de invisibles espíritus, llegando
de abismos ignorados y clamando
en acentos humanos que morían,
y el grito y el sollozo confundían.

A mí te vi venir ¡oh mar divino!
y supe contener tanta grandeza,
como tiembla la gota de la lluvia
en la hoja leve del robusto encino.

Eres sublime ¡oh mar! los horizontes
recogiendo las alas fatigadas,
se prosternan ante ti desde los montes.

Prendida de tus hombros la luz bella
forma los pliegues de tu manto inmenso.
Entre la blanca bruma
se perciben los tumbos de tus ondas,
cual de hermosa en el seno palpitante
los encajes levísimos de espuma.

Si te agitas, arrojas de tu seno
en explosión tremenda las montañas,
y es un remedo de la brisa el trueno,
terrible mar, si gimen tus entrañas.

¿Quién te describe ¡oh mar! cuando bravía,
como mujer celosa,
en medio de tu marcha procelosa
el escollo de tus iras desafía?

Vas, te encrespas, te ciñes con porfía,
retrocedes rugiente,
y del tenaz luchar desesperada,
te precipitas en su negro seno
despedazando tu altanera suerte.

En tanto, al viento horrible,
arrastrando al relámpago y al rayo,
cimbra el espacio, rasga el negro velo
de la tiniebla, se prosterna el mundo
y un siniestro contento se percibe
¡oh mar!, en lo profundo,
cual si con esa pompa celebraras,
entre el eterno duelo,
tus nupcias con el cielo.

Cansada de fatiga, cual si el aura
tierna te prodigara sus caricias,
a su encanto dulcísimo te entregas,
calmas tu enojo, viertes tus sonrisas,
y como niña con las olas juegas
cuando te dan su música las brisas.

Tú eres un ser de vida y de pasiones:
escuchas, amas, te enloqueces, lloras,
nos sobrecoges de terrible espanto,
embriagas de grandeza y enamoras.

Cuando por vez primera ¡oh mar sublime!
me vi junto de ti, como tocando
el borde del magnifico infinito,
Dios, clamó el labio en entusiasta grito:
Dios, repitió tu inquieta lontananza:
y Dios, me pareció que proclamaban
las olas, repitiendo mi alabanza.

Entonces ¡ay! la juventud hervía
en mi temprano corazón; la suerte,
cual guirnalda de luz, embellecía
la frente horrible de la misma muerte.

Y grande, grande el corazón y abierto
al amor, a la patria y a la gloria,
émulo me sentí de tu grandeza
y mi orgullo me daba la victoria.
Entonces, el celaje que cruzaba
por el espacio con sus alas de oro,
de la patria me hablaba.

Entonces, ¡ay! en la ola que moría
reclinada en la arena sollozando
recordaba el mirar de mi María,
sus lindos ojos y su acento blando.

Si una huérfana rama atravesaba,
juguete de las ondas, cual yo errante,
lejos de su pensil y de su fuente,
la saludaba con mi voz amante,
la consolaba de la patria ausente.

Si el pájaro perdido iba siguiendo
rendido de fatiga mi navío,
¡cuánto sufrir, Dios mío!
su ala se plega, aléjase la nave,
y se esfuerza y se abate y desfallece,
y convulso, arrastrándose en las ondas,
el hijo de los bosques desparece.

En tanto, tus inmensas soledades
la gaviota recorre, desafiando
las fieras tempestades.
Entonces, en la popa, dominando
la inmensa soledad, me parecía
que una voz a lo lejos me llamaba
y acentos misteriosos me decía
y yo le preguntaba:
¿Quién eres tú? ¿De la creación olvido,
te quedaste tus formas esperando,
engendro indescifrable, en agonía
entre el ser y el no ser siempre luchando?
¿Al desunirse de la tierra el cielo
en tus entrañas refugiaste al caos?
¿O, mágica creación rebelde un día,
provocaste a tu Dios, se alzó tremendo;
sobre tu frente derramó la nada,
y te dejo gimiendo
a tu muro de arena encadenada?

