Poetas

Poesía de México

Poemas de Jaime Labastida

Jaime Mario Labastida Ochoa (Los Mochis, Sinaloa, 15 de junio de 1939)1​ es un poeta, periodista, ensayista, filósofo y académico mexicano. Desde febrero de 2011 es director de la Academia Mexicana de la Lengua. Dirigió la revista Plural en su segunda época y fue presidente del Colegio de Sinaloa. Actualmente es director general de Siglo XXI Editores y miembro de número de la Asociación Filosófica de México. Autor de obras poéticas y de libros de corte filosófico y de crítica literaria e histórica. Formó parte del grupo literario La Espiga Amotinada. Ha sido galardonado con diversos premios, entre los que cabe citar el Premio Xavier Villaurrutia (1996), así como el Nacional de Periodismo y el Nacional de Ciencias y Artes en 2008. Es doctor honoris causa por las universidades mexicanas Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y Autónoma de Sinaloa. Ha sido distinguido como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Gobierno de Francia, y con la Cruz al Mérito por el presidente de la República Federal de Alemania. También ha recibido la Medalla de Oro del Instituto Nacional de Bellas Artes por su trayectoria como escritor.

Afrodita en el polvo

El sol, colérico de sales,
contra el agua arremete.
Hermano con hermana se acarician.
Y un cielo azul está (cubriéndola),
encima de la tierra: hijos nosotros
de esa feroz contradicción, las bestias.

Pero de líquenes, de aceites,
el cielo en la tierra se vacía.
Cargada queda así, a punto de parir
lechuzas, tallos o tubérculos,
cuando del cielo, del esposo, cae la sangre:

fuimos nosotros, nunca el tiempo,
quienes violentos arrancamos
los testículos de óxido del cielo
y con el fruto de la castración construimos
este altiplano de mercurio y sodio.

Dejando atrás espumas, violenta la sonrisa,
el amor enraizó aquí su cabellera;
porque fueron sus hebras las crecidas,
tiernas ramas de los ahuehuetes.
El amor reposó aquí
de sus débiles miembros agotados.
Y crecieron las hierbas a su paso,
se elevaron águilas de espuma y cicatrices.

Pero llegamos los indignos,
los que nada sabíamos.
Como los animales, devoramos.

Hachas de piedra o bronce,
machetes de ceniza.
Devastamos los montes,
destruimos las praderas,
sepultamos a Afrodita bajo el polvo.

Y ahora de la cuenca del lago sube este
violento buitre de mirada blanda
y en su esqueleto cálido se posa.

Hemos de respirar esa desgracia.
Porque los días son álamos de polvo,
buitres que asedian la ciudad,
nubes arteras que acaban nuestro oxígeno.

Hielo

Los frescos de Botticelli
arrancados a la Villa de Lemmi,
la Victoria de Samotracia,
con las alas unidas por alambres
y una estaca de acero entre las nalgas:
trofeos de guerra, pasto
para la codicia de los reyes.
El saqueo. Ticiano, el Veronés,
el Bosco, el sarcófago asirio,
las urnas de granito y madera policroma
en donde están las momias de Ramsés
o Nefertiti, la estela funeraria
de Aristóteles, los códices mixtecos,
el penacho falso tal vez de Moctezuma,
los caballos de bronce de San Marcos,
la virgen negra de Constantinopla:
el saqueo, el saqueo. Arrebatados
de páramos, de selvas, de templos,
de palacios, de países, de pueblos,
de naciones. Los botines de guerra,
las limpias compras de los mercaderes.
Como si el oro abstracto, el billete
crujiente fueran iguales a La Piedad
o a la inflexión precisa de la sombra
en un caballo de Picasso.
¿Qué podría remplazar
una pierna perdida? ¿Qué moneda
podría ofrecernos otra vez
la estela maya que un avión
extranjero llevó a Texas?
No tiene precio el ojo,
ni la máscara turquesa,
ni el coyote emplumado,
ni Monalisa astuta. Más que el oro
valen su instante irrepetible,
su columna de gracia,
sangre exacta, detenida, y perfecta.

El dolor, el dolor. Egipto,
Grecia, México, congelados aquí,
ante el azoro de los visitantes.

La piel

Creyente sólo de lo que toco, yo te toco,
mujer, hasta la entraña, el hueso,
aquello que otros llaman alma, tan unida,
tan cerca de la carne mortal y voluptuosa
o siempre ardiente o nunca maltratada
sino dulce, oscilante entre querer
y subir, adentro de la espuma.
Te todo, dije, mujer, hasta el más húmedo
hueso de tu vientre, donde ya gimes tú,
y el aire libre viene, sin sangre
o pensamientos: un solo extremo
de mi cuerpo se convierte en el todo.
Ni un pensamiento impuro empaña entonces
ese goce: cuando estoy en tu vientre
sólo estoy en tu vientre. Soy ahora
ese límite extraño, esa piel que consume,
que se quema y se gasta, ese tacto
profundo que va desde la piel
al pozo ciego de mis venas, y también
un ruiseñor y un alto sol, tendido,
mudo. Un beso apenas, un leve,
ya risueño fulgor que lento acaba:
la piel que se contrae. La sangre
toda y los sudores hablan. Vuelven
a mi los pensamientos. Por ti camino
llano por el tiempo. Cuando estoy
a tu lado, no estoy sólo a tu lado:
el agua entera fructifica, el espacio
se amplía y un lento sol nocturno
nos enciende por dentro.

