Poetas

Poesía de México

Poemas de Jorge Fernández Granados

Jorge Fernández Granados (n. Ciudad de México; 31 de octubre de 1965 (53 años) es un poeta, narrador, ensayista, antólogo y traductor mexicano.

Los peces

Fuimos bajando hasta el fondo
por las calles del puerto. La noche
remaba en el abismo de los ojos. No recuerdo qué tanto
la brisa nos cubrió de sal y estrellas.
Es conveniente dormir a menos que amanezca, dijo,
pero éramos legión para esas horas ya rancias de cantinas.
El ron juntó a los peces
y a todas las criaturas que no duermen
esa noche de pescadores y viajantes, de grasa y aguacero.

Emigramos a La Luna,
que era una carpa improvisada en los
dudosos territorios del suburbio.
Sudores y cervezas, baile, sedimento
de géneros grotescos de alegría,
se fueron combinando con torpeza
hasta temblar en una sombra, un amasijo
de danza, alcohol y extrañas vidas.

Los círculos que lees con tu mirada
no están en realidad aquí,
pero a ti te fue dado contemplarlos,
—dijo sonriendo y se perdió bajo los cuerpos
en la anchurosa fiesta de esa carne.
El ritmo gobernaba la sordidez o la gracia
y en medio de su lago nos fundimos.

Más tarde, ya cansados
los pocos rezagados en La Luna,
sin sueño y con nostalgia de horizonte,
fuimos a buscar el mar:
la sonata del agua, el apetito de su hechizo,
en esa vigilia donde el límite
del cielo y el océano es todavía tiniebla.

Algo nos lleva ante la orilla
a ver cómo la luz se recomienza
y estar aquí sin comprenderlo,
testigos de este mar alucinado,
súbitamente viejos, silenciosos,
oyendo de su más oscuro corazón
una alabanza.

Sentados en el muelle esperamos el día:
poco a poco fue llegando su violeta,
la noticia azul de su marea,
y en el silencio de su gloria amanecimos.

Espectros

La memoria echa sus cartas
en un lento ritual siempre incompleto,
como quien busca una inscripción, el árbol
donde las cicatrices están frescas;
los rostros repetibles de la gente
y el aroma verde de la lluvia,
en esta ciudad la piedra que recuerda
los hoteles y los templos,
la manía amontonadora de los escaparates,
los cafés de luz fría y bebidas tibias
donde se gastaron las palabras
sobre el arte y el amor, entre
otras bellas mentiras inmortales;
el paraíso barato de los cines,
el maquillaje cursi de las citas,
la transparencia de unos ojos
en que todavía no ha entrado el mundo
y arden con ese temblor brillante
entre el asombro y la codicia;
noches que parecen existir
antes de ser vividas
y en que una parte de nosotros muere;
noches de sangre, risa y turbias confesiones,
cuando se aprende a hablar de todo y nada
oyendo cómo pasa el tiempo
encima de la piel desnuda
y en la avenida el ruido de la gente
es mejor que la música, es el fondo
ambiguo, pardo, apurado
de cien historias de nadie
que van poblando de miseria y estrépito la noche;
callejones de carroña y bares
donde la vida es grotesca y bíblica,
donde se oficia el deseo y el sarcasmo
mientras el dolor deja un grieta
que dura más que las palabras;
azoteas muy cerca del cielo
llenas de ropa limpia, gatos y mujeres
que soñaban cosas imposibles y fumaban
pensando en su vida, su país, las dictaduras,
que oían canciones viejas, amaban con rabia
y tenían una maleta al lado de la cama;
también, con su huraño traje gris, los oficios
de la mediocridad o el hambre,
triunfos llenos de fracaso,
despachos desvencijados y desiertos,
mansiones donde nadie
ignora que la vida tiene un irrisorio precio;
inagotables veladas de un carnaval humano
menos siniestro que gracioso y, siempre
a medianoche, más cerca de la soledad que de la alegría,
rompecabezas de alcohol, deseo, disparates
y, sobre todo, quienes buscan una noche de su vida
tener algo más que un buen empleo;
madrugadas de humedad y comezón
en recámaras prestadas
cuando después del sexo el alma tiene prisa
por dormirse o, mejor, buscar un taxi
y salir a la noche de nadie, predadora,
vieja sombra que todo el tiempo nos recuerda
qué breves son los éxtasis del gozo, la fe o la juventud,
qué breves son los sueños por los que damos la vida;
calles siempre menos habitables que el amor y sus espectros,
donde pasan discretamente las historias y se acumulan
como el polvo a la orilla de las bancas,
calles que parecen descifrables a lo largo de los años,
siempre demasiado cómplices
de su reticente aroma a decadencia,
del absurdo rentable de sus hordas,
del cielo que deshace lentamente su corazón de piedra,
calles que a pesar de todo, cualquier día,
ocultan un encuentro, una puerta, un pasadizo,
una extraña inscripción como un secreto
y en donde sabemos que de alguna manera, terrible y hermosa,
aún habita ese nombre que oímos en un sueño.

Cielo de abajo

Una mujer sucede,
urde su gambito de encuentros,
aceita maquinarias de adoquín
y escribe en la arena de un café
un Mar Cantábrico, siluetas
que el diluvio reunió, vino de bardos
que pronto partirán, las geografías
donde el alma quema su madera.