¿O, promesa de bien, en tus cristales
los átomos conservas que algún día,
cuando la tierra muera,
produzcan con encantos celestiales
otra luz, otros seres, otro mundo,
y entonces nuestro suelo
a tus plantas, se llame mar profundo
en que retrate tu grandeza el cielo?

Hoy llegue junto a ti como otro tiempo,
siguiendo, ¡oh, Libertad! tu blanca estela;
hoy llegue junto a ti cuando se hundía
en abismos de horror y anarquía
la linfa de cristal de mi esperanza;
porque eres un poema de grandeza,
porque en ti el huracán sus notas vierte,
luz y vida coronan tu cabeza,
tienes por pedestal tiniebla y muerte.

Nadie muere en la tierra; allí se duerme
de tierna madre en el amante pecho:
velan cipreses nuestro sueño triste,
y riegan flores nuestro triste lecho.

Solitaria una cruz dice al viajero
que pague su tributo
de lágrimas y luto,
en el extenso llano y el sendero.

En ti se muere ¡oh mar! ni la ceniza
le das al viento: en la ola se sepulta
la rica pompa de poblada nave
nada conserva las mortales huellas;
se pierden y en tu seno indiferente
nace la aurora y brillan las estrellas.

A ti me entrego ¡oh mar!, roto navío,
destrozado en las recias tempestades,
sin rumbo, sin timón, siempre anhelante
por el seguro puerto,
encerrado en mi pecho dolorido
las tumbas y el desierto…

Pero humillado no; y en mi fiereza
a ti tendiendo las convulsas manos,
sintiendo en ti de mi alma la grandeza
y ahogando mi tormento,
le pido a Dios la paz de mis hermanos;
y renuevo mi augusto juramento
de mi odio a la traición y a los tiranos.

La inmortalidad

(A Manuel Payno)

La flor encantadora y delicada
que sobre esbelto tallo se mecía,
la vio ufana la luz de un solo día,
luego desapareció.
De ese arbusto marchito y derribado,
ayer tal vez hermoso y floreciente,
hoy arranca sus hojas el ambiente
que ufano le halagó.

Y al alto muro y orgullosa torre,
que sola en el espacio alzó la frente,
en silencio, del tiempo la corriente
del mundo arrancó ya.
¿Por qué, por qué insolente, hombre mezquino,
más débil que el arbusto y que la planta,
en vuelo audaz soberbio te levanta
la estéril vanidad?

De1 tiempo rapidísimo las alas,
sobre nubes de imperios se extendieron,
y se apartó la sombra, ¿do estuvieron
imperios y poder?
Hombre: ¿cómo te entregas a hondo sueño,
de la playa en la vida recostado.
si al más ligero viento, el mar alzado
tu cuerpo ha de envolver?

Y la frágil hojilla del arbusto,
cuando mugen terríficos los vientos,
al caer en los marea turbulentos
mas impresión harán
que el golpe de cien mil generaciones,
por la mano del tiempo derribadas,
en las dulces y quietas oleadas
de la ancha eternidad.

Un solo grano de la limpia arena
enturbia mas el férvido torrente,
que esparcido del tiempo en la corriente
del hombre el lodo vil.
Héroe, monarca, arranca de tu labio
el grito del orgullo que horroriza;
es igual tu ceniza a la ceniza
del pastor infeliz.

Mas si destruye el tiempo de igual modo
la frágil cuna, el lecho vacilante
del anciano, y el solio de diamante
do está la juventud;
y si del crimen el puñal sangriento
se rompe en los sepulcros igualmente
que la diadema nítida y fulgente
do está la virtud.

