Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de James Schuyler

James Marcus Schuyler (Chicago, Estados Unidos, 9 de noviembre de 1923; Nueva York, Estados Unidos, 12 de abril de 1991) fue un poeta americano premiado con, entre otros, el Premio Pulitzer en 1980 por su colección The Morning of the Poem. Fue una figura central en la Escuela de Nueva York y se le asocia muchas veces con sus compañeros en ella John Ashbery, Frank O’Hara, Kenneth Koch y Barbara Guest.

De mañana bien temprano

un naranja devora
las capas de nubes y
te levantás, te ponés
tu vida diaria
ya medio usada, gastada
pero cómoda, como unos viejos jeans: al menos
conocida. El agua
hierve, el café
perfuma el aire
y la luz plana se sumerge
entre las ramas superpuestas de un abeto balsámico
encendiéndole el tronco.
Otros árboles apenas
reciben un raspón hacia el oeste.
Un cuzquito tenaz
deja huellas oscuras
en el rocío azul. El día
ofrece tanto, tiene
tan poco ¿o es
simplemente que vos,
pidiendo demasiado,
después tomás tan poco? Es
nada más que la mañana
tan siempre gratuita y
tan sin exigencias,
cargada de mensajes
y sentido; como
por ejemplo: el día
es diferente de la noche
para algunos; mirá
cómo deslumbra el sur
en un resplandor
que despide un océano;
innumerable iridiscencia
de verde;
la forma
del huevo frío
que rompés
y con un tenedor
volvés a romper
y mezclás y volcás
en la sartén, donde sisea suave.
El sedimento
en tu mente va bajando
mientras algo se eleva
una idea, tal vez,
como un árbol
cuando no es más que
dos pedacitos de cinta
verdes y arrugados
fijados a la tierra; un
recuerdo: más allá
de una caja de jabón
para la ropa Gold Dust
un cerezo florecido y
después lleno de fruta;
una cara, un nombre
sin cara,
agua con nombre:
Mediterráneo, Cazenovia, o
congelada, o
que se va
por el inodoro; un
destello de
buen humor, no
más que un
guiño; y el sol
opaca su luz
detrás de un matutino
Times de nube.

Poema

Si tuvieras que ser una hoja,
¿qué te parece una hoja de roble?
¿Imaginas que tuvieras que vivir tu vida
de nuevo, sabiendo lo que sabes?
Imagina que tienes mucho dinero.

“Aléjate de mí, idiota”

Cae la noche a comienzos de marzo
eres como el olor de los desagües
en un restorán donde el paté de la casa
es una rebanada de carne fría,
húmeda y grasosa. Te falta encanto.

La luz adentro

y la luz afuera: la opacidad
de una lluviosa mañana de abril:
sombras sutiles
que proyecta la lámpara
sobre la luz del día,
una luz no forzada,
la esencia
de la nubosidad
que baja brumosa hasta la calle:
y el marco
imblancamente blanco de una foto enrollada
se modela
como la luz del norte
modeló la cara en esa foto:

y contra una ventana
un árbol muestra
cada hoja levemente coloreada
de otro tono sombrío, algunas
transparentes, otras
no: y en la punta
la oscuridad partida
por la luz que cae
desde afuera (creada
por su ausencia)
yace luminosa dentro de sí misma:
la luminosa oscuridad interna.

