Poetas

Poesía de México

Poemas de Juventino Sánchez de la Vega

Juventino Sánchez de la Vega. Nació en junio de 1911, en la población de Tepeyahualco de Nuestra Señora de Dolores, Tlaxco, Sus padres fueron Antonio Sánchez de la Vega y doña María Loreto Hernández Palafox.

El poeta de Tlaxco ha cantado muy especialmente a Tlaxcala, inspirándose en su historia, sus tradiciones, sus gentes y sus paisajes, siempre elevando y alabando a la montaña más grande de Tlaxcala: La Malitzi.

Por su trabajo de poeta, la Universidad de Puebla le dio la Violeta de Oro, por haber escrito sobre la vida de Cuauhtémoc. Después le dieron como Premio La Flor Natural en Tecamachalco, Puebla, así como la Flor Natural, en los juegos Florales de Oriente. Con motivo del homenaje a la Batalla de Puebla del 5 de mayo de 1862 contra la invasión francesa a nuestro país, el ayuntamiento de la ciudad de puebla le concedió medalla de plata y diploma de honor por haber obtenido el segundo lugar en dicho concurso, con la poesía “El águila de México frente a las águilas de solferino”.

En Tlaxcala obtuvo el primer lugar recibiendo la Flor Natural y diploma de honor por su canto lírico a Tlaxcala.

La Epopeya de las Rosas del Tepeyac

A S.S. Juan Pablo II, con motivo de
su visita a México para presidir la
inauguración de la Conferencia Latinoamericana
en Puebla, el 27 de enero del
año del Señor: 1979.

Y después de diez años de tomada
la ciudad imperial de Moctezuma,
se suspendió la guerra detestada
y hubo paz en los pueblos, la Fe suma
apareció radiante, inmaculada,
en la tierra de Anáhuac, flor de espuma;
El mensaje que México recibe
del verdadero Dios por Quien se vive.

Fue el año del Señor, de mil quinientos
treinta y uno. Poco antes de la aurora,
un indito de buenos sentimientos
iba a oír la doctrina salvadora,
por cumplir los divinos mandamientos,
a la ciudad de Tlatelolco, otrora.
Era sábado muy de madrugada
cuando en esa bellísima alborada:

llega al pie de la imperial colina
llamada Tepeyac, y amanecía…
oyó como una música divina,
en raudales de dulce melodía
de una turba de pájaros que trina
y parece que el cerro respondía;
y callaba la voz de los cantores,
los pájaros preciosos de colores.

Su canto era suave y deleitoso
que aventajó al del bello coyoltótotl,
al trino tan sonoro y melodioso
del zacuán, del tzinniscan, del xiutótotl,
y de plumaje de esplendor precioso
del tlauhquéchol y el bello quetzaltótotl.
¡Tales eran las aves que cantaban
y a Juan Diego con júbilo arrobaban!

Detuvo el paso para oír risueño
y dijo: ¿Qué es lo que oigo? ¿Por ventura
soy digno de escuchar? ¿Acaso sueño?
¿De dormir me levanto? ¡Qué dulzura!
¿En qué lugar estoy tan halagueño?
¿Quizá del Paraíso es la hermosura,
o del risgoso Tepeyac el suelo
se ha trocado en la gloria y es el cielo?

Mirando estaba al lado de Oriente
oyendo el celestial, precioso canto,
y al terminarse repentinamente
y al hacerse el silencio, con encanto
una voz lo llamaba dulcemente,
sobre la cumbre del cerrito santo,
diciéndole «¡Juanito, Juan Dieguito!»
Y él, mirando la cumbre de hito en hito…

Diligente subió, cuando la aurora
asomaba…, radiante de hermosura
absorto vio en la cumbre a una Señora
celestial de graciosa vestidura,
revestida de sol; encantadora
y toda hermosa como estrella pura,
con la luna a sus pies como peana
al nítido fulgor de la mañana.

PRIMERA APARICIóN AL AMANECER
DEL 9 DE DICIEMBRE DE 1531
DíA SáBADO EN EL TEPEYAC

Del Tepeyac sobre la cumbre erguida
Ella estaba de pie como Princesa,
de rayos de oro toda circuída
toda llena de angélica pureza,
como una rosa eterna, amanecida…
y se maravilló de su grandeza.
Los mezquites, las hierbas y nopales
eran como esmeraldas colosales.