Si a esta por siempre la mostró llorando,
y a la maldad triunfante y denodada,
al tocar en los bordes de la nada
la antorcha del saber;
¿qué importa que feroces me amenacen,
ni que lancen gemidos los humanos,
si yo arranco ruiseñor de sus manos
la copa del placer?

Esto dije mil veces, y encontraba
inútil la razón, la vida yerta;
y estéril, oscurísima, desierta
del hombre la mansión.
Y yo me aborrecí cuando veía
a mi existencia entre tiniebla adusta,
y no pude adorar la mano injusta
del que llamaban Dios.

Y burlé a los que ilusos distinguían
sobre el sol, dominando el firmamento,
el vasto solio y el sublime asiento
de un genio de bondad.
Yo allí con rabia distinguí un tirano,
que quiso sobre el mundo levantarse,
para ver sin estorbo aniquilarse
la triste humanidad.
En mi delirio horrísono exclamaba:
si eres padre clemente y Dios piadoso,
si es del hombre tormento doloroso
dudar su porvenir;
si a un solo movimiento de tu labio;
puede rasgarse del misterio el velo,
y hallar escrito en el inmenso cielo
su destino infeliz;

¿por qué te regocija nuestro llanto?
¿Esa noble, tu augusta Providencia,
al mortal le concede la existencia
solo para el dolor?
Mas si de lo futuro la ignorancia
que renace en la tierra tu quisiste,
¿para qué la razón me concediste,
incomprensible Dios?

Hacia el caos diriges 1a mirada;
nace el sol, vive el mundo, brota el viento;
el vasto mar refleja un firmamento
bañado con su luz.
Y frívolo concedes el imperio
del orbe que tu nombre diviniza,
a un ente vil que al toque pulveriza
del débil ataúd?

Anhelaba mi mente hasta el letargo
de desesperación, y jamás calma;
y siempre, siempre destrozada mi alma
por inquietud tenaz.
El horror de la muerte me oprimía,
el susurro del aura me aterraba,
y a contemplar la tumba me arrastraba
la dudosa ansiedad.

El horror expresando la mirada,
torpe el paso, débil el aliento,
temblando con el frío del tormento
al sepulcro llegué.
Una fuerza violenta, irresistible,
me hizo inclinar al fondo la cabeza;
y gemí de terror, y con presteza
loe párpados cerré.

En mi quebranto pronuncié convulso
de Dios el nombre, y súbito retumba,
y cruje, y se abre la terrible tumba
con estruendo fatal.
pero una luz vivísima, inefable,
le da paso a mi atónita mirada;
Y mi razón encuéntrase abrumada
en gozo celestial.

Con júbilo indefinible
miré que bañó mi frente
la luz pura, indeficiente,
de la grande eternidad
Vi al mortal ennoblecido
sobre el trono del Eterno,
y de un Dios sublime, tierno,
la esplendente majestad.

No el Dios fiero, vengativo,
que teme y no adora el mundo,
que creen que grita iracundo
con la tempestad atroz;

Y que devasta los campos
en las alas del torrente,
publicando el rayo ardiente
su omnipotencia feroz.

Cual de luciérnaga el brillo
en la claridad del día,
junto de Dios se perdía
nuestro refulgente sol.
Salud, Hacedor Supremo:
salud, Padre de la vida,
como el alma enternecida
ora entona tu loor.

Cuando en la tierra infeliz
vi la virtud desdichada,
pobre, envilecida, atada,
del crimen negro al poder;
no pensaba en que tu mano
la inocencia galardona,
que de gloria la corona
colocas sobre su sien.

Ni creí que la tormenta
que envanece y alucina,
en ondulación mezquina
en el dilatado mar.

Sordo al bramar la tormenta
ciego al contemplar el cielo,
te cubrí ¡oh Dios! con el velo
de la lóbrega impiedad.
Busqué criminal entonces,
de angustia el alma agobiada,
entre el polvo de la nada
el lecho de la quietud.

Las pasiones me arrastraron;
no hay Dios, mis labios decían,
y mis ojos se ofendían
de eternidad con la luz.

