Poetas

Poesía de México

Poemas de Jorge Ortega

Jorge Arturo Ortega Acevedo es poeta y ensayista mexicano. Nació en Mexicali, capital del estado de Baja California, en 1972. Es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona. El año de 2007 fue incorporado al Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) en la disciplina de letras. Obtuvo el Premio Estatal de Literatura de Baja California en 2000 y 2004 en los géneros de poesía y ensayo literario, respectivamente; el Premio Nacional de Poesía Tijuana en 2001; y en 2005 resultó finalista único del XX Premio Hiperión de poesía convocado en España. Durante los períodos 2000-2001 y 2002-2003 fue becario en la especialidad de poesía del programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Colabora en diversos medios especializados de Iberoamérica, entre los que cabe destacar las revistas Alforja, Crítica, La Tempestad, Letras Libres, Luvina, Mandorla, Nexos, Quimera y Revista de Occidente. Actualmente es catedrático del Centro de Enseñanza Técnica y Superior en México.

Hallazgo

Una mujer dormida en el vado del alba.
Una mujer dormida
en el sector más bajo de los sueños
como un guijarro liso
al fondo del estanque.

Bien parece una muerta. Lo pregonan
la escuadra que postula su rodilla,
los brazos en un gesto de abandono,
el dorso en posición un tanto incómoda,
la ausencia de resuello
por tiempo indefinido.

Alguien se viste a un lado
cuidadosamente, tratando
de no hacer mucho ruido o alterar
el agua del sepulcro que la habita,
su nivel.

La luz va esmerilando los contornos.

Pensar que no estarás cuando ese cuerpo
renuncie a ser un bulto inanimado
y se convierta en el papel volátil

que al curso de las horas encandile
—con un fulgor quizá más necesario
que el sol de los cristales—

los zócalos de casa
donde la transparencia que nos cubre
despliega el manuscrito
de todos sus enigmas.

Parábola de la migraña

El oído. La sien. El ojo.
El cántaro agobiado por el agua
y su presión de arteria.

Tambores muy adentro.
Tambores en el hueso de la fruta
filtrando desde dentro la descarga
rumbo a la superficie mojada por el fuego.

Llevar bajo la cera del semblante
un coral rojo, un rojo candelabro
de venas palpitantes. Solución:
ceder el pensamiento por un rato.

Pero tampoco el sueño.

Sus turbulencias viajan por el agua
y alcanzan la otra orilla
del cántaro apacible
con la celeridad de cualquier ruido.

Basta una sola onda
—el desliz de la manta—
para volver al punto de partida
y prolongar el fin.

Escuela flamenca

La madre emparejando calcetines
frente al televisor,
y
una luz tenue
—entre amarilla y blanca
pero sin consistencia—
viniendo desde afuera
a esclarecer la cueva de la sala,
depósito de sombras.

A un lado su marido
con la pierna cruzada
y el aspecto cansino,
el rostro un tanto más iluminado
por las detonaciones de la tele
que estalla en sus imágenes.

El par en su rutina
dejando transcurrir las manecillas
hasta las nueve y media,
esperando la muerte en el sofá
con la mirada puesta ya en la nada;

en la pantalla, no en el noticiero,
en el tapiz y
no precisamente
en la pared,
y no en el revistero
sino en el monograma de la alfombra.

Las fotos familiares, los adornos,
las acuarelas, el piano arrumbado
por más de cuatro lustros
se adhieren al suspenso
de cuanto los rodea.

Autovía del noroeste

Onde a terra se acaba e o mar começa
OS LUSÍADAS, III, 20, 3.

Nos acercamos a la finisterra
bordeando la costa.
La niebla peina el bosque
y entre los altos robles
cariados por el musgo
enreda su enigmático sudario.

De pronto, en una curva,
la alfombra lapislázuli, casi ficticia
de sorpresiva y breve;
y otra vez la espesura
negándose a menguar en el asombro.

Los límites del orbe
no son de agua ni fuego,
de rugientes llamaradas
en un cantil sin fondo
o de cascadas que caen
interminablemente
al magma planetario.

Abundan las coníferas,
y el mar, en cualquier caso,
prefigura un comienzo, indica un horizonte
con su genoma que engloba
—lo sabe el renacuajo—
los orígenes de la vida.

Lección de biología

El pájaro es más leve que la rama
en el jardín de la fragilidad.

Resbala, se desprende
una migaja de agua,
ejerce
sobre la nervadura de la hoja
el peso vertical de su abalorio.

Mas
el pájaro
se arraiga a las cornisas
como una marioneta
tirada por las hebras de la lluvia.

Nosotros, a la inversa,
no terminamos nunca
de caer,

igual que el cielo que se desmorona
bajo el hacha del trueno.

Terrícolas, el suelo nos reclama.

Y así, sólo compete
acatar la inercia del diluvio
y el ascenso del pájaro

desde un punto de mira que reitera
la imposibilidad de nuestra hechura.