Poetas

Poesía de España

Poemas de Josep Carner

Josep Carner i Puig-Oriol (Barcelona, 9 de febrero de 1884 – Bruselas, 4 de junio de 1970), fue un poeta, periodista, autor de teatro y traductor español. Es también conocido como el príncipe de los poetas catalanes.

Salmo de la cautividad

Cada mirada nuestra está empañada;
cada palabra, esclava.
Nuestras vidas abate cada día
quien, por odio a la paz, nos unce al yugo.

¡Oh Dios, que con castigos nos adviertes.
Que el son de nuestro llanto dulce te suene.
Tus siervos aman estas piedras suyas,
se compadecen de su triste polvo.

Da a nuestros días savia de esperanza;
cruel es todo poder si tu mirada huye;
que te obedezca siempre quien a ti se confía:
destruido será quien se creía a salvo de tu enojo.

Tú, que aventajando en piedad a los jueces,
salvas con la mirada al condenado,
levanta los despojos de lo que un día fuimos,
danos alguna prenda de tu benignidad.

Dura el tiempo de prueba una jornada;
tu castigo, una noche.
Nunca será perpetuamente removida
la tierra que has creado.

Que se oiga nuestra voz, que hoy nos ahoga,
en cántico inmortal.
Salva, bajo columnas renacientes,
nuestro solar paterno.

Que el oro de tu asoleo
consuele los barrancos y corone la cima
cuando tu aliento nos retires
y en tierra nos conviertas de la que un día vinimos.

Bélgica

Si mi destino fuesen las tierras extranjeras,
me agradaría envejecer en un país
donde la luz se filtrase cual sonrisa amarilla, grisácea,
y prados hubiera con ojos de agua y aceras
ornadas de olmos, arces y perales;
vivir en paz, nunca señalado,
en una nación de buenas gentes unidas,
cual corazón junto a corazón, ciudad junto a ciudad,
y calles y faroles avanzando por el césped.
Cielo y nubes, dóciles o crueles,
cautivos quedarían en canales de trémula agua,
toda ella deseo de reflejar a las estrellas.

Me gustaría hacerme viejo en una ciudad
con soldados no muy de veras,
donde todos se enterneciesen con música y pintura
o con el bello árbol japonés en flor,
donde el niño y el obrero nunca inspiraran tristeza,
donde viéseis unos interiores humanizados
por las pipas, las charlas y la hospitalidad,
con flores ardientes cual magnífica sorpresa,
incluso en los días más fríos.
Y a menudo, junto a un portal de iglesia,
habría pintoresco, un mercado famoso,
con el botín del mar, con los dones de la tierra,
todo abundante para todos.

Una ciudad donde sobraría tiempo
para ver, por amor a la melancolía
o por deseo de novedad tintineante,
casas antiguas con parques donde anidan sombras
y muchas casas nuevas con jardincillo delante.
Ahí se encontrarían sabios de todas suertes,
y cien paraguas eminentes
formarían -ay, abiertos- oficiales hileras
en la inauguración de los monumentos.
Y de pronto, al borde de largas avenidas,
estarían los hayedos, las manchas de los estanques,
para el amor, el gozo, la soledad y el lamento.

De mucho, desierto; de mucho, ayuno,
en medio de los demás viviría, un poco en cada uno.
Mas nadie a nadie
habría de temer, de seguir su vía.
Por azar conocería un viejo jardín
recoleto, de cristalino surtidor,
con peces de oro que dan más alegría.
De mí dirían niños con migas de pan en la mano:
-Es el señor de cada día.

Desde lejos

Quién ver pudiera, cuando el estío acaba,
el camino -la sierpe tan blanca y sonriente-
y, junto a confiada cala,
pámpanos muertos bajo un pino vivo.

Quién ver pudiera el baile en la era
y una sierra morada allá a lo lejos;
con pimiento silvestre tropezarme,
o, por el pedregal, con el romero.

Más vale que dedique mis cuidados
a estos abedules y mortecinas nieblas.
En mis caminos de otro tiempo hallarse puede
a un ángel triste con torcida espada.

Juego de tennis

Por la hierba del prado caminabas,
y volaba tu brazo adolescente;
y por la red de la raqueta alzada
se filtraba la luz del sol poniente.

La paz dominical, desanimada,
tu rostro angelical y aquel veloz
y serio juego todo lo embrujaban.
Te veía, borrosa, hija de un párroco

reformado. Cogías rosas cerca
del convento; los cuentos, te gustaban,
la cal de las paredes y los niños.

Yo, oficial en Singapur, volvía.
Alto, ruborizado, saludaba…
Pasaban olorosos carros de heno.

La afanada

Oh, mujer que andas sólo por atajos,
veredas que parecen secretos campesinos;
oh, nunca deseada a plena luz del día;
tu labor, qué afanosa; de luto es tu vestido.

Bordeas, recatada, los surcos campesinos.
El aire es denso. Ningún rumor produce la alborada.
Si la alondra tardase, tu corazón se ahogaría.
Pero no vuelves la vista para contemplar el vuelo.

Pasas, ligera, cuando el camino lo permite.
¿Vas -tu única diversión- hacia la ermita vieja
-tres horas de camino-, a ver a algún sobrino enfermo?

Amada nunca fuiste, ni adolescente o libre.
Si inclinas la cabeza, de alegría o tristeza,
el rostro te ilumina la luz del delantal.