Si hubiera visto irrompibles
de amor los queridos lazos,
durmiendo al hijo en los brazos
del afecto maternal;
te hubiera amado, Dios mío,
y tolerado mi suerte,
mis ojos viendo a la muerte
sin el llanto del pesar.
Sólo una gota de sangre,
o una lágrima inocente,
del alma del delincuente
nunca se logra borrar;
pues la incorpora la muerte,
la lumbre de Dios la aclara,
y la aura copa acibara
de aquel placer celestial.

Pero ni al hombre insolente
que con su labio blasfemo
te ha injuriado, Ser Supremo,
en este mundo infeliz,
niegas tu bondad augusta;
el no la soporta, gime
con el aspecto sublime
de una eternidad feliz.

Aura blanda, dulces flores,
bastos campos, lindo cielo,
y un indecible consuelo
que disipaba el dolor;
yo disfruté alborozado,
tornó el regocijo a mi alma,
y una deliciosa calma
ocupó mi corazón.

Millares de vastos mundos
giran, Señor, a tus plantas,
que sostienes y que encantas
con tu sublime bondad;
Entre los cuales se pierden
nuestro mundo y nuestro orgullo,
cual de tórtola el arrullo
cuando muge el huracán.
Mortal, mortal atrevido,
¿te dará la impiedad, necio,
siquiera el odio, el desprecio
de ese Omnipotente Dios?
Piensas al lanzar blasfemias
en tu honda mansión, perjuro,
que haces retemblar el muro
del alcázar del Criador?

¿Cómo penetrar pretendes,
contenido por ti mismo,
en el insondable abismo
de nuestro lóbrego ser?
¿Quién es el hombre, responde,
que así reclama insolente
ser émulo y confidente
del que prodiga el saber?

Huyóse la ficción, y el alma mía,
cuando la ofusca del dolor el velo,
recuerda. con purísimo consuelo
este dulce momento de alegría:

tal vez, tal vez momento de delirio
que ama mi corazón ardientemente,
y que cuando se aleje de mi mente
acaso en mi alma arraigará el martirio.
Pero ¡oh Dios de bondad! por él te adoro,
y por él, si me amaga el triste duelo,
grito: Soy inmortal: contemplo el cielo,
y recobro vigor y enjugo el lloro.

Cómo será el mar

Tu nombre ¡o mar! en mi interior resuena;
despierta mi cansada fantasía:
conmueve, engrandece al alma mía,
de entusiasmo férvido la llena.

Nada de limitado me comprime,
cuando imagino contemplar tu seno;
aludo, melancólico y sereno,
o frente augusta; tu mugir sublime.

Serás ¡oh mar! magnifico y grandioso
cuando duermas risueño y sosegado;
cuando a tu seno quieto y dilatado
acaricie el ambiente delicioso?

¿Cuando soberbio, ardiente, enfurecido
gimiendo te abalances hasta el cielo:
cuando haga retemblar al ancho cielo
de tus inquietas aguas el bramido?

Dulce será la luz del claro día
si en tus diáfanas ondas reverbera;
grata el aura y la roca que altanera
tus impulsos vehementes desafía.

Creo ver en tu imperio turbulento
la excelsa eternidad en su palacio,
dominando en el mundo y el espacio,
midiendo la extensión del firmamento.

De la divinidad eres idea;
del mundo miserable poesía
la dulce admiración del alma mía;
con tu vista el Eterno se recrea.

La rama de la playa, que distante
en tu inquieta extensión vaga perdida,
como el recuerdo triste de la vida
en la mente del hombre agonizante.

De la luna fulgente la luz pura,
al través de la nube borrascosa,
cual memoria de madre cariñosa
en medio de una amarga desventura.

De embarcación el mísero deshecho
que gire por tu seno sosegado,
como presentimiento desgraciado
que hace agitar del navegante el pecho.

