Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de Joseph Brodsky

Joseph Brodsky (San Petersburgo—, 24 de mayo de 1940 – Nueva York, 28 de enero de 1996) fue un poeta ruso-estadounidense de origen judío. Se lo considera el poeta más grande nacido en la época soviética y, acaso con la sola excepción de B. Pasternak y A. Ajmátova, el más importante en lengua rusa de la segunda mitad del siglo XX. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1987.

Canción de amor

Si te estuvieras ahogando, acudiría a salvarte,
a taparte con mi manta y a ofrecerte té caliente.
Si yo fuera comisario, te arrestaría y te
encerraría en una celda con la llave echada.

Si fueras un pájaro, grabaría un disco
y escucharía toda la noche tu trino agudo.
Si yo fuera sargento, tú serías mi recluta
y, chico, te aseguro que te encantaría la instrucción.

Si fueras china, aprendería tu idioma, quemaría
mucho incienso, llevaría tu ropa rara.
Si fueras un espejo, asaltaría el baño de las señoras,
te daría mi lápiz rojo de labios y te soplaría la nariz.

Si te gustaran los volcanes, yo sería lava
en constante erupción desde mi oculto origen.
Y si fueras mi esposa, yo sería tu amante,
porque la Iglesia está firmemente en contra del divorcio.

Carta a un amigo romano

(De Marcial)

Sopla el viento hoy, las olas se encaraman.
Se acerca el otoño y trocará toda la vista.
Y, Póstumo, este mudar de tonos te llega más al alma
que ver cómo se cambia de vestido la amiga.

De una doncella gozas hasta un punto cierro,
que no supera el codo, la rodilla.
Cuánta más dicha en la belleza ajena al cuerpo:
a salvo del abrazo, la perfidia.

*

Te mando Póstumo, estos escritos.
¿Y en la capital? ¿La cama te hacen blanda, o te resulta dura?
¿Qué es del César? ¿Sigue aún con sus intrigas?
Con ellas sigue, imagino, y con su gula.

Me encuentro en mi jardín, arde una tea.
Sin una amiga, sin siervos, sin afectos.
Y en lugar de los pequeños y grandes de la tierra,
suena en concierto un zumbar de insectos.

*

Aquí yace un mercader de Asia. El mercader valía;
era hábil, aunque fuera discreto.
Murió deprisa: de unas fiebres. A hacer negocio había venido
y no, ciertamente, a acabar en esto.

Junto a él yace un legionario bajo un cuarzo grueso.
Dio gloria al Imperio en la batalla.
¡Pudo caer tantas veces! Pero murió de viejo.
Tampoco aquí, mi Póstumo, hay norma que valga.

*

Tal vez una gallina, en verdad, no llegue a ave,
mas hasta con su seso te lloverán los palos.
Si por fortuna en tierras del Imperio naces,
mejor que vivas junto al mar, en un rincón lejano.

Lejos del César, de fieros nubarrones,
de la adulación, el miedo, la premura.
¿Que todos sus gobernadores, dices, son ladrones?
Mejor quien roba que el que tortura.

*

Acepto esperar contigo que pase el aguacero,
hetera, pero sin regateos de mercado:
cobrar de quien te está cubriendo el cuerpo
es como reclamar las tejas a un tejado.

¿Tengo goteras, dices? Mas ¿y la prueba del delito?
No he dejado charco alguno en mi vida.
Verás, el día en que encuentres un marido,
como te dejará las sábanas perdidas.

*

Ya ves, ya hemos recorrido media vida.
Como me dijo un viejo esclavo en la taberna:
«Mirando alrededor tan sólo vemos ruinas».
Dura opinión, lo reconozco, pero cierta.

Estuve en las montañas. Un ramo aderezo con las flores.
Un jarro he de hallar, llenarlo de agua fresca…
¿Por Libia cómo va, mi Póstumo, o dónde te encuentres?
¿Será posible que aún siga la guerra?

*
¿Recuerdas, Póstumo, la hermana que el gobernador tenía?
Aquella delgadita, pero de gruesas ancas.
Llegaste a dormir con ella… Ahora es sacerdotisa.
Sacerdotisa, Póstumo, y con los dioses habla.

Ven, tomaremos vino, de pan acompañado.
O con ciruelas. Me contarás las nuevas.
Te pondré el lecho en el jardín, bajo el cielo despejado
y te diré cómo se llaman las estrellas.

*

Mi Póstumo, pronto tu amigo, amante de las sumas,
su vieja deuda pagará a tanta resta.
Encontrarás dinero bajo el cojín de plumas;
para el entierro al menos basta, me parece.

Ve en tu yegua negra donde las heteras viven,
allá, donde la villa alcanza la muralla.
Y págales lo mismo que por su arte piden,
para que por suma igual lloren mi marcha.

*

El verde del laurel que el temblor alcanza.
De par en par la puerta y polvo en la rejilla.
La silla, abandonada, vacía la estancia.
Y una tela que bebe el sol del mediodía.

El Ponto ronca sordo tras los pinos negros.
Combate con el viento un buque junto al cabo.
En un reseco banco se sienta Plinio el Viejo.
Murmura quedo un mirlo en un ciprés crespado.

