Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de José Fornaris

José Fornaris, Bayamo, 1827 – La Habana, 1890) Escritor cubano. Se graduó en leyes en 1852, año en que, por motivos políticos, fue confinado en Palma Soriano. Dirigió La Floresta Cubana (1855-1856) y La Piragua (1856-1857) y editó, en colaboración con J. Socorro León y J.L. Luaces, la antología Cuba poética (1855, 1858 y 1861). Es autor de Cantos del siboney (1855), Cantos tropicales (1874) y El arpa del hogar (1878).

José Fornaris estudió leyes en la Universidad de La Habana; terminados sus estudios, regresó a su ciudad natal, donde ejerció de abogado y fue regidor del Ayuntamiento, cargo éste heredado de su padre. Atraído por las letras, volvió pronto a La Habana y comenzó a cultivar la poesía, al tiempo que se dedicaba a la enseñanza. Sus primeros ensayos literarios aparecieron en La Prensa; en 1851 publicó su primera colección poética, prologada por el doctor Lebredo.

Ya en sus años mozos su adhesión a la causa emancipadora le había traído los primeros desasosiegos. En 1852 fue confinado por las autoridades españolas en Palma Soriano, junto con Carlos Manuel de Céspedes y Lucas Castillo Moreno. Cinco meses duró el castigo, y, en 1853, Fornaris se instalaba de nuevo en La Habana. En esa época fundó El Colibrí y La Piragua, y dio a la luz la antología Cuba poética, en colaboración con Luaces. Una célebre oda que dirigió al capitán general de la isla, el general Serrano, dio lugar por entonces a diversos incidentes políticos. Hasta 1870, año en que había de emprender el éxodo a Europa, Fornaris cimentó con solidez su prestigio poético.

Libros suyos son El arpa del hogar, El libro de los amores, Flores y lágrimas y Cantos tropicales. De su producción destacan sobre todo los Cantos del siboney (1855), colección de leyendas, unas tradicionales y otras imaginadas, en las que lleva al lenguaje poético los sentimientos y costumbres de la población indígena de la isla. Los Cantos del siboney hicieron de Fornaris el exponente más valioso del «siboneyismo», corriente literaria no exenta de interés. La influencia del poeta de Bayamo fue grande en su época, y aun cuando entre sus seguidores abundaron poetas de escasos merecimientos, hubo alguno de valía evidente, como Nápoles Fajardo, llamado el Cucalambé.

Poeta fecundo y fácil, incorrecto a veces, José Fornaris escribió también algunas obras didácticas, como Elementos de Retórica y Poética, Compendio de Historia Universal y Figuras retóricas. Hubo de abandonar su patria en 1870; largos años vivió en París, dedicado a la enseñanza, y en las postrimerías de 1881 regresó a La Habana, donde había de morir.

La Bayamesa

¿No recuerdas, gentil bayamesa
Que tú fuiste mi sol refulgente,
Y risueño en tu lánguida frente
Blando beso imprimí con ardor?
¿No recuerdas que en un tiempo dichosos
Me extasié con tu pura belleza,
Y en tu seno doblé mi cabeza
Moribundo de dicha y amor?
Ven, y asoma á tu reja sonriendo;
Ven, y escucha amorosa mi canto;
Ven no duermas, acude á mi llanto;
Pon alivio a mi duro dolor.
Recordando las glorias pasadas
Disipemos, mi bien, la tristeza;
Y doblemos los dos la cabeza
Moribundos de dicha y amor.

El arroyo en creciente

Ayer corrió el arroyo de linfa transparente
en reducido lecho con lánguido rumor;
hoy surge caudaloso y arrastra en su creciente
los juncos de la orilla, las hojas de la flor.

Ayer perdió el arroyo sus olas y sus giros:
vio pálido el nenúfar, marchito el alhelí;
hoy vuelven las palomas con férvidos suspiros,
y mojan en sus aguas su pico carmesí.

Hoy altos los retoños ostentan frentes blondas,
hoy pinos acopados agitan su dosel,
y alzando su cabeza, rompiendo por 1as ondas,
hoy tiende relinchando sus crines el corcel.

¡Qué bello entre las güijas con tardo movimiento
se arrastra en las arenas torcido caracol!
¡Qué cantos alza el ave! ¡Qué espumas riza el viento!
¡Qué cisne cruza el agua! ¡Qué flores dora el sol!

Sus límpidas espumas no encuentran un escollo,
da el alba con sus rayos esmaltes al cristal;
al borde las espigas despliegan su pimpollo,
al centro el lirio ofrece su seno virginal.

Aquí, preciosa Julia, bajo frondosa jagua
dichosos reposemos: no te detengas, no;
¡la sed me abrasa tanto! ¡Tan fresca corre el agua!
¡Haz copa de tus manos, y en ellas beba yo!