Todo, todo lo harás interesante:
¿no te habré de admirar? ¿Será vedado
a mis oídos tu mugir sagrado
Y siempre, siempre te tendré distante?

¿La mano del dolor que me comprime,
a perecer cautivo me destina
entre paredes de ciudad mezquina
sin venerar tu majestad sublime?

¿O a ti, me llevará la suerte impía,
cubierto de dolor, sin tener padre;
sin mi dulce adorada; sin mi madre,
lanzado, ay triste, de la patria mía?

El insurgente

Desde la hermosa ribera
se mira incierta bogar
una barquilla ligera,
que desafía altanera
los horrores de la mar.

Dentro se mira sentado
un orgulloso guerrero:
el casco despedazado,
el vestido ensangrentado
y a su derecha el acero.

A su hijo tierno, inocente
lleva entre sus fuertes brazos:
baña con llanto su frente;
pero su inquietud ardiente
colma el niño con abrazos.
Miró arrastrar a la muerte
a Hidalgo y al gran Morelos;
Y luchando con la suerte
vio e1 Sur de su ánimo fuerte
los patrióticos desvelos.

Su bando está dispersado,
el tirano viene atrás;
solo salva a su hijo amado,
y sale precipitado
por el puerto de San Blas.

En sus oídos aun truena
el clamor contra el tirano:
se alza. . . el ímpetu refrena
porque vacila la entena,
y extiende a su hijo la mano.

De su patria idolatrada
le arroja el destino fiero;
sin amigos, sin su amada,
solo con su hijo y su espada
en el universo entero.

Queda en la playa su esposa
sin amparo, sin ventura:
mira la mar caprichosa
y en ella girar llorosa
dos prendas de su ternura.

Tiende 1os brazos… suspira,
y caen con desconsuelo:
de la playa se retira;
mas torna, y el bravo mira
revolear su pañuelo.

Vuelve la vista el valiente
y encuentra a su hijo dormido;
luce la calma en su frente,
y entona el triste insurgente
este canto dolorido.

Divino encanto de mi ternura,
tú mi amargura
disiparás
En mi abandono,
solo en los mares
tu mis pesares
consolarás.

Tú eres mi patria,
tú eres mi amigo.
eres testigo
de mi aflicción.
Sola tu boca
mi frente besa
donde está impresa
mi maldición.

Hijo y tesoro
de un tierno padre,
tu dulce madre
¿dónde estará?
Dios de bondades!
mirad su llanto,
de su quebranto
tened piedad.

Yo en esta barca
por mi hijo temo,
vuelo sin remo,
sin dirección;
vuelo perdido
sin saber donde,
y ya se esconde
la luz del sol.

Pero aparece,
¡cuánta fortuna!
la blanca luna
sobre el zenit.
Hijo adorado,
por tu inocencia
la Omnipotencia
me guarda a mí.

Despierta el niño; la veloz barquilla
toca triunfante la cercana tierra,
y el atroz sobresaltó se destierra,
y el bravo ante su Dios la frente humilla.
La memoria empeñada en su martirio
su situación horrible 1e presenta;
y su patria y su amada le atormenta,
y le sepulta en el fatal delirio,
Inconstante y salobre su fortuna,
como lo son las aguas de los mares,
perturbaron los hórridos pesares
hasta los dulces sueños de la cuna.
Miraba ensangrentada su querida
gimiendo ante las plantas del tirano;
la miraba en el suelo, mejicano
abandonada, pobre, en envilecida.
El viento que silbaba enfurecido
le recordaba su gemido ardiente,
¡levantando la abatida frente
a su esposa llamó despavorido.
«Dulce ilusión de amor, mujer divina.
bendigo tu memoria: yo te adoro
Porque derramas tu copioso lloro
por mi fortuna lúgubre y mezquina.

