Poetas

Poesía de España

Poemas de José María Valverde

José María Valverde Pacheco fue un destacado poeta, filósofo, crítico literario, historiador de las ideas, traductor y catedrático español del siglo XX. Nació en Valencia de Alcántara el 26 de enero de 1926 y falleció en Barcelona el 6 de junio de 1996. Su vida y su obra estuvieron marcadas por su compromiso ético, su amor por la palabra y su pasión por el conocimiento.

Su formación se inició en Madrid, donde cursó el bachillerato en el Instituto Ramiro de Maeztu y publicó su primer libro de poemas, Hombre de Dios (Salmos, elegías y oraciones), con el prólogo de Dámaso Alonso. Estudió Filosofía en la Universidad de Madrid y se doctoró con una tesis sobre la filosofía del lenguaje en Wilhelm von Humboldt. Durante esos años, participó en diversas revistas literarias como Garcilaso, Espadaña o Alférez y se relacionó con poetas como Carlos Bousoño o Eugenio de Nora.

En 1950 se trasladó a Roma como lector de español en la universidad y en el Instituto Español. Allí conoció al filósofo Benedetto Croce y se casó con Pilar Gefaell, con quien tuvo cinco hijos. En 1955 obtuvo la cátedra de Estética en la Universidad de Barcelona, donde desarrolló una intensa labor docente e intelectual. Colaboró con Martín de Riquer en la Historia de la Literatura Universal y publicó varios libros de poesía, crítica literaria y ensayo.

En 1965 renunció a su cátedra por solidaridad con los profesores López Aranguren y Tierno Galván, expedientados por el régimen franquista. Se dedicó entonces a la traducción de grandes autores como Dickens, Shakespeare o Melville y a la docencia en universidades extranjeras como Virginia o Trent. En 1983 regresó a España y fue nombrado miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona. En 1985 recibió la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio y en 1986 el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

Su obra poética se caracteriza por su tono reflexivo, existencial y religioso, con influencias de Hölderlin, Rilke o Machado. Entre sus poemarios destacan La espera (1949), Versos del domingo (1957), Voces y acompañamientos para San Mateo (1960) o El tiempo perseguido (1984). Su obra crítica abarca desde estudios sobre poesía española contemporánea hasta ensayos sobre historia de las ideas, pasando por análisis estéticos y filosóficos. Entre sus títulos más relevantes se encuentran Estudios sobre la palabra poética (1952), La conquista del mundo (1960), Vida y muerte de las ideas: pequeñas historias del pensamiento (1981) o El arte del artículo (1949-1993) (1994).

José María Valverde fue un hombre polifacético que cultivó diversos géneros literarios con maestría y rigor. Su legado es una muestra de su profunda erudición, su sensibilidad poética y su espíritu crítico.

El silencio

Yo te espero, mi amor, para el silencio.
¿Para qué cantar más cuando ya seas cierta?

Cansado de gritar de maravilla,
cansado del asombro sin palabras,
me callaré despacio, como el niño feliz
que se duerme, en las manos el juguete.

Tardarás mucho tiempo en dormirme del todo,
en borrarme los últimos recuerdos que me hieren,
lentísimos recuerdos sin forma ni sustancia;
sombra más bien, o sangre y carne casi,
con raíces que entraron mientras iba creciendo.

Y tendré el blanco sueño de la infancia
desde el que hablaba a Dios, aun a mi lado;
aquel sueño, tan cerca de la muerte,
que podía llegar, serena, clara,
a volverme a mi origen, aun casi en el recuerdo.

Sueño que no será como el de ahora,
lleno de ávidos pozos, de agujeros
que de repente se abren a la nada;
porque tendrá, disuelta en su materia,
como nana de madre,
tu voz muda, la luz de tu existencia,
tapizando las salas de mi sueño.

