Poetas

Poesía de España

Poemas de José Antonio Labordeta

José Antonio Labordeta Subías (Zaragoza, 10 de marzo de 1935-Ib., 19 de septiembre de 2010) fue un cantautor, escritor y político español, diputado en el Congreso por la Chunta Aragonesista en las legislaturas VII y VIII.

Acuérdate

Acuérdate de cuando fuimos niños
los turbios niños
de cuando fuimos vivos
por pura complacencia del destino.
Mudos.
Turbios niños
Callados
cuando fuimos niños
Creciendo
silenciosamente educados.
Nunca
fuimos realmente niños
en mitad del dolor amargo
de las guerras.
¿Y ahora?
nunca seremos nada
Nunca
es imposible así
con este aire de injusticia
brutal acometida
ante los ojos.
Acuérdate de cuando turbios
niños fuimos despoblados.
Nada como entonces
a pesar de todo.

Belchite

El árbol se levanta sobre la tapia hundida.
El viejo campanario –la paloma que había
huyó bajo la guerra- está desierto:
Todo es la sombra.

El monte desolado invade el patio,
el pozo seco,
el niño destrozado por la yedra.
Alguien recuerda –Antes estuve aquí,
hoy ya no vuelvo- por los muros de adoba calcinados:

¿Quién ha puesto el olivo
enfrente del olivo?

¿Quién ha dejado sangre
enfrente de la sangre?

¿Quién ha traído muerte
en contra de la muerte?

¿Quién, en fin, ha destruido al hombre
contra el hombre?

Sobre la casa yerta ya nadie se levanta.

Canfranc

Es la piedra y el reino de la piedra
lo que sobre los hombres permanece –de niño
escondí en esta tierra mi inocencia- después
de que la lluvia haya cesado. Aquí,
el águila no importa,
no importa la víbora ni el sarrio.
Sólo la roca aupada contra un cielo azulado
es lo que importa.

Preguntad por el río,
la nieve, por el hielo. Preguntad
por la vida –yo la cogí por estos precipicios-
y nadie sabrá que responderos.

Es tan sólo la roca, lo repito,
lo que señala el valle y la vaguada.

El pueblo, monótono, se aburre,
se emborracha. No existe el horizonte. La roca,
esa mano de Dios petrificada, es la única señal
que al hombre aguarda.

Cesaraugusta dos

Cuando el cierzo desciende y se alza la niebla,
toda la ciudad –mi Zaragoza amada- se cubre de palabras
que surgen del silencio hacia la nada.

Es entonces –el enorme Paseo
se hace suave y hermoso- cuando veo las cosas
como fueron: El niño, la explanada,
la vieja que vendía cacahuetes y almendras.
Pero cuando otra vez
el aire del Moncayo violentamente baja,
surgen los comerciantes
en paños y en alhajas
aupando a un tonto sabio
que viene a hablar del alma.

¡Ay mi ciudad
con tantos pedestales
cubiertos de anónimas palabras!:
¿A dónde te diriges?

Sólo tu espesa niebla
permite ver las cosas
igual que se veían en la infancia.

Domingo decembrino

Se apuesta en el café
las últimas partidas de baraja.
Din, dan. Din, dan:
Las campanas domingo en la ciudad
tarde que avienta el viento
hasta la orilla.
Y los muchachos
sueñan, en las paredes,
con posters que se clavan
trayéndoles recuerdos de París
y de su audacia:
Melenas,
pantalones, largos jerseys,
tristeza, vacío en las espaldas.
Y un guateque moral
atardece el domingo
en las casas lujosas.
El resto,
la ciudad, los chicos y las chicas
de ordinario, pasean vagamente
por los porches.

Hoy quisiera

Hoy quisiera olvidarme del mar,
del mar en las ventanas,
del dígale usted a todos buenos días,
seguimos por aquí,
así como siempre, muy buenos de salud
y de agonía.
Hoy quisiera
no saber las palabras,
olvidarme los ritos, las maneras,
ser tan libre como la mano de una niña,
o el ojo de un pájaro en la niebla.
Hoy quisiera
-queremos siempre y para nada sirve-
decir palabras lentas,
melodías colgadas de la sombra,
sueños que se entrecruzan, heroicas campanas.
Pero somos de aquí,
del billete señor,
la carne va subiendo
y el hígado del viejo se estropea.
Somos
de las tardes de fútbol.

Hoy quisiera
-quieres tantas cosas-
cerrar de una vez esta ventana
y descansar del ruido de allá afuera.
Pero entran el mar,
el ruido y el regusto brutal
de toda esta tierra.
Somos de ahí,
de enfrente, justo al lado
donde se ama y crea.
Somos
-y hoy yo quisiera…-
del urbano paisaje de la tierra
y aquí no hay quien se salve
de la hoguera.

Nadie en las puertas

Nadie en las puertas.
Nadie en los largos corredores
que conducen directos
hacia las antiguas plazas y viejos campanarios:
Sólo el viento,
testigo del naufragio.
Nadie en los altozanos.
Nadie en las parideras
batidas por el sol
que llevan hasta el fondo de la sombra:
Sólo el grajo
testigo del silencio de la tarde.
Nadie en los vestíbulos.
Nadie en los mercados
repletos de amapolas
para sustituir a los difuntos:
Sólo el río
testigo de la sangre de la tierra.
Nadie nunca ya.
Nadie en ningún lado.
Sólo el viento,
el grajo,
el río,
y el camino con piedras
erizado.

Sexto recuerdo

de Vicente Cazcarra

Hoy he visto a tus padres, cuando volvía a casa.
Él me miró en silencio,
con los ojos perdidos del hombre que trabaja,
día y noche, en los trenes. Ella, tu madre,
me anunció tus treinta años igual que yo- cumplidos,
y tu hermana tenía ardor y rabia en las palabras.

Repetimos la historia, tu silencio;
la voz que conocimos ya no existe
y sin embargo, sabemos que envejeces, igual que yo
-soy calvo y apunto para padre-, día a día.
Me hablaron de tus manos, de tus pies…

Los días pasan lentos, uno a uno,
pero dañan y llagan y hacen hueco
y sombra sobre el alma.
Recuérdote
sentado en el pupitre, allá en la vieja aula,
hablando sobre Dios y la justicia,
viendo llegar el cierzo. Cada día que pasa
se te marca –también a mí- la llaga
del hombre acorralado.
Es doloroso, ya ves,
saberte casi muerto en medio dela vida.

Tu padre dijo adiós. Tu madre
repitió tus treinta años, y tu hermana
me aviolentó de golpe con tu hombría.