Papel borrado

Cuando termino de escribir todo esto,
después que durante horas me imprimo
como un mecanismo de dulzura y de cólera
én las hojas, y el viento desordena los papeles
y entra un siblido extraño, y merodea en la casa
una noche especial, ajena, sin preguntas;
cuando abro las ventanas para que lleguen
los amigos que tienen nombres de herramienta
y prisines, después que me deshago de este
tósigo, cuando quedo vacío, mi mujer
viene aquí con amor que estrangula.
Amor resplandeciente el nuestro que asume
la crueldad de un pájaro pequeño que picara
su grano, tiernamente, en la herida de un brazo
y más la abriera, que es como un pequeño pájaro
que cantara, cerca, muy cerca, demasiado
cerca del oído, y al que no pudieras callar,
aunque te rompa el tímpano a golpes de dulzura.

Escribo entonces junto al mar.
Asiento mi pisada y mi cansancio
en la áspera arena de la playa, mientras el mar,
ausente, en grises movimientos nos acecha
y borra todo, borra todo, borra
todo de mí, borra todo de mí,
borra todo de mí.

Plenitud del tiempo

1

La destrucción del fuego, atroz,
y la del tiempo. El bosque que crepita,
a sal, torturas largas. La alegría,
por supuesto. El tiempo reconstruye
la tiniebla. ¿Qué va a ser, si no tiempo,
cada nuez en su rama, exacta, fría?
Adentro de la hoja, el huracán. Hundida
ya en el agua, la tormenta, ese tiempo
feroz que la atosiga. Hasta
en el vientre de la roca mueren
las hormigas, el aroma es de sangre.
Sólo un instante fosforece el viento,
estalla el corazón sólo un minuto,
una ola no más, quizá la dicha:
gira la tierra. ¿Recordarán algunos
mi sonrisa? El hijo, el mar
reconstruyéndose. Un relámpago fluye,
arde el maderamen. Sordo de amor,
ya desnudez, te acoso. El hijo
escucha, sabe que lo busco. El tiempo
sana de todas sus heridas. Arde
entonces el mar sin consumirse.

2

La destrucción del aire, atroz,
y la del tiempo. El hueso que enmohece
la duda, la desgracia. La dicha,
por supuesto. El tiempo entierra dedos,
encuentra su derrota: árboles,
ámbar, sólo pulmones de ceniza
y fango, sólo bocas de mármol:
sube el agua. ¿Qué dejaré
de mí, qué de mis dedos? La hija,
el aire, rebelión, palabras.
Mi sangre te devasta, sufres
y llamas desde la otra orilla,
una voz de clemencia por el río
se escucha, y miro el grito
ciego de la niña adentro
de tu cuerpo abierto. La construcción,
la tierra, la esperanza. El agua
brota ya, plagada de respuestas.
La casa brilla y su color incendia.
El tiempo tiene forma de paloma:
el aire la sostiene y la acaricia.

3

La destrucción de tierra, atroz,
y la del tiempo. La casa que enmudece,
el hielo, la fatiga. El dolor,
por supuesto. El tiempo que edifica
atmósferas y labios. ¿Qué será
tu mirada, si no la casa, la puerta,
los batientes, el musgo que adelgaza
la claridad del día? Sólo intestinos
de rescoldo y canto, sólo unos ojos
de color durazno. ¿Quién buscará
después mis dedos, quién esta piel
del tiempo, destruyéndose? La hija,
el fuego: se detiene el aire.
Remo ya turbio el mío, entro,
en ti germino. El terremoto asciende,
claridad, sonríe. La niña,
el árbol, sonora luz
en lucha contra el viento:
el tiempo largo de sus ramas
crece. La niña es ya
respuesta a mi pregunta.

4

La destrucción del agua, atroz,
y la del tiempo. La piedra que encanece,
el mito, la esperanza. El amor,
por supuesto. El tiempo rasga muertes,
por débiles, sonoras. El fósforo
metálico, ¿qué ha de ser, si no
tiempo? Helada, inmóvil, pasará
la tierra, destruirá tu rostro.
Sólo una mano de argamasa y llanto,
sólo lengua de yeso: repta el fuego.
¿Qué quedará de mí, qué de mis venas?
El tiempo, el hijo mismo,
construcción, el agua. Resplandece
la víctima. Mi amor te aplasta
y ya te sangra vida. El hijo clama
desde el hondo pozo y un grito
en plumas resplandece y queda.
La construcción incendia, amor,
la de la sangre. El agua se abre,
clara de sonrisas. La casa
es blanca ya
y es pleno el tiempo.

Bajo la pesada losa del mundo

Sobre la Tierra, estamos enterrados.
Todo su peso cárdeno
se vuelca sobre mis pies antiguos.
Toda la tierra me avienta sobre el cielo,
me sujeta en mi raíz
y me hunde entre sus manos.
Despedazado estoy.
Mis ojos van allá por el impulso,
mas presos en órbitas se quedan,
asidos a su fin y a su condena.

Toda la Tierra es una losa terrible
sobre cuerpos caducos y marchitos.
Los cielos rosáceos se coloran aún más de sangre violenta
que se arroja por los ojos.
Bajo la pesada losa de la Tumba Terrestre,
se mueven vidas sepultadas,
muertos que se engañan.
Pero las tumbas se violan,
para encontrar los huesos,
deshechos en pedazos, débiles al tacto.

El dolor nace y se queda, callado,
en las voces de los muertos que palpitan.
El dolor es propio: nace del corazón
y se renueva con la sangre, en su latente
perfección de círculo, de cansada finitud.

Un día amaneceré resucitado.