Divertimento mexicano

A Octavio Paz

Cuernavaca

En el jardín donde M., un protegé francés
mantuvo a una beldad de espesa sangre indígena
hoy canta un hombre venido de muy lejos.
En el jardín tupido como un trazo cirílico
un mirlo nos recuerda al ceño cejijunto.
El aire de la noche suena como cristal.

El cristal ya está roto, notémoslo de paso.
Aquí Maximiliano fue emperador tres años.
Introdujo el cristal, la champaña, los bailes
y todas esas cosas que adornan la existencia.
Pero la infantería de los republicanos
lo fusiló después. Dolorosos graznidos

llegan del denso azul.
Los campesinos sacuden sus perales.
Tres patos blancos nadan en el estanque.
El oído percibe en la hojarasca
la jerga de las almas que conversan
en un infierno densamente poblado.

*

Omitamos las palmas. Destaquemos el sauce.
Imaginemos que M. deja a un lado la pluma,
se despoja, sereno, de su bata de seda
y se pregunta lo que hará su hermano
Francisco José (también emperador),
mientras silba, quejoso, Mi marmota.

«Saludos desde México. Mi esposa
enloqueció en París. En las afueras
de palacio oigo tiros, crepitan las llamas.
La capital, querido hermano, está rodeada
y mi marmota, fiel, permanece conmigo.
El revólver, de moda, ha vencido al arado.

Qué otra cosa decirte, la caliza terciaria
es famosa por ser un suelo hostil.
Agreguémosle a esto el calor tropical
donde los disparos son la ventilación.
Se resienten mis pobres pulmones y riñones,
sudo tanto estos días que se me cae la piel.

Como si fuera poco, se me antoja largarme,
extraño demasiado nuestros tugurios patrios.
Envíame almanaques y libros de poemas.
Todo parece indicar que ya di con la tumba
en donde una marmota será mi compañía.
Mi mestiza te manda los debidos saludos.»

*

Julio llega a su fin y se oculta en la lluvia
como un conversador entre sus pensamientos,
lo cual, por supuesto, nada afecta a un país
con mucho más pasado que futuro.
Una guitarra gime. Las calles tienen lodo.
Un paseante se hunde en un velo amarillo.

Incluido el estanque, todo se ha enyerbado.
Alrededor pululan culebras y lagartos.
En las ramas hay pájaros con nidos y sin ellos.
Todas las dinastías declinan por la cifra
tan grande de herederos y la falta de tronos.
El bosque nos invade como las elecciones.

M. no reconocería el lugar. No hay bustos
en los nichos, los pórticos están desvencijados,
los muros desdentados muerden la ladera.
Puedes saciar la vista, mas no los pensamientos.
El parque y el jardín se convierten en selva.
De los labios se escapa una palabra: «Cáncer».

El busto de Tiberio

Yo te saludo, pasados dos mil años.
También tú fuiste marido de una puta.
Es algo que tenemos en común. Por lo demás,
en torno a ti está tu urbe. Estruendo, coches,
chusma con jeringas en húmedos portales,
ruinas. Yo, un viajero del montón,
saludo ahora tu busto polvoriento
en la desierta galería. Ah, Tiberio,
aquí no alcanzas ni los treinta. Del rostro
mana la confianza de quien domina el músculo
más que el futuro de su suma. Y la cabeza,
que el escultor cortara en vida,
muestra en esencia el augurio del poder.
Todo lo que queda bajo el mentón es Roma:
provincias, cohortes y también rentistas,
más un sinfín de infantes que besan tu aguijón
-placer en clave de la loba
que alimenta a los críos Remo
y Rómulo-.(¡Los mismos labios!,
musitando, dulces, inconexos
entre los pliegues de la toga. ) A fin de cuentas:
un busto en señal de independencia entre cuerpo y cerebro.
De hecho, incluido el del Imperio.
De dibujar tú mismo tu retrato,
sería todo él circunvoluciones.

Aquí no alcanzas ni los treinta. Nada
en ti detiene la mirada.
Ni, a su vez, tu firme observar
está dispuesto a detenerse en algo:
ni en rostro alguno ni en un
paisaje clásico. ¡Ah, Tiberio!
¡Qué más te da lo que rezonguen
Tácito o Suetonio en busca de las causas
que te hicieron cruel! No hay causas en el mundo,
tan sólo efectos. Los hombres son sus víctimas.
Y sobre todo en las mazmorras donde todos confiesan;
no en vano confesar bajo tortura,
como las confidencias del niño,
se torna monocorde. Lo mejor es
no tener nada que ver con la verdad.
Por lo demás, ésta no eleva. A nadie.
Menos aún al César. Al menos,
tú apareces más capaz de ahogarte
en tu baño que por una gran idea.
Y en general, ¿ser cruel no es acaso
precipitar tan sólo el común destino
de toda cosa, o la caída libre
de un cuerpo simple en el vacío? En él
siempre acabas en el momento de caer.
No vendrá el diluvio tras nosotros

