Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Jorge Enrique González Pacheco

Jorge Enrique González Pacheco, un artista cuya pluma trasciende fronteras, nació entre las callejuelas encantadas de Marianao, La Habana. Su vida, marcada por la pérdida temprana de su madre y la turbulenta relación con su padre, se tejió con los hilos de la poesía y la narrativa. Licenciado en literatura latinoamericana por la Universidad de La Habana, Cuba, y con un máster en literatura hispanoamericana de la prestigiosa Universidad Complutense de Madrid, España, González Pacheco se sumergió en los misterios del lenguaje desde una edad temprana, buscando en las palabras refugio y expresión.

Desde su primera incursión en el mundo literario en 1991, con la publicación de su poema inaugural en la revista Alaluz, el nombre de Jorge Enrique González Pacheco resonó con fuerza en los círculos literarios cubanos y más allá. Con una pluma que acaricia las fibras más sensibles del alma humana, sus versos encontraron eco en revistas, antologías y periódicos de Cuba, Estados Unidos, México, Francia, España, Argentina y Brasil. Dos de sus creaciones más emblemáticas, «Habana» y «La dócil alba que en tu altura guía«, se erigen como monumentos literarios que evocan la esencia misma de la experiencia humana.

El legado literario de González Pacheco se cristaliza en cinco obras publicadas, entre las que destaca su aclamado poemario «Bajo la luz de mi sangre«. Su poesía, impregnada de una melancolía poética y una sensibilidad única, atravesó barreras lingüísticas, siendo traducida al inglés y otros idiomas. Reconocido por su contribución al ámbito cultural, González Pacheco no solo escribió, sino que también promovió el arte y la música, patrocinando eventos como el homenaje al centenario del músico español Joaquín Rodrigo en La Habana.

Sin embargo, el alcance de su labor cultural va más allá de las páginas de sus libros. En Seattle, ciudad que ahora llama hogar, fundó el Seattle Latino Film Festival, una plataforma que eleva la voz del cine latinoamericano en el noroeste de Estados Unidos. Su incansable dedicación al arte lo llevó a presidir Cine Seattle Entertainment LLC, una empresa productora audiovisual que contribuye al florecimiento del séptimo arte en suelo estadounidense.

A través de su poesía, Jorge Enrique González Pacheco traza un puente entre mundos, entre el pasado y el presente, entre la nostalgia y la esperanza. Su obra perdurará como un faro luminoso en el vasto océano de la literatura, guiando a generaciones venideras hacia la belleza etérea de la palabra escrita.

Tan cerca de mí

Últimamente, he estado soñando el mismo sueño repetidas veces.
Nuestras vidas son un poema de un cuarto sin luz.
Mi mañana apareció a la salida del sol,
que abre camino entre las nubes de la oscuridad.
¡Tú estás así cerca de mí, tú eres la libertad de la luz del sol!
Cómo deseo que puedas estar conmigo todo el tiempo!
Nos perdemos tú y yo tantas veces en mi encrucijada,
y aún yo sólo puedo ver tu sonrisa en mi sueño.

El palpito que tus ojos gira

Para Ileana de la Caridad González Pacheco.

Moldeas pasado en mi presente.
Convocas sin fines la premura,
límpida trazo con su tersura
la floresta de lo permanente.

Imaginado animo tu ternura,
danza siempre en lo sugerente
de una tarde que entrega aparente
el hábil cáliz de mi figura.

Siembro la alegría en tu pradera:
este Universo acunó mi pira
para colmar lento la quimera

del pálpito, en tus ojos gira,
porque contigo desató la esfera
el sutil sendero, ya me inspira.

Del pesebre, madre

Sílaba que reina lo materno
sobre mi hombro definitivo y blando,
va a librar infinita
los extravíos lejanos.

Obsequia mi pupila al secreto
como columnas frágiles detrás del valle;
palpitante elevar escurridizo,
tan diferente al escaso modo.

Estremecida de azúcar y sal
quiebra mi agrio perecedero:
remotos minutos, leve carne.

Frente al instante, tierra inmutable
precisas el vagar a los decires,
desmemoriada voz, del pesebre madre.

Yo, hijo del gozo

Hijo del gozo con su cruz de llanto

José Hierro

Yo hijo del gozo con mi cruz de llanto,
camino y erijo la osadía,
entre tanto trasparento un recuerdo
–nieve sin presagios tibios-.

Yo, hijo del gozo febril que tanto gime en su exilio,
el llanto lo apresa, incomprensión en paz de lo que fuiste
-nadie entiende tu alegría-.

Yo, cruz de llanto; lágrima perenne que me acusas
y matas en mis adentros la sangre volátil del destino.

Qué bien aventurar puedo diferente!
Tanto golpeas y confundes en densa niebla,
mientras yo, hijo del gozo con temor ardido
en mi cruz de llanto encuentro la primavera.

Por el agua que destella un astro.

Por el agua que destella un astro es punzante la oración de mis ojos y relucientes manzanas ofrecen su amargor a los cardos del hambre que saborea tu tarde.
Cascada te vuelves al continuar yo triste. Papel dentado tras la serpiente cruje vientos que ladran su horror desde el espejo, todo sobre mi sed marchita. Brillan distancias aquí, ahí, en lo oscuro enciendes las palomas y esferas rozan la cicatriz del holocausto.
El azar del cuerpo circunda entre nieves azules. No lo
invento me ha bebido tu flor… alegre flor sobre páramos ausentes de sueños inmóviles en la flecha ciega, marmórea además al naufragar mi espanto.
Tú me tenías más allá de la suerte, dormida en ríos, en ámbitos dilatados, en sepulcros brillantes como brasas, como labios: me clavan sin pena su cruz de lodo, tenue se yergue y de la voz estatuas nacen, detenidas también al precipitar los abismos en el rincón ocultamente insomne donde el hervor detuvo mis
silencios.
¿Cuál calzada de la ciudad quiebra estos antes, estas uñas, estas estacas, estos signos; temidos desde el vuelo sin luz que me nombra –oculta luz en la gracia de tus desafíos-? La ciudad húmeda entonces me ha de recibir. Caminaré sus años viejos en mi trauma, a lo mejor gloriosos en tu distraído oro. Figura de oro que la ciudad revela.
Di, mi agua es fuego, retumba mirándonos lanzar nuestro silbido, así el otoño suspira en su fuga mientras tus venas recorren mi carne. Pero, serás aquél, y yo quien detenga tus párpados, no sólo muerden con saetas que estrellas izan, sino que cúspides crean su ancho disfraz. Evoca después en mis ojos al liberar tu canto.

La docil alba que en tu altura guia

Tú, mi perfecto Dios de la alegría
en todo el laberinto de la tierra,
custodias mi paz, custodias mi guerra
del rojo limo, terrena agonía.

Ayer, el agua que de mí nacía
cristalizó el vuelo, sed encierra;
te quiso dejar y hoy no destierra
la dócil alba que en tu altura guía.

Deseo ser en aquella ribera
luna. Luna que al madurar el día,
contigo entrega luz de primavera,

sólo así: brisa floral de poesía,
ahora que estoy en anhelante hoguera.
Tuyo es mi ser, cálida sinfonía.