Muerte de la ardilla

Caía la tarde, ya más dorada que azul.
En el horcajo de un espino, por el sendero
que conduce al pinar, una ardilla
se acurrucaba en forma de espiral,
la cola cargada a la espalda;
su cabeza se amodorraba; toda ella pena,
su pata meneaba una ramilla.

Con sólo una triste mecha de pelo,
bruna la piel, surcada, deseaba morir;
nada ve ya, empañado queda
el verde camino de hojas donde triscó;
en su postrer, desfallecido instinto, siente
cerrarse el estío, detenerse la vida,
el miedo que huye para nunca más volver.

Por la hierba me fui de puntillas.
Rondaban las abejas los brezos.
Hacia la ciudad surcada por golondrinas,
un sauco estaba todo lleno de tordos.
Y yo, mortal, emponzoñado mi ocio,
en mi sombra, a mi lado, vi cómo
me vencía el grave pensamiento.

Nabí

(fragmento)

Todo era en el mundo comienzo y juventud.
La mar espejaba para un laúd tan sólo.
Un torrente de oro se vertía en la mar.
En una cala, junto a un pino, negra garganta
me había arrojado a la playa.
Olí a sal y a retama.
Brillaba al sol un hombre, en la colina,
e iba a tumbarse debajo de una higuera.
De una choza ascendía un hilillo de humo.
-Aquí -dije- me quedaría,
como la piedra y el árbol. -Pero se oyó la Voz:
-Ve a la resplandeciente Nínive, Jonás, parte en seguida;
juntos, tu llegarás y Yo hablaré.

Me levanté. El ardor de la roca,
la fragancia del pino me ignoraron.
Toda mi relación con ellos se desvanecía,
como si ya me hubiese despedido.
El mar azul perdía su embeleso;
una nube volvióse, dándome la espalda;
sentía al aire impacientarse
y la mota de polvo, -Ve- me decía.
Y en aquel punto fui
como picado por escorpión divino:
me sorprendió, agarrándome con fuerza;
me hizo suyo,
espoleándome la prisa.
En camino afanoso,
bajo la asoleada,
volvía a mi el brote del romero;
y cuando oscurecia, y me despabilaba,
me hacia alzar los ojos amor de las estrellas,
en donde estaba escrito el mandato divino.
De mi tardanza en desquite
una cosa tan sólo me inquietaba:
dormía como en vela, comía como en sueños,
avanzaba sin ver, y sin saber oía.
Mi fuerza, mi esperanza, eran
la palabra que Dios me había dicho.
Y yo la repetía día y noche,
como un enamorado, con deleite,
como el niño que canta por temor a olvidarse.
Ni árbol ni casa alguno detenían mi marcha;
todo con lo que tropezaba era arrojado atrás,
y noche y día caminaba:
y no veía más que oscuridad o ardiente polvo.
Mi viaje -calor, peligro, ayuno-
duró de plenilunio a plenilunio,
y la espuela divina aligeró mis pasos.
En cosa alguna mis ojos sosegaron,
ni mi boca hizo trato:
soldado que orden cumple
no estorba su camino con adioses ni lazos.

Pero a la vuelta de la cuarta luna,
cruel suplicio volvióse mi camino:
y si me detenía un solo instante
tenerme en pie ya no podía.
Enrojecidos por el sol los párpados,
mis pasos eran cada vez más lentos;
polvorientas las cejas y la barba;
pesadas, las espaldas, y ardiente la nariz.
Hasta las cosas próximas parecían lejanas,
y el tino se perdía con el ardor de la cabeza;
mi pie sangraba; torpes, su plegaria intentaban
el confundido juicio, la lengua, seca como un trapo.
Una mañana, la claridad del día
sonó como un zumbido de abejorro en mi cabeza,
y mi mirada, pródiga de luz,
ante el rayo de sol se arrodillaba.
Pensando « Yahvé te espera»
con nuevo aliento quería rehacerme;
mas tropezando en una piedra
di en tierra, y me hundí en el polvo,
y no sabía, aturdido, cómo levantarme.
-¿Huye Nínive de mí?- acerté aún a decir;
y anhelando, vencido, que la noche negase,
oculté el rostro entre las manos.

Detrás de mí, un viejo descabalgó de un asno.
-¡Levántate! Al que cae, si no se pone en pie, alguien lo entierra.
Llevo a la ciudad un cestito de higos
y una cerda. ¿No la conoces? Desventurado,
súbete al asno. ¡Poco tienes de gordo!
Desde aquí se vislumbra el lugar donde el río
ciñe la gran ciudad que corta, hiende y raja,
que límites abate en un mundo cobarde.
Aquí, el osado mata, acomete y humilla;
los himnos de triunfo son obra del eunuco.
Todas las artes bajan la frente ante la guerra,
ya que la espada es joven y caduco el espíritu.
Y en los mercados llenan las alforjas, muy prestos,
con sus preciosas sacas, las gentes sin escrúpulos;
y las mujeres vienen de todas las regiones,
las más perfectas en senos y caderas.
Asur es inmortal, y el mundo es una ruina.

Levanté apenado la cabeza.
Unas casas de campo blanqueaban
por la otra orilla, en la vuelta del río;
y yo, tambaleándome, como animal herido,
dándome todo vueltas,
alcé el brazo con ánimo desesperado
que arrancar pude del fondo de mi corazón;
y derrochando un año de mi vida pude clamar al fin:
-De aquí a cuarenta días, Nínive caerá.