Recuerdo que mi labio electrizado,
después que muerte o libertad gritaba,
en tu carrillo nácar se estampaba,
y renacía mi vigor cansado.
Hoy prófugo, infeliz, sin el cielo
de Méjico, do vi la luz primera;
nadie siente mi suerte lastimera,
solo gimo en penoso desconsuelo.
En otro tiempo, cuando el sol ardiente
a el ocaso lejano declinaba,
cuando su último rayo se apagaba
del Popocatépetl en la alta frente:
yo bendecía; patria idolatrada,
tu rica tierra, tu brillante cielo;
creí me guardarías en tu suelo
mi última luz y mi postrer morada”.
Pero el hijo reclama su cuidado;
tiembla lloroso del rigor del frío;
y ocupa su ternura y su albedrío
en el niño inocente y desdichado.
Los temores tal vez de alguna fiera,
la negra noche, el árido desierto,
tienen a su cariño vago, incierto,
considerando lo que hacer debiera.
Se resuelve por fin; en la barquilla,
atada con su banda a un cocotero,
deposita a el infante y el guerrero
vuela donde un hogar lejano brilla.

Una nube oscurece el horizonte;
se sobresalta el bravo y retrocede,
Y grita, y corre; mas salir no puede
del intrincado, del oscuro monte.
Entre tanto las olas con el viento
se embravecen, se agitan y se chocan:
braman, se alzan, se rompen, se sofocan;
y está el mar en horrible movimiento.
La voz de Dios entre las nubes truena.
las aguas con el rayo resplandecen,
los árboles robustos se estremecen,
el mundo todo de pavor se llena.

Inquieto vaga y furioso
el padre despavorido,
parecía su gemido
a el que lanzaba la mar.
Mientras, llora el inocente,
grita el nombre de su padre:
no torna: llama a la madre:
no viene; y vuelve a llorar.

El relámpago relumbra,
la tempestad le amenaza.
y su ímpetu despedaza
la banda que es su sostén.
Como la hoja arrebatada
del huracán inclemente,
vuela el mísero inocente
a la mar a perecer.

Cual si supiera el peligro,
con penoso desconsuelo,
alza las manos al cielo
como implorando piedad.
Así le mira su padre
lleno de letal congoja,
y frenético se arroja
donde la barquilla está.

Gira, lucha, a su hijo llega,
agobiado de fatiga
1e extiende una mano amiga.
Crece del mar el vaivén;
pero moverse no puede:
estrecha a su hijo adorado,
sonríe desesperado
y se sumerge con él!!!

Invasión de los franceses

“Mejicanos, tomad el acero,
ya rimbomba en la playa el cañón:
odio eterno al francés altanero,
¡vengarse o morir con honor”.

Lodo vil de ignominia horrorosa
se arrojó de la patria a la frente:
¿dónde está, dónde está el insolente?
mejicanos, su sangre bebed,
y romped del francés las entrañas,
do la infamia cobarde se abriga:
destrozad su bandera enemiga,
y asentad en sus armas el pie.

Si intentaren pisar nuestro suelo,
en la mar sepultemos sus vidas,
y en las olas, de sangre teñidas,
luzca opaco el reflejo del sol.
Nunca paz, mejicanos; juremos
en los viles cebar nuestra rabia.
¡Infeliz del que a Méjico agravia!
gima al ver nuestro justo rencor.

¡Oh qué gozo! Borremos la lujuria:
al combate nos llama la gloria.
Escuchad. . . ¡Ya vencimos! ¡Victoria!
¡ay de ti, miserable francés!
Venceremos, lo palpo, lo juro;
¡de sangre francesas empapadas,
nuestras manos serán levantadas
al Eterno con vivo placer.

Ya contemplo al valiente guerrero
que hasta en sueños su mano esforzada,
busca incierta, anhelosa, la espada
para herir al soberbio invasor.
Mejicanos, al campo volemos,
en sagrado furor arda el alma;
y al que quiera ignominia, a la calma
lo condene ofendido el valor.