Atraviesa
su tobillo al vaivén
de los que corren, conspira
contra el gris de la alacena
y esfuma la moneda de una broma

(la vida, su volado).

Suele saber
que el vestido,
el nylon, su reloj, el aguacero,
un Área de No Fumar (o el humo firma un fondo),
son la coreografía de un misterio
divagante también como el deseo
para, acaso más tarde o más temprano,
pernoctar ese tango al fin descalzos.
(Uno, claro, no entenderá.
La trama es muy barroca
y en el fondo carece de argumento.)

Una mujer sólo sucede.
Por eso hay desastres,
rincones jubilosos
donde la vida cabe
y toma lo que es suyo, a veces
hasta con el lujoso disfraz
de alguna coincidencia.

No obstante, preferimos no
entenderla, mirar con humildad
sus perversas ocurrencias.

La perfumista

Urna de otras reliquias
ante la babilonia de cristal de los estantes
olisca el seco olor del palisandro, la resina
de estoraque (Venus)
o el aroma lunar de la alhucema.
En las alturas habitadas por el polvo
reconoce, con una orientación
de pájaro, los sitios
migratorios de los frascos.
El ámbar gris junto al pebete
y la sortija de durazno del almizcle,
el emoliente de la mirra, la cananga
siamesa que no conoce el frío, el cinamomo,
la perezosa goma del gálbano, el aura de la algalia
y la aromosa Quío de trementina.

Su anciano cuerpo de nao
navega los no muchos
metros cuadrados del negocio
a donde devanó una vida de vahos.
Humecta el heliotropo, el rayado
corazón del opopánax, fija el aceite
de lilas sumisas, glicinas, rododendros,
el inminente jazmín, lavándula, retama.
Líquidas querencias que sahúman
un instante el aire
como un destello íntimo
o un enigma en las narices de los legos.
Ella sonríe (ojos bilingües) satisfecha
del uso y del atisbo y del aviso
que su olfato le fabrica
en ámbar negro.
Reconoce a tiempo, como nadie,
cada temperamento
del planeta persa de las rosas o del dragón
de la gardenia.

(Algún día la busqué en su biblioteca de espíritus. Quería hallar uno. Tuvo conmigo la paciencia de una pitonisa; revolvía y probaba y negaba y volvía a probar. Dimos por fin con la síntesis, la sintonía del perfume que mi memoria fijó años atrás con la imagen de una muchacha en la playa a medianoche con los labios en un verso de Lorca: y que el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos sus ahogados. Salí de ahí con un frasquito. Ella tenía ese lugar de mí en un rincón de sus vitrinas.)

Cajas, etiquetas que
ella dictamina con el catálogo de un gusto
desconocidamente enciclopédico
mientras afina el pianoforte de
una armonía aromática.

Cálidamente sus muñecas
son un matraz
de enfrascados universos
que frota y airea para regocijar las aletas
de su nariz octogenaria.
Puede que existan tres centímetros de ciencia
en esa silla. Por lo menos
la esencial de los detalles.

El mago

Don Arteaguita, con el diminutivo
más por costumbre que por ternura,
era un hombre robusto y teatral,
cubierto permanentemente de un abrigo negro
y un bastón con empuñadura de marfil, grabado
con dos letras que no guardó mi memoria.
La esfera al sol
de su cabeza calva,
igualaba la refracción —pensaba yo—
del mediodía de las estatuas.
Su acento era distinto al resto de nosotros.
Sonaban sus palabras como el galope de caballos.
Los anillos de cobalto
en su mirada, bajo el fieltro
de un sombrero Tardán, negro como los grajos,
me hacía pensar
en esas nubes que anuncian el granizo.

Llenaba algunas tardes su visita
el centro de la bulla y de la bola
de chamacos que le quitábamos el tiempo
siempre para pedirle lo mismo:
que nos hiciera una magia.

Y el gigante parecía pensarlo:
—¿Dónde quieren que aparezca?

Yo señalaba mi oreja. Arteaguita
se envolvía de un silencio que hormigueaba.
Mostraba las manos vacías. Las frotaba,
sonriendo con marfiles viejos como su bastón
y les daba la forma de un cuenco, de un capullo:

—Sopla.

Entonces esas manos
extraían una pequeña
calavera de plata de mi oreja.

El llavero colgaba de sus dedos.
con su diminuta dentadura fija
en una mueca fulgurante
y una espumosa carcajada
ascendía de la barriga del mago.

Algunos años después, la historia de su muerte
fue también, digamos, extravagante.
Lo hallaron sobre el asfalto desierto de la madrugada,
bajo el puente de la carretera,
con su abrigo y su bastón,
su sombrero Tardán,
su helada piel, el sulfato de sus ojos
y todo su dinero, intactos.
No parecía un asalto, ni venganza.
Nadie me dijo si
entre alguno más de los objetos
que con seguridad esa noche llevaba
tenía el llavero de plata.

Seguramente ya no.

Oí la historia pensando
en su figura tendida y helada,
como dormida, difusa, sin drama
en un ataúd de neblina,
cubierto de las gotitas de agua
que deja la noche sobre las estatuas.