Poetas

Poesía de Ecuador

Poemas de Jorge Carrera Andrade

Jorge Carrera Andrade fue un poeta, ensayista, diplomático y traductor ecuatoriano, nacido el 18 de septiembre de 1902 en Quito. Es considerado uno de los poetas más importantes e influyentes de la literatura ecuatoriana del siglo XX.

Carrera Andrade estudió filosofía y letras en la Universidad Central del Ecuador y posteriormente se trasladó a París, donde se matriculó en la Sorbona. Allí tuvo la oportunidad de conocer a figuras importantes de la literatura como Pablo Neruda y Vicente Huidobro, quienes influyeron en su obra.

En 1930 publicó su primer libro de poesía, «El jardín de las máquinas», que marcó el inicio de una carrera literaria prolífica y reconocida. Posteriormente publicaría obras como «Tres poemas», «Siete poemas», «Escalas en el tiempo», entre otras.

Además de su trabajo como poeta, Carrera Andrade se destacó en la diplomacia y en la traducción literaria. Fue el representante de Ecuador en la UNESCO entre 1947 y 1950 y también ejerció como embajador en países como Francia, Italia y Portugal. Además, tradujo obras de autores como Marcel Proust, André Gide y Jean Cocteau al español.

Su obra poética se caracteriza por la exploración de temas como la naturaleza, la ciudad, el amor y la identidad, y se destaca por una escritura clara y precisa, en la que la palabra adquiere un valor especial y una musicalidad única. Carrera Andrade se inspiró en la tradición poética española y latinoamericana, pero también en la poesía francesa y en la literatura oriental, lo que le permitió desarrollar un estilo propio y original.

Jorge Carrera Andrade recibió numerosos premios y reconocimientos a lo largo de su carrera, como el Premio Nacional de Literatura de Ecuador en 1962 y el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca en 1977. Falleció en Quito el 7 de noviembre de 1978, dejando tras de sí una obra literaria de gran importancia y una huella indeleble en la poesía latinoamericana.

Puerto en la noche

En los barriles duerme un sueño de ginebra.
Los barriles de noche tienen el vino triste
y añoran el descanso tibio de la bodega.

Huele el aire del muelle como un cesto de ostiones
y es una red oscura puesta a secar la noche.

Los mástiles son cañas para pescar estrellas
y las barcazas sólo son canastas de pesca.

La lámpara de abordo
salta como un gran pez
chorreando sobre el puente su fulgor escamoso.

Pequeñas lucecitas navegan en la noche,
como si un contrabando de muertos
llevaran sobre el agua los siniestros lanchones.

Amigo de las nubes

Forastero perdido en el planeta
entre piedras ilustres, entre máquinas
reparto el sol del trópico en monedas.

Ciudadanos de niebla, hombres del viento
y del disfraz azul, de la alcancía
y del dios de los números:
Yo leo en vuestras máscaras floridas.

Manjar de espinas con sazón de hielo
me brindáis cada día. Nada os pido
cínicos hospederos de este mundo,
guardianes de un incierto paraíso.

Mercaderes de avispas:
Soy hombre de los trópicos azules.
Os espío por cuenta de la luna.
Soy agente secreto de las nubes.

Soledad y gaviota

Cuaderno albo del mar,
la gaviota o mensaje
se despliega al volar
en dos hojas de viaje.

Su marítima hermana
la soledad, la mira
y, en una espera vana,
en la costa suspira.

Insectos, vegetales,
se enredan en el suelo:
torcidas iniciales
de un subterráneo anhelo.

Aquí, en el centro, vivo
con las aves marinas,
de mí mismo cautivo,
compañero de ruinas,

y mirando y oyendo
sólo la lluvia armada
la soledad batiendo
con su líquida espada.

Concha marina

Entre la arena, es la concha
lápida recordativa
de una difunta gaviota.

Cuaderno del paracaidista

Sólo encontré dos pájaros y el viento,
las nubes con sus mapas enrollados
y unas flores de humo que se abrían buscándome
durante el vertical viaje celeste.

Porque vengo del cielo
como en las profecías y en los himnos,
emisario de lo alto, con mi uniforme de hojas,
mi provisión de vidas y de muertes.

Del cielo voy bajando como el día.
Humedezco los párpados
de aquellos que me esperan: he seguido
la ruta de la luz y de la lluvia.

Buen arbusto, protéjeme.
Dile, tierra, a tu surco mojado que me acoja
y a ese tronco caído
que me enseñe el calor, la forma inerte.

