Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de José Zacarías Tallet

José Zacarías Tallet fue un poeta y periodista cubano que nació en Matanzas el 18 de octubre de 1893 y murió en La Habana el 21 de diciembre de 1989. Fue una de las figuras más importantes de la poesía contemporánea cubana y un activo participante en la vida cultural y política de su país.

Tallet estudió en el colegio del Sagrado Corazón de los Padres Paúles, donde se inició en el latín y el griego. Llegó a sentir vocación religiosa, pero la abandonó por el amor a la literatura y a la libertad. Se trasladó a La Habana en 1917 y se vinculó al grupo de intelectuales que fundaron la revista Cuba Contemporánea, donde publicó sus primeros poemas.

En 1925 fue uno de los fundadores de la Liga Antimperialista y del Grupo Minorista, que agrupaba a los escritores más vanguardistas y comprometidos con las causas sociales. Colaboró con Rubén Martínez Villena en la revista Venezuela Libre y en la lucha contra la dictadura de Gerardo Machado. Fue perseguido y encarcelado varias veces por sus ideas políticas.

Tallet trabajó como traductor, editorialista, redactor y director en diversos periódicos y revistas, como El Mundo, Ahora, El Noticiero Mercantil, El País, Baraguá, Bohemia y El Bobo. También fue profesor y director de la Escuela Profesional de Periodismo Manuel Márquez Sterling.

Su obra poética se caracteriza por su originalidad, su musicalidad, su lirismo y su sentido social. Cultivó diversos géneros y formas, desde el soneto clásico hasta el verso libre. Entre sus libros de poemas se destacan La semilla estéril (1951), Órbita de José Zacarías Tallet (1969) y Vivo aún (1978).

Tallet recibió numerosos reconocimientos por su labor literaria y periodística, entre ellos el Premio Nacional de Literatura en 1984, la Orden Félix Varela en 1982 y el título de Doctor Honoris Causa en la Universidad de La Habana. Fue miembro de honor de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y de la Academia Cubana de la Lengua.

La rumba

¡Zumba, mamá, la rumba y tambó!
¡Mabimba, mabomba, mabomba y bomgó!

¡Zumba, mamá, la rumba y tambó!
¡Mabimba, mabomba, mabomba y bomgó!

¡Cómo baila la rumba la negra Tomasa!
¡Cómo baila la rumba José Encarnación!

Ella mueve una pierna, ella mueve la otra,
él se estira, se encoge, dispara la grupa,
el vientre dispara, se agacha, camina,
sobre el uno y el otro talón.

¡Chaqui, chaqui, chaqui, charaqui!
¡Chaqui, chaqui, chaqui, charaqui!

Las ancas potentes de niña Tomasa
en torno de un eje invisible,
como un reguilete rotan con furor,
desafiando con rítmico, lúbrico disloque,
el salaz ataque de Ché Encarnación:
muñeco de cuerda que, rígido el cuerpo,
hacia atrás el busto, en arco hacia’lante
abdomen y piernas, brazos encogidos
a saltos iguales de la inquieta grupa
va en persecusión.

Cambia e’paso, Cheché; cambia e’paso, Cheché.
Cambia e’paso, Cheché; cambia e’paso, Cheché.

La negra Tomasa, con lascivo gesto,
hurta la cadera, alza la cabeza,
y en alto los brazos, enlaza las manos,
en ellas reposa la ebónica nuca
y, procaz, ofrece sus senos rotundos,
que, oscilando, de diestra a siniestra,
encandilan a Chepe Chacón.

¡Chaqui, chaqui, chaqui, charaqui!
¡Chaqui, chaqui, chaqui, charaqui!

Frenético el negro se lanza al asalto
y, el pañuelo de seda en sus manos,
se dispone a marcar a la negra Tomasa,
que lo reta, insolente, con un buen vacunao.
“¡Ahora!”, lanzando con rabia el fuetazo,
aúlla el moreno. (Los ojos son ascuas, le falta la voz
y hay un diablo en el cuerpo de Ché Encarnación).
La negra Tomasa esquiva el castigo
y en tono de burla lanza un insultante
y estridente “¡No!”
y, valiente se vuelve y menea la grupa
ante el derrotado José Encarnación.

¡Zumba, mamá, la rumba y tambó!
¡Mabimba, mabomba, mabomba y bomgó!

Repican los palos,
suena la maraca,
zumba la botija
se rompe el bongó.

Y las cabezas son dos cocos secos
en que alguno con yeso escribera,
arriba, una diéresis, abajo un guión.
Y los dos cuerpos de los dos negros
son dos espejos de sudor.

Repican las claves,
suena la botija,
se rompe el bongó.

¡Chaqui, chaqui, chaqui, chariqui!
¡Chaqui, chaqui, chaqui, chariqui!