Enero. Un aluvión de nubes
sobre la invernal ciudad a modo de mármol sobrante.
El Tíber, que huye de la realidad.
Las fuentes, que echan agua hacia el lugar
de donde nadie mira, ni cómo quien no ve,
ni entornando la mirada. ¡Es otro tiempo!
Y no hay modo de atrapar al lobo
enloquecido. ¡Ah, Tiberio!
¿Quiénes somos nosotros para ser tus jueces?
Has sido un monstruo, mas fiera impasible.
Pues la naturaleza, cuando crea sus monstruos
-las víctimas jamás-, los plasma, no obstante,
a semejanza suya. Más nos vale mil veces
-si escoger nos es dado-
que venga a destruirnos un engendro del infierno
antes que un neurasténico. Con treinta sin cumplir,
el rostro hecho en piedra, cara rocosa,
creada para dos milenios,
te asemejas a un instrumento natural
de exterminio, y en nada a un esclavo
de pasión humana alguna, o a un forjador de ideas
y demás. Y defenderte de las invenciones
es como proteger al árbol de sus hojas,
con su complejo de que ellas son, entre susurros
inconexos pero claros, mayoría.
En la desierta galería. En mediodía gris.
El ventanal tiznado con las luces del invierno.
El ruido de la calle. Ajeno por completo
a la textura del espacio, el busto…
¡No puede ser que no me oigas!
Pues yo también huí, sin mirar hacia atrás,
de todo lo que me había sucedido; me convertí en isla
con sus ruinas, sus cigüeñas. También me esculpí
el rostro por medio de un candil.
A mano. Y lo que llegase a decir,
lo que haya dicho, a nadie le interesa,
y no en su momento, sino hoy mismo.
¿No es esto también un modo de acelerar
la historia? ¿No es un intento -logrado por desdicha-
de colocarse el efecto delante de la causa?
Y además, también en el total vacío,
lo cual no garantiza un gran aplauso.
¿Arrepentirse? ¿Rehacer tu suerte?
¿Jugar, como se dice, con otra baraja?
Pero, ¿vale la pena acaso? La lluvia radiactiva
nos cubrirá no mucho peor que tu historiador.
¿Y quién vendrá a maldecirnos? ¿Una estrella?
¿La luna? ¿Una termita enloquecida por
las incontables mutaciones, de tronco fofo, eterna?
Todo es posible. Pero, cuando, como un objeto duro,
se tope con nosotros, ella también, tal vez,
algo turbada, detendrá la excavación.

«Un busto -exclamará en el lenguaje de las ruinas,
del músculo abreviado-, un busto, un busto.»

El explorador polar

Todos los perros devorados. En el diario
no queda una hoja en blanco. La foto de la esposa
se cubre de palabras a modo de rosario,
clavado en su mejilla el lunar de una fecha dudosa.
Le sigue la foto de la hermana. Tampoco la respeta:
¡se trata de la latitud alcanzada! Y, cada vez
más negra, por la cadera trepa la gangrena
como la media de una corista de varietés.

En la región de los lagos

En aquel tiempo, en el país de los dentistas,
-sus hijas mandaban a Londres los pedidos,
sus tenazas izaban bien sujeta en bandera
una muela del juicio que no tenía dueño-,
yo, ocultas en la boca unas ruinas
más limpias que lo estaba el Partenón,
espía, bandolero, quintacolumnista
de una podrida civilización -de hecho
profesor de bellas letras-, vivía
en un college junto al principal
de los Grandes Lagos, adonde
me habían llamado a emplear el potro
con los adolescentes del lugar.

Todo lo que escribía en aquella época,
se reducía sin remedio a puntos suspensivos.
Aterrizaba en la cama con lo puesto.
Y si me daba por examinar el techo,
de noche, en busca de una estrella,
ella caía, acorde con la ley del fuego,
por la cara a la almohada sin dar tiempo
a que yo formulara siquiera un deseo.

Mi verso mudo, mi callado verso…

Mi verso mudo, mi callado verso
pero aciago -mal le pesen las riendas-,
¿a dónde de este yugo iremos a quejamos
y a quién decir la vida que llevamos?
Por mucho que, pasadas ya las doce, buscando
detrás de la cortina, con cerillas, el ojo de la luna,
expulses de los restos de tu mueca opaca
con la mano, en la mesa, de la locura el polvo.
Por mucho que embadurnes este engrudo escrito
más denso que la miel, ¿con quién quebrar
en la rodilla, o en el codo al menos,
una vez más, el trozo ya cortado, mi callado verso?

Música sueca

K.J.

Cuando la nieve cubre el mar y el crujir del pino
deja en el aire más honda huella que el trineo,
¿a qué azul pueden llegar los ojos?, ¿a qué silencio
puede caer la voz desamparada?
Perdido de vista, ignorado, el mundo exterior
ajusta cuentas con la cara, como con un rehén de Mameluco.
…así en el fondo del océano fosforescea el calamar,
así el silencio se embebe de la entera rapidez del sonido,
así ya basta una cerilla para poner el fogón al rojo,
así, tras el latir del corazón, el reloj de pared,
al detenerse en éste, seguirá andando en el otro
extremo de la mar.