¡Aquí estoy, campesinos europeos!
Vengo en nombre del pan, de las madres del mundo
de toda la blancura degollada:
la garza, la azucena, el cordero, la nieve.

Fortalecen mi brazo ciudades en escombros,
familias mutiladas, dispersas por la tierra,
niños y campos rubios viviendo, desde hace años,
siglos de noche y sangre.

Campesinos del mundo: he bajado del cielo
como una blanca umbela o medusa del aire.
Traigo ocultos relámpagos o provisión de muertes,
pero traigo también las cosechas futuras.

Traigo la mies tranquila sin soldados,
las ventanas con luz otra vez, persiguiendo
la noche para siempre derrotada.
Yo soy el nuevo ángel de este siglo.

Ciudadano del aire y de las nubes,
poseo sin embargo una sangre terrestre
que conoce el camino que entra a cada morada,
el camino que fluye debajo de los carros,

las aguas que pretenden ser las mismas
que ya pasaron antes,
la tierra de animales y legumbre con lágrimas
donde voy a encender el día con mis manos.

Vocación extraña

No he venido a burlarme de este mundo.
Sino a amar con pasión todos los seres.
No he venido a burlarme de los hombres.
Sino a vivir con ellos la aventura terrestre.

No he venido a hablar mal de los insectos
a descubrir las llagas del ocaso
a encarcelar la luz en una jaula.
No he venido a sembrar de sal los campos.

No he venido a decir que la jirafa
quiere imitar al cisne, que los pinos
sirven sólo de adorno entre las rocas.
No he venido a burlarme de los nidos.

He venido a mirar el mundo hasta la entraña
y acariciar las cosas simplemente
único patrimonio de los hombres.
No he venido a burlarme de la muerte.

Tu amor es como la piel de las manzanas

Tu amor es como el roce tímido
de la mejilla de un niño,

como la piel de las manzanas
o la cesta de nueces de la pascua,

como los pasos graves
en la alcoba donde ha muerto la madre,
como una casa en el bosque
o más bien como un llanto vigilante en la noche.

El objeto y su sombra

Arquitectura fiel del mundo,
realidad, más cabal que el sueño.
La abstracción muere en un segundo:
sólo basta un fruncir del ceño.

Las cosas. O sea la vida.
Todo el universo es presencia.
La sombra al objeto adherida
¿acaso transforma su esencia?

Limpiad el mundo -ésta es la clave-
de fantasmas del pensamiento.
Que el ojo apareje su nave
para un nuevo descubrimiento.

El viaje infinito

Todos los seres viajan
de distinta manera hacia Su Dios:
La raíz baja a pie por peldaños de agua.
Las hojas con suspiros aparejan la nube.
Los pájaros se sirven de sus alas
para alcanzar la zona de las eternas luces.

El lento mineral con invisibles pasos
recorre las etapas de un círculo infinito
que en el polvo comienza y termina en el astro
y al polvo otra vez vuelve
recordando al pasar, más bien soñando
sus vidas sucesivas y sus muertes.

El pez habla a su Dios en la burbuja
que es un trino en el agua,
grito de ángel caído, privado de sus plumas.
El hombre sólo tiene la palabra
para buscar la luz
o viajar al país sin ecos de la nada.

Golondrinas

Que me busquen mañana.
Hoy tengo cita con las golondrinas.
En las plumas mojadas por la primera lluvia
llega el mensaje fresco de los nidos celestes.
La luz anda buscando un escondite.
Las ventanas voltean páginas fulgurantes
que se apagan de pronto en vagas profecías.
Mi conciencia fue ayer un país fértil.
Hoyes campo de rocas.
Me resigno al silencio
pero comprendo el grito de los pájaros
el grito gris de angustia
ante la luz ahogada por la primera lluvia.

Los amigos del paseo

Los sauces son buenos amigos
en el paseo solitario;
tiemblan, recuerdan y son tristes
como almas ante los fracasos.

Pensativos tocan el agua
apenas como sombras verdes,
y el corazón va como un pájaro
hacia su tenuidad doliente.

Tienen rumor de pies de seda
sobre el agua atenta a su sueño.
la sombra de Bion los inclina
y oyen su flauta en el recuerdo.

Dan al mal viento un olor triste
y a la vida un sabor bucólico,
y en su silencio verde ocultan
las viejas sombras del coloquio.

Y así los sauces me convencen
en el solitario paseo
de que hay un placer dulce y fino
en dar el corazón al viento.