La madrugada en Cuba

I

¡Qué hermosos brillan los campos
de mi Cuba idolatrada,
coronados de rocío
y mecidos por las auras,
cuando la luna ilumina
allá por la madrugada!
Alegres los estancieros
dejan sus pobres hamacas:
el uno el terreno siembra
de plátanos y de caña,
el otro a sus mansos bueyes
unce coyunda pesada,
y el sitiero enamorado,
lleno de amorosas ansias,
con melancólico acento
así a su sitiera llama:
«La luna está como el día
y yo velando a tu puerta:
despierta, mi amor, despierta,
ven, acude a mi agonía.
Salta del lecho, María,
que la luz brillante baña
desde la erguida montaña
a la callada laguna:
espléndida va la luna,
y el astro que la acompaña»

II

Y en tanto que al son del tiple
de pie junto a su ventana,
el venturoso sitiero
despierta así a su adorada,
otra va por el camino
sobre un potro de crin blanca,
ojo vivo, casco duro,
y dobles y llenas ancas.
Él también su canto entona,
que el sitiero que no canta,
que no siente, ni se inspira,
no es hijo de estas comarcas.
Mira la luna, y doliente
un hondo suspiro exhala,
al recordar que es su gloria
un corazón que lo engaña.
Y tras el hondo suspiro
quejumbrosa voz levanta;
y así revela su agravio
en canción apasionada:
«Pálida luna que un día
en amoroso desmayo,
alumbraste con tu rayo
la frente que yo quería.
Aquella sitiera mía
me inmola con dura saña…
¡Pérfida, mi nombre empaña!
¡Ella, toda mi fortuna!
¡Qué triste brilla la luna,
y el astro que la acompaña!»

III

¡Oh, qué magnífica escena!
¡Qué seductor panorama!
¡Cómo reluce en las hojas
la luna de madrugada!
Sobre los verdes guayabos
tiende el perico las alas,
que parecen con la luna
abanicos de esmeralda;
de revoltosos totíes
las negras plumas resaltan,
como ramas de azabache
sobre los mangos y jaguas.
En el cafetal vecino
por todas las guardarrayas
del africano guardiero
suena la rústica flauta;
tenor campestre el sinsonte
sus trinos de amor ensaya;
seduce con blando arrullo
la tórtola enamorada;
atados a sus cadenas
rabiosos los canes ladran;
el grillo chilla, el cordero
con tímido acento bala;
en el árbol duerme el ave,
en el bosque el toro brama,
y en el batey canta el gallo
precursor que anuncia el alba.
Mas yo dejando la tierra
busco del cielo las galas,
y entre sus blancos celajes
la luna de madrugada.
No hay duda que es este cielo
aún más bello que el de Italia,
pero si fuese tan triste
como es el de la Bretaña,
lo quisiera por ser mío,
por ser el de mis hermanas,
por ser el mismo que un tiempo
con mi madre contemplaba.
Aquí ardió en mi fantasía
del primer amor la llama,
y con lirios olorosos
ceñí la sien de mi amada.
Bajo este cielo se mecen
estas ceibas, esas palmas
que me dieron sombra amiga
allá en mi risueña infancia.
Bajo este cielo he crecido
en mis selvas y cañadas,
y va en mi sangre, en mis venas,
y clavando en mis entrañas.
En fin sabed que lo adoro
con todo el fuego del alma,
porque no hay cielo en el mundo
como el cielo de la patria.

 

La serrana de Jiguaní

En un sitio pintoresco
En el rigor del Estío,
A las orillas de un río
Una serrana encontré.
Llevaba un cántaro al hombro
Virgen tan cándida y bella;
Y bajo un cedro con ella
Oíd como platiqué:

Yo

Aproxímate y responde:
¿Tú eres india? ¿Todavía,
Ángel de la selva umbría,
Se esconde tu raza aquí?

Ella

Aquí, señor, esquivando
De los caribes las sañas,
Nos oculta en sus entrañas
La sierra de Jiguaní.

Yo

Refiere la santa Biblia
Que allá en época lejana,
Hubo, preciosa serrana,
Un diluvio universal.
Bajo las aguas inmensas
Todos los hombres lanzados,
Cedieron desesperados
A su destino fatal.

Mas flotó entonces un arca
Resbalando de ola en ola,
Y con su familia sola
Salvóse un patriarca allí,
Para ti, para los tuyos,
Ángel puro y escogido,
Arca salvadora ha sido
La sierra de Jiguaní.

Ella

Yo no sé de esas historias,
Mas es igual a la nuestra:
Es horrorosa, es siniestra,
Es toda una maldición.
Por eso tu grato acento
En mí tal eco produce,
Y es música que seduce
Mi afligido corazón.

Yo

Escúchame. Yo te adoro.
El fuego de tu puerta
En mi corazón destila
Hirviente lava de amor.
Esa vida que tú llevas
Sin ilusión ni ventura,
Simpatiza, virgen pura,
Con mi llanto y mi dolor.

Ella

¡Amarte! ¡nunca! Mi mano
A ti no te pertenece;
Ni tu queja me enternece,
Ni debo pensar en ti.
Nunca mi sangre a la tuya
He de unir en lazo odioso:
Yo amo ya; será mí esposo
Un indio de Jiguaní.

Pero sus ojos brillaron
Vivos, rutilantes, bellos;
Fijé la mirada en ellos,
Y enmudecimos los dos.
La voz de la simpatía
Con sus dulces vibraciones,
Llevó nuestros corazones
El uno del otro en pos.

Tembló el aire entre las hojas
Del cedro y de la macagua;
Ella su cántaro de agua
Llenó triste, y yo partí.
Seguí por extrañas rutas,
Y del alba a los reflejos,
Volví el rostro, y miré al lejos
La sierra de Jiguaní.