Poetas

Poesía de España

Poemas de José García Nieto

José García Nieto fue un poeta y escritor español que nació en Oviedo el 6 de julio de 1914 y murió en Madrid el 27 de febrero de 2001. Su obra poética se enmarca dentro de la generación de la posguerra española, junto a otros autores como Gabriel Celaya, Blas de Otero y José Hierro. Su estilo se caracteriza por el uso de formas clásicas, como el soneto, y por una temática variada que abarca desde el amor hasta la reflexión sobre el tiempo y la muerte.

Su vida estuvo marcada por la guerra civil española (1936-1939), que le obligó a interrumpir sus estudios de ciencias exactas y le llevó a la cárcel en dos ocasiones. Tras la contienda, se dedicó al periodismo y a la literatura, fundando en 1943 la revista Garcilaso, que se convirtió en un referente de la poesía española de la época. También escribió obras de teatro, guiones cinematográficos y adaptaciones de clásicos españoles.

Entre los numerosos premios que recibió a lo largo de su carrera, destacan el Premio Adonáis de Poesía en 1950 por Dama de soledad, el Premio Nacional de Literatura en 1951 y 1957, el Premio Fastenrath de la Real Academia Española en 1955 por Geografía es amor, el Premio Boscán en 1973, el Premio Mariano de Cavia y el Premio González-Ruano de periodismo en 1980 y 1987 respectivamente, y el Premio Cervantes en 1996 por el conjunto de su obra. En 1982 fue elegido miembro de la Real Academia Española, ocupando el sillón «i».

José García Nieto fue un poeta que supo combinar la tradición y la modernidad, la forma y el fondo, la belleza y el compromiso. Su voz sigue resonando en las letras españolas como una de las más representativas del siglo XX.

A tu orilla

A tu orilla he venido. Tengo un otoño, un pájaro
y una voz desusada. Tú me esperas: un río,
una pasión y un fruto. Y tiene nuestro encuentro
el vuelo, la corriente, seguros, proclamados.

He venido a tu orilla con los brazos tendidos
y ahora ya soy la hierba que no termina nunca,
el barro donde el agua sujeta sus mensajes
y la cuna del cauce para mecer tu sueño.

Dime si estoy pendiente de mi diario trabajo,
si basta a tus oídos mi tristísimo verso
o si a mi sombra vive mejor mayo tu carne.

De tu orilla me iría si ahora me dijeras
que te amo solamente como los hombres aman
o que mi voz te suena como todas las voces.

Alta de amor

Para las altas cumbres, alta vida.
Alta de amor. Voz alta. Alto sendero
-sierpe de fe y de luz-. Albor primero
para las altas nubes de tu huida.

Alta de brisas altas. Confundida
con el latir más alto. Alto crucero
por altas costas. Alto mastelero
para altas velas, altas de partida.

Alta de ti, ya fiebre de mis pulsos,
ofreces en tus brazos la balanza
que iguale en el cenit nuestros impulsos.

Y al alcanzar tu imagen su infinito
hay un temor a que se clave en lanza
y una ambición de que culmine en grito.

Despedida

Vuelvo a mi casa, más alta
que la tuya, Luisa Esteban,
pero sin una ventana
que dé al atrio de la iglesia.

-¡Adiós, adiós-
Y no oyes,
Luisa Esteban.

No levantarás el cántaro,
por mí, de su cantarera,
con el agua de aljibe,
sonora, delgada y fresca.
En tu cama de altos hierros
no dormiré más la siesta.
Ni en tus sábanas de hilo,
Luisa Esteban.

Porque a mí llevan -mira,
tú que no oyes, mi pena-
amores de otras ciudades
hasta otra calle cualquiera
que no es ésta con un toro
descansando ante tu puerta.

En la distancia

Perlora, en la distancia, recordarte
es dar al sueño una verdad lejana;
es como oír de nuevo la campana
de aquel mar que florece al golpearte.

Qué fábula, qué magia pudo darte
entre el verdor la gracia ciudadana:
una distinta luz cada ventana,
una lanza el maíz por cualquier parte?

Te pienso aquí y te sé en la tierra mía.
Era una vez… Y nadie me creía.
Pero yo te he tenido, y he tocado

tu piel que bajo el cielo se serena:
aquí, Carranques, dos labios de arena,
allí, Candás, como un navío anclado.