Llega el paroxismo, tiemblan los danzantes
y el bembé le baja a Chepe Cachón;
y el bongó se rompe al volverse loco,
a niña Tomasa le baja el changó.

¡Piqui-tiqui-pan, piqui-tiqui-pan!
¡Piqui-tiqui-pan, piqui-tiqui-pan!

Al suelo se viene la niña Tomasa,
al suelo se viene José Encarnación;
y allí se revuelcan con mil contorsiones,
se les sube el santo, se rompió el bongó.
¡Se acabó la rumba, con-con-co-mabó!
¡Pa-ca, pa-ca, pa-ca, pa-ca, pa-ca!
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!

Psichozoomachia

Yo soy un raro injerto de sapo y de paloma,
con algo de serpiente, con algo de león;
un poco de libélula, un mucho de carnero,
cuatro pelos de gato y de cisne un plumón.
Canta el cisne su Canto
Con acentos de llanto;
pero astuta y prudente
lo calla la serpiente.
Intenta la libélula volar a la región
soñada en que presiente la flor de la ilusión;
mas el sapo la arrastra al fondo tenebroso
del pozo donde habita en légamo viscoso.
La tímida paloma, nostálgica de amores
insinúa el arrullo que dice sus dolores;
empero el gato hipócrita, sensible a la caricia,
con sangre de paloma aplaca su sevicia.
Alza el león la testa y ruge ensimismado,
e inicia a ratos gestos de león indignado.
¡El pobre! Es de la raza del mísero león
que, airoso, en el desierto cazó el de Tarascón,
y le basta el balido odioso del carnero
para templar su saña y hacerse menos fiero.
En veces todos juntos con grande algarabía
a un tiempo se combaten por lograr primacía;
y mientras que sin tregua se persiguen y acosan,
fibra y fibra arrancándome, sin piedad me destrozan.
Y en este pandemónium de mi ideal zooteca
noto con impotente, muda resignación,
que al fin y al cabo siempre, siempre triunfa el carnero,
¡el familiar carnero que hay en mi corazón!

Elegía diferente

A Carlos Riera, en la eternidad

Carlos, mi amigo Carlos,
hoy hace varios años que te has muerto.
(Mi corazón se encoge
ante la persistencia tenaz de tu recuerdo.)
Tú no has muerto del tifus ni de la meningitis,
como dicen los médicos;
Tú te has muerto de asco, de imposible o de tedio.
¡Qué bien te conocía, Carlos Riera!
¿Ves cómo confirmaste mi sospecha
de que harías algo de mucha trascendencia?
Algo que no era el libro árido
de aparentes verdades que estabas preparando
para endilgarnos
dentro de 20 ó 25 años.
(¿Pretenderás, Pelona, que te demos las gracias
porque de su lectura nos libraste?)Ya tanto fantaseabas
sobre cosas abstrusas
y mirabas tan poco hacia fuera,
que, descuidado, asiéndote la Intrusa,
te arrastró, compasiva, con ella
para calmar tu sed y tu impaciencia.
Ya estarás satisfecho,
pues sabes lo que ignoran tus maestros.Ya no serás el ciego
que de noche en el bosque perdiera
su bastón y su perro. Pero, ¿con qué derecho
te marchaste llevándote mi hacienda?
De ser cierto el refrán «un amigo
es un tesoro», casi me quedo en la miseria.
¡Y eso no está bien hecho, Carlos Riera!…
El día de tu muerte —bien me acuerdo—
me cogió la noticia de sorpresa,
a pesar de que el aciago telegrama
era amarillo y negro.
Te lloré con las lágrimas con que llora el niño,
con lágrimas que mojan, verdaderas,
— ¡y tanto que creía que su fuente
se había en mí secado para siempre!
(Más tarde, ¡cuántas veces te he llorado
con invisibles lágrimas internas!)
¡Qué extraño era tu rostro entre las cuatro velas!
Verdoso, patilludo; y asomaba a tus labios
una semisonrisa de desprecio o de triunfo.
¡Qué trabajo
me costaba creer que ya nunca
volveríamos a hablarnos
de intrincados problemas abstractos! Mas, mi pobre Carlos,
¡ya lo creo que estabas bien muerto!
Como hoy, sin duda, ya estarás podrido;
solamente me queda tu recuerdo,
que se irá conmigo.Sin embargo, te finjo
en el plácido alcázar de los muertos,
clásicamente revestido
de una inconsútil toga
que dignifica tu asombrada sombra…
Te habrás apresurado hacia el departamento
de los filósofos que fueron..
—espíritus afines o maestros. El viejo Spencer
a quien tanto leíste y comentaste,
al verte, satisfecho,
mesará sus diáfanas patillas astrales;
y todos,
protectoramente, golpearán tu hombro
con aire de maestros,
aunque tú sabrás tanto como ellos.
¿Quién me asegura que una carcajada,
de las que, con frecuencia, aquí se te escapan,
no se te irán al recuerdo
de tu admirado magister Don José Ingenieros?
¿No sientes lástima por los que nos quedamos,
tú, que ahora conoces el Misterio?
Carlos, si te paseas entre las sombras
de los buenos filósofos de ayer,
dale muchos recuerdos a Spinoza,
estrecha con respeto la mano de Darwin,
y abraza fuertemente de mi parte
a mi gran amigo Federico Amiel.