No me pidas que cante cuando vengas.
Cansado estoy del canto. Tú has de ser la paz última
el blanco umbral de Dios…

Sólo oirás mi silencio, como rumor de fuente,
como la paz de un lago, creada por tus manos,
trayéndote el reflejo de Dios para alabarte.
Confundidas las almas
en las anchas llanuras del silencio, en su noche
sin borde, esperaremos…

El umbral

Mírala aquí delante.
Es la playa donde empieza el extraño
mar de la realidad. Toma su mano breve
y déjate llevar sin preguntar.

Esta mirada clara
ya la habías soñado; este cabello
rubio tiene la luz de tu ilusión más niña,
y, sin embargo, nada se parece.

No te sirve, ahora tienes
que comenzar por la primera letra.
Anda, llama a tus sueños, amánsalos, resígnalos
a fermentar ya hacerse de verdad.

Y tú, sal de tu miedo
antiguo, corazón, pasa el umbral
sin agacharte, ten valor para la dicha,
acepta la hermosura; ya eres hombre.

Échate a las espaldas
tu cariño empeñado en ser amor,
tu ceguedad, tu mundo; toca a Dios en su peso,
única voz que de El podrás sentir.

Anda, obedece y calla,
porque para eso fuiste siempre niño
bueno y sumiso; haciendo la costumbre y el símbolo
de esta nueva obediencia más profunda.

Sí, ahora eres digno
de la vida. Hasta ella te ha elevado
tu soñar doloroso de adolescencia, como
una oración que pide lo que ignora.

Y no por prepararte
-ya ves todo qué extraño, qué distinto-,
sino por esa gota de nobleza en los ojos
con que vas a aprender la realidad.

Retrato de una muchacha mejicana

Nos veía hablar, y sus ojos
de oscura cierva, suaves, lentos,
miraban, sabios, desde fuera
nuestras palabras, leve juego.

A veces en luz sonreía,
como no oyendo, y presintiendo,
igual que un niño ve el color
de lo dicho, sin entenderlo.

Mirándonos con la sonrisa,
respondiendo en su mirar quieto,
que palpaba las puras cosas;
ojos a tientas, ojos ciegos.

La grave forma de sus labios
no era gesto; era el cauce seco
de siglos besando el dolor,
de siglos de huraño silencio.

Primer poema de amor

Lo primero es sentir que me invade el silencio.
Huyeron las palabras, las brillantes ideas,
y apenas, niño mudo, te indico con el dedo
un pájaro, una brisa, o el día, tan hermoso.

…Al fin, querría hablarte de cosas verdaderas.
Contarte cómo he visto volar las golondrinas,
hablarte de las pocas ciudades que conozco,
de los grises pasillos de mi piso de infancia,
sacar sueños antiguos del arca, como trajes
que quedaron pequeños, abrir los gruesos libros
de neblinosas fotos, los cromos del recuerdo
de horizontes con sierras y de tardes lluviosas.
Porque eso es lo que soy, más bien que mis palabras:
una larga memoria, sonora y palpitante.

Y aunque apenas entiendo de las cosas del mundo,
tal vez pueda gustarte saber cómo es el tiempo
visto con otros ojos; y, además, es lo único
que saqué de mi vida: como el niño que vuelve
del campo, y que no trae nada que contar, sino
piedras y mariposas, y alguna lagartija…

Siempre sueño otra edad más fuerte y pura: claros
tiempos en que el poeta, sacerdotal, estuvo
en medio de los hombres, como fuente en la plaza,
con sus bueyes y viñas, su casa, rica en hijos;
sin que el traer la voz divina le arrancase
de sus hermanos, lejos, extraño y diferente.
Y me sabría igual que un pecado escribirte
de la luna, las lágrimas, el olvido y la ausencia.
Porque voy a llamarte para nombrarte esposa.

En la mano de Dios, como en una llanura
dos surcos que cobijan una sola semilla,
tal sea nuestra vida. En el campo sin bordes,
cuando cae la tarde, con una brisa leve
de soledad y frío, los desamparos juntos
de nuestras almas corran, allá, hacia el horizonte…

¡Qué bien cabes, pequeña, dentro del corazón!
Tu pelo no está hecho de sombra ni misterio,
y si hay noche en tus ojos, es una noche amiga,
como de primavera, no abriéndose a la nada,
sino con el Señor palpitando en estrellas.
Bella tú como el día, pero aun más, vencedora
de la belleza, más allá de su tragedia,
de su cruel dilema que desgarra las cosas
y con su envenenada alusión de infinito
las hace pobres sombras de más alta belleza,
perfecta, pero única, sin nombres ya, de hielo.