Ir y venir de todas las memorias…

Ir y venir de todas las memorias
que el alma, olvidadiza, desenreda;
verse hombre solo, antiguo y solo, errante;
ver que todos los tiempos están cerca.

De un golpe, como hermosos corazones,
yacen los capiteles en la hierba
y encuentran hecha luz como un milagro
la flor silvestre de la primavera.

Se hace el acanto vegetal y tierno;
el hombre lo acaricia y algo tiembla
debajo de su mano; le parece
que un cuerpo estremecido se despierta.

¿Puede latir la sangre por los pulsos
ante la soledad de esta belleza
cuando todo se para en un intento
de detener la dicha verdadera?

Llueve un poco, tímidamente llueve;
brilla el mármol, el árbol de la piedra;
por un instante sólo, esta columna
alcanza con sus hojas las estrellas,

Que están, que van a estar, que acaso miran,
que mirarán desde su noche eterna
el desamparo de los que caminan
sin amor por la sombra de la tierra.

Joven para la muerte

Arrojado a tu luz madrugadora,
me muero niño y soy todo un deseo
de varón en continuo jubileo
hacia tu corazón de ruiseñora.

De trino escalador junto a la aurora
eres, y voy a ti, y hay un torneo
donde la algarabía del gorjeo
triunfa de mí y en mí se condecora.

Arrancados de un sueño o de una fuente,
por tu espada los límites del nardo
me mintieron temprana primavera.

Y estoy ahora por ti tempranamente,
como nadie, de amor herido, y tardo
en morirme de amor como cualquiera.

La puerta

Golpeo ahora
-y nadie dentro-
con los nudillos
hasta hacerme sangre
-y nadie dentro-
en estas puertas donde sé
-¡con qué certeza!-
que estuvo la ternura,
que estuviste tú, amor,
zaguán de sombra, renovada lumbre,
con el vestido aquel de cada día,
distinto siempre,
y suave, entero, con la luz tejido.
Nada me importa que ese árbol,
que ahora se muestra en una frontera
inalcanzable,
no tuviera ese sabor que hoy siento,
añoro.
Lo que yo busco, vive
porque está en mi deseo,
y ese deseo sé que es mío, tanto
como lo perdí,
que no me pertenece,
que no puede esperar el desterrado.
Golpeo, y no contestan las cosas.
Y estaban. Aquí estábais, labios,
días, miedos y posesiones
fugaces, y extremadas razones, presas
de la inquietud.
Abra
quien abra,
responda quien responda,
sé que nunca será aquella voz,
aquella la acogida
por donde todo el día me anegaba
triunfando.
Sé que otra mano tomará aquel pomo
de la puerta, otra voz
-que yo querré encontrar en la memoria-
dirá: «Pasa aunque es tarde…»
Y entraré en la penumbra
-¿no dije antes que en la luz?-
doblando un poco el cuerpo
para que no se rompa del todo
la estrecha división de lo esperado
tanto tiempo.
Abra
quien abra,
pecho mío, ciego de incertidumbre,
sabio y caliente del refugio probado,
te precipitarás, porque la noche, fuera,
o el cegador día del que ahora vienes,
te habrán herido entre las ruinas
de la ciudadela abandonada.
Abra
quien abra,
golpeo, porque el brazo
tiene ya la costumbre mendicante
que le ha dado el amor.
Los herrajes hermosos,
la brillante fimbria de la puerta,
el asidero dulce del aldabón,
como un hombro desnudo,
salen al paso del mendigo, alargan
la conocida calle del deseo.
Puertas y puertas. Puertas.
Abra quien abra.
Llaman los puños apretados,
y aúlla, como un viento desconocido,
nuestra doliente voz
en la nevada calle
que se va prolongando hasta la muerte
con sus puertas cerradas.

Lastres

Canta el mar a mis pies, canta y resuena,
y dice su mensaje apresurado
hasta escalar la soledad del prado
donde otra playa de verdor se estrena.

Se ve en la hondura el oro de la arena,
la sangre de la ola, en el tejado,
ya allá, el azul del cielo, traspasado
por la niebla que al monte se encadena.

Amor del que nací, vuelve y empieza
de nuevo donde surge la belleza
y hace jugoso todo cuanto toca.

Corazón enredado, sal si puedes,
o besa entre los hilos de estas redes
la misma sal de aquella antigua boca.