Estrofas azules

Pasé junto a mi dicha y la pisoteé
sin conocerla.
(NO ME ACUERDO QUIÉN.) Estrellita que te escondiste
tras las nubes de mi fatuidad,
en mi lóbrega noche sin alba,
¿nunca volverás a brillar? Gota de agua que resbalaste
sobre mi pecho de pedernal,
mis labios resecos de angustia,
¿te negarás a refrescar? Báculo fuerte que en el camino
arrojó lejos mi vanidad,
mis torpes e inciertas pisadas,
no más sostén en ti hallarán? Hoguera que en hora nefasta
apagó mi locura brutal,
la tristeza polar de mis días
no tornarás a calentar? Laúd cuyas cuerdas de plata
rompió una a una mi liviandad,
tus notas dulces mis oídos
¿jamás de nuevo alegrarán? Nardo de aroma delicado
que holló mi tonta ceguedad,
mis grises minutos vulgares
no volverás a perfumar? Hiedra que agostó el granizo
de mi incomprensión contumaz
al tronco rugoso y sombrío
¿ya tu verdor no adornará? Ósculos suaves, frases pueriles,
que desdeñó mi necedad,
vuestra ternura a mi dureza
nunca otra vez regalará? Carne que a mi impulso másculo
tan dócilmente sabía vibrar,
bajo el estímulo de mis besos
jamás tornarás a temblar? Tú estabas dentro y no te veía,
oculta por mi veleidad.
Llovió una noche y se vino a tierra
la torre de mi fatuidad.Pero surgiste hecha pedazos,
sin fe, esperanza… ¿y caridad?
Por mi ceguera y mi estulticia,
¿lo que ya fue, no será más? Y para mí… incertidumbre; tiniebla
sed, frío, mudez, soledad
¡Mi vida por un solo beso,
o por una puerilidad! Y para mí… la noche sin alba,
y dando tumbos, andar, andar..
con un trozo de hielo en el pecho
que… ¿más nunca se derretirá?

Proclama

(Fragmento)

Soy de la estirpe de los hombres puentes;
y justifico la obsesión del ayer, que me retiene preso,
con la preocupación, pueril y remota,
del pasado mañana, que a nadie le importa;
soy capaz del absurdo de todos los oscuros sacrificios,
sin la convicción del profeta, del apóstol o de sus discípulos. Quise en mi tiempo romper unos cuantos eslabones,
y me expresé en mi tiempo con palabras distintas,.
y fui precursor en mi tiempo de lo que era diferente y contrario de ayer.
Hoy estoy solo, absolutamente solo,
y no soy de mañana ni de ayer.
Pero los de ayer me consideran de mañana
y los de mañana me consideran un hombre de ayer.
Mas no me yergo altivo y arrogante,
cual pétreo monolito en medio del desierto,
y sé quién soy, y lo que soy, he sido y seré,
y lo que se me debe y lo que hice y lo que todavía puedo hacer.
Y sé que en mi tiempo di golpes de mandarria para quebrar cadenas,
y que si no pude romperlas fue porque no podía ser.
Y que si otros vinieron detrás y las rompieron,
algo menos duras las encontraron por los golpes
con que no las pude romper.
Yo he cantado las congojas del hombre que no puede ser
de mañana
y no quiere seguir siendo de ayer:
angustias que a nadie interesan, mas que experimentan
cuantos, como yo, no son de mañana ni de ayer,
y que están retratados en mis cantos,
con sus debilidades, sus dudas, sus anhelos
y los frenos que no saben o no se atreven a romper.

¿Ya?

(Fragmento)

Senibus mors est in janua.
( SAN BERNARDO)

¿Estoy al guardar el carro? ¿Ya?
¡Qué pena no seguir sabiendo lo que pasa
acá y allá! ¡Qué angustia! ¡Qué tristeza!
¡No poder hacer nada por los que atrás se quedan!
¡Ignorar qué será de los que aquí se quedan!
Hurtarse con el canto brutal del manisero
a la responsabilidad, amarga y grata,
de la aburrida monotonía cotidiana.
Pero, ¿tan pronto? ¿Ya? ¡Qué impertinencia!
«¡No!» –como dije otrora–. «!Yo no quiero!»
Todavía no quiero gozar del privilegio
de que habla Gregorio Nacianceno:
el olvido, el silencio.
Mas, ¿qué se le ha de hacer? No hay más remedio.