Romance de la migajita

«¡Détente! Que está rendida,
¡eh, contente, no la mates!»
Y aunque la gente gritaba
Corraía como el aire,
Cuando quiso ya no pudo,
Aunque quiso llegó tarde,
Que estaba la Migajita
Revolcándose en su sangre. . .
Sus largas trenzas en tierra,
Con la muerte al abrazarse,
Las miramos de rodillas
Ante el hombre, suplicante;
Pero él le dio tres metidas
Y una al sesgo de remache.
De sus labios de claveles
Salen dolientes los ayes,
Se ven entre sus pestañas,
Los ojos al apagarse. . .
Y el Ronco está como piedra
En medio de los sacrifantes,
Que lo atan codo con codo
Para llevarlo a la cárcel.

«Ve al hespital, Migajita,
vete con los palticantes,
y atente a la Virgen pura
para que tu alma se salve.
¡Probrecita casa sin tus brazos!
¡Pobrecita de tu madre!
¿Y quién te lo hubiera dicho,
tan preciosa cono un ángel,
con tu rebozo de seda,
con tus sartas de corales,
con tus zapatos de raso
que ibas llenando la calle,
como guardando tus gracias,
porque no se redamasen.

El celo es punta de rabia,
El celo alcanzó matarte,
Que es veneno que hace furias
Las mas finas voluntades.

Esto dijo con conciencia
Una siñora ya grande
Que vido del papa al pepe
Cómo pasó todo el lance.

Y yendo y viniendo días
La Migajita preciosa
Fue retoñando en San Pablo;
Pero la infeliz era otra;
Está como pan de cera,
El aigre la desmorona,
Se le pintan las costillas,
Se alevanta con congoja;
Sólo de sus lindos ojos
Llamas de repente brotan.

«¡Muerto!. . .¡dése!» A la ventana
la pobre herida se asoma,
y vio que llevan difunto,
por otra mano alevosa,
a su Ronco que idolatra,
que fue su amor y su gloria.

Olvida que está baldada
Y de sus penas se olvida,
Y corre como una loca,
Y al muerto se precipita,
Y aulla de dolor la triste
Llenándolo de caricias.

«Madre, mi madre (le dice)
—que su madre la seguía —,
vendan mis aretes de oro,
mis trasts de loza fina,
mis dos rebozos de seda,

y el rebozo de bolita;
vendan mis tumbagas de oro,
y de coral la soguilla,
y mis arracadas grandes,
guarnecidas con perlitas;
vendan la cama de fierro,
y el ropero y las camisas,
y entierren con lujo a ese hombre
porque era el bien de mi vida;
que lo entierren con mi almohjada
con su funda de estopilla,
que pienso que su cabeza
con el palo se lastima.

Que le ardan cirios de cera,
Cuatro, todos de a seis libras;
que le pongan muchas flores,
Que le digan muchas misas
Mientras que me arranco el alma
Para hacerle compañía.

Tú, ampáralo con tu sombra,
Sálvalo, Virgen María:
Que si en esta positura
Me puso, lo merecía;
No porque le diera causa,
Pues era suya mi vida». . .

Y dando mil alaridos
La infelice Migajita,
Se arrancaba los cabellos,
Y aullando se retorcía.
De pronto los gritos cesan,
De pronto se quedó fija:
Se acercan los platicantes,
La encuentran sin vida y fría,
Y el silencio se destiende
Convirtiendo en noche el día.

En el panteón de Dolores,
Lejos, en la última fila,
Entre unas cruces de palo
Nuevas o medio podridas,
Hay una cruz levantada
De pulida cantería,
Y en ella el nombre del Ronco,
«Arizpe José Marías»,
y el pie, en un montón de tierra,
medio cubierto de ortigas,
sin que lo sospeche nadie
reposa la Migajita,
flor del barrio de la Palma
y envidia de las catrinas.