Vienes primero tú, y después tu belleza
te sigue, natural comitiva; entre todo
tu racimo de dones es la luz que lo dora.
Yo ya te conocía del país de los sueños.
Tu aire de niña antigua, tu palidez de antaño,
de estarte pareciendo a tu madre y la mía
cuando fueran muchachas, me están diciendo ahora
que es cierto todo aquello presentido que yace
en el alma al nacer; que todo es ya sabido,
que Dios hace los sueños con esa misma mano
con que crea las cosas que podemos hallar.

Si eres verdad, es cierto todo lo que soñamos.
En medio de la huida de las cosas, en medio
de la duda y la niebla, y este nunca curable
terror a la asechanza de la desgracia ignota
que nos ahogaría de pronto sin remedio,
yo acabo de encontrar algo que nada puede
quitarme; el amor éste que te tengo y que irá,
hecho huella en el alma, hasta el mar de lo eterno,
como río que llega del país del dolor.

Himno para gloriar a mi esposa

«Creo en la resurrección de la carne»

Siempre que vuelve por tus ojos
un viento de tus años de niña a atravesar,
y te llama un paisaje
que empezaste y dejaste a la mitad;

siempre que un cielo y una playa
de otro tiempo, te insisten con nostalgia de allá,
y querrías volver
a esos recuerdos donde has muerto ya,

no llores, sino calla y oye
cómo vive en tu cuerpo, cómo en tu carne va
todo lo que has vivido,
en tu carne que nunca morirá.

Grabado está en tus huesos cada
dolor, cada ilusión que ha cruzado tu edad:
por tu cuerpo de días
resucitado, a Dios entreverás.

Y en esa huella de la vida,
como están dos pisadas en una sola, igual
la huella de mi nombre
al golpe del amor ha de quedar.

Ante el Señor, tu nuevo cuerpo
hará de mí más luz entre su claridad:
iré en lo que fue tuyo,
reflejado en tu nombre de cristal.

Y tu figura, como un cántico,
cruzará de eco en eco toda la eternidad,
sonando por tus hijos
de rostro en rostro, por siempre jamás.

Van madurando aquellos viejos días…

Van madurando aquellos viejos días
que me aleja el silencio y el reposo;
va fermentando el más querido poso
en mis bodegas quietas y sombrías.

Ya son carne las muertas horas mías,
ya me aploma su apoyo nebuloso
y en la boca las siento, con untuoso
regusto de primeras poesías.

Madurar es sentir en la mirada
un aire, espeso y dulce como un vino,
que eterniza en su niebla lo fluyente.

Y es entreoír la voz llana y velada
del conocido pájaro divino
en la jaula del pecho, nuevamente.

Las viejas campanas

Oigo viejas campanas que llegan del pasado,
campanas de la tarde en los pueblos tranquilos…
Campanas que no he visto, y ahora están cantándome
desde los dulces valles del pasado difunto.

Venid conmigo, entrad a la sombra que llega.
Cantad, pues sois tan leves que no puede decirse
si sois un sueño muerto o si es que estáis distantes,
porque la lejanía confunde espacio y tiempo.

Éste es el tiempo triste de nacer con recuerdos.
Cuando yo vine al mundo, habían muerto cosas
que he crecido esperando. Y yo no lo sabía,
las suponía cerca, tal vez tras de mi casa,
tal vez tras de esos montes a donde van los pájaros.
Y el rumor del poniente era su voz remota.

No sé, yo no sé qué eran las cosas que esperaba.
Sé que era algo sencillo. Eran dulzuras mínimas.
Quizá mañanas claras, quizá rumor de fuentes,
quizá campos amigos donde Dios paseaba,
o era el amor, a salvo del viento de la historia,
o el conversar despacio de las cosas sabidas…