Un cuchillo de piedra

Querido Kenward,
Qué perla
de abrecartas. Es justo
lo que necesitaba, algo
donde descansar los ojos, siempre
deseado, es decir
es eso que
sentía que me
faltaba pero
no lo sabía, sin uso
real y sin embargo
esencial como una caja
de botones, o los mapas, los verdes
cielos mañaneros, las islas y
canales en la avena, el vapor
del guiso de ostras. Ágata
marrón, veteada como un bosque
por un humo que presenta
la acuosa torsión de la zostera
en rápida concavidad desteñida de
herrumbre. Ondulantes líneas de
atardecer norteño –un Munch
sin la ansiedad– una
insinuación de casi ámbar:
a la nariz, un pensamiento
resinoso, al ojo,
una aguja laqueada, verde
allí donde no hay verde, una
post-imagen presente.
Pulido como un hacha, desnudo
y elegante como un lago,
varonil como un lingam,
petrificado clima de noviembre,
es la cosa justa
¿para hacer qué? ¿Para
abrir cartas? No,
es justamente la cosa, un
objeto, oscuro, feroz
y hermoso en el que
la sorpresa es que
la sorpresa, una vez
que pasa, sigue estando:
en el que disfrutar
no es consumir. Lo
irrecuperable retorna
en un mundo marrón

hecho de madera,

jaspeado de nieve, epi-
centro de tempestad
todavía en piedra.

UNA CIUDAD BLANCA

Mis pensamientos giran hacia el sur
una ciudad blanca
despertaremos abrazados.
Despierto
y oigo golpetear el radiador
como un corazón de metal
y veo que ha nevado.

DESDE EL CUARTO…

Desde el cuarto del al lado
el amigable golpeteo
de una máquina de escribir eléctrica.
Zumban moscas en el vidrio
de la ventana. Es la época
en que mueren. La casa
está pintada de gris. Los campos
se empelusan de
algodoncillo. Junto al
estanque, un castor roe
un árbol. Esos dientes, tan
filosos. El camino serpentea
colina abajo hasta llegar acá
después se aleja serpenteando.
El bosque está marrón.
El cielo es gris. Qué
silencio increíble en
esta colina rodea
el amigable golpeteo,
el zumbido de la muerte.

Justo antes del otoño

en los intervalos quietos entre vientos de equinoccio
el silencio destella
o en un bosque de abetos
se muestra como troncos rayados, claros, oscuros
vistos entre ellos
todos iguales, cada uno diferente:
un bosque despojado de sus ramas más bajas
que yacen vagamente apiladas junto al sendero
musgosas, con liquen, pudriéndose.

El sol está en el cielo como si fuera su retrato.
A las áster las inclina una brisa
que para plantas más leñosas sería indigno notar.
Varas de oro erguidas como cúspides
o de otro tipo, que señalan en lenguaje gestual indio:
“Por aquí”.

Por la tarde temprano la luna sube al cielo
mientras el sol va hacia el oeste
su luz ingrávida se posa
sobre un zarzal de saucos y cerezos silvestres.
Parece que la luz los presionara
y los tironeara desde arriba
así como una lancha huye de la estela
que parece propulsarla
a través de ilusiones de verde
hechas por árboles negros reflejados en el agua astillada
que toma forma.

¡Maravillosa energía universal,
expresada en una estelar quietud!
La Vía Láctea desplegada
sobre la casa anoche
y las Pléyades
a la vista débilmente exclamaban:
“La mejor forma de ver las estrellas
es mirar un poco hacia un costado”
un universo en su red de espacio
debilitándose, concluyendo, continuando.

La luz descansa en capas sobre las hojas.

Arboles, y árboles, más árboles.
Un niño nube trae el diario vespertino:
El Sol de la Tarde. Se pone el sol.
No de manera abrupta o de una vez
un paso lento bajando por el cielo
(es dorado y rosa y apenas verde)
por encima, más allá, por detrás de las hojas
de los árboles. El tráfico suena
y campanas doblan con su sonido de plata
la hora, una melodía, mi amigo
Pierrot. La hora violeta:
el césped verde violento.
Una haya llorona es gris,
una haya roja es rojo cobre.
Cuelgan las redes de tenis
inútiles en la quietud inútil.
Un auto arranca y
susurra a lo que pronto será la noche.
Una pelota de tenis es golpeada.
Un tábano desaparece.
Un cigarrillo que humea.
Un día (tantos y tan pocos)
muere bajando por un cielo endurecido
y las hojas son hojas de cuaderno sobre mi regazo
apenas visibles
en la luz ya sin capas.