El alto risco en que su pie posaba
circuído de puros resplandores,
ajorca de oro y piedras semejaba
y cual iris de mágicos colores
la tierra bellamente deslumbraba…
y al canto de los dulces ruiseñores
brillaban como el oro las espinas
y eran las hojas cual turquesas finas.

De júbilo, con dulces regocijos,
Juan Diego se inclinó delante de Ella
y con sus ojos en su rostro fijos
le habló diciendo la divina estrella:
«Juanito, el más pequeño de mis hijos,
¿A dónde vas…?»-le dijo la Doncella.
Y él respondió: «Señora y Niña mía,
mi luz y mi esperanza y mi alegría:

«A tu casa de México, Señora,
tu siervo a Tlaltilolco se encamina,
a escuchar la doctrina salvadora,
que la cristiana religión divina
nos enseña la Iglesia redentora;
a oír la Santa Misa se avecina
éste tu siervo, que a tus pies espera».
Ella luego le habló de esta manera:

-Sabe y ten entendido, tú, pequeño,
que soy Madre del Dios Omnipotente,
del Todopoderoso, que es el dueño
del cielo y de la tierra, ciertamente
escucha mi palabra y pon empeño,
Juan Dieguito, deseo vivamente
que en este sitio se me erija un templo
Casa de Dios y de oración ejemplo.

Como si fuera luminoso faro
para guiar a los tristes navegantes,
para mostrar en él todo mi amparo,
auxilio y protección a los amantes
que fueren mis devotos, pues es claro
que todos hallarán, aunque distantes,
mi auxilio y mi defensa en esta tierra
y la paz que el divino Amor encierra.

A todos los amantes moradores
de la tierra de Anáhuac, el consuelo
les daré por sus penas y dolores;
vuestra Madre piadosa soy. El cielo
les dará a mis devotos amadores
la gracia eterna, en su plural anhelo,
y para remediar todas sus penas
quebrantaré de hierro sus cadenas.

Del Obispo al palacio ve, hijo mío,
haciendo tú el oficio de correo,
y le dirás así que yo te envío
para manifestarle mi deseo:
Que me edifique un templo de atavío
a donde rinda culto soberano
al Dios eterno, el pueblo mexicano.

Al punto se inclinó delante de Ella
y le dijo: Señora y niña mía;
a cumplir tu mandato voy, doncella.
A tu mandato mi razón se fía;
Mucho más que la luna tú eres bella
y ya mis pasos tu mirada guía…
-Mira-dice la Virgen a Juan Diego-
Pondrás todo tu esfuerzo, te lo ruego.

JUAN DIEGO LLEVA EL
MENSAJE AL OBISPO

Luego que hubo en la ciudad entrado,
sin dilación se fue directamente
aprisa hasta el palacio del prelado
don Fray Juan de Zumárraga. Paciente
esperó en la antesala. Fue anunciado
por los criados, y luego, reverente,
de rodillas ante él, rindió el Mensaje
de la Reina del cielo, en homenaje.

Y después de narrar la maravilla
de la Reina bellísima del cielo,
puesto en tierra, Juan Diego, la rodilla,
aquel prelado sumo con recelo,
al terminar la narración sencilla,
lo levantó con caridad del suelo
y le dijo: «Otra vez ven a Palacio
y te oiré, hijo mío, más despacio».

El salió, y emprendió su largo viaje,
el mismo día se volvió se vino
derecho, de la cumbre hasta el paraje,
sembrando de alegría su camino
y triste, al no cumplirse su mensaje.
Bajo el brillante cielo diamantino
la Virgen lo esperaba placentera
allí donde la vio la vez primera.

SEGUNDA APARICIóN. SáBADO
9 DE DICIEMBRE DE 1531
A LA CAíDA DE LA TARDE

Y postrándose ante Ella, reverente
le dijo así: -Señora y niña mía:
a cumplir tu mandato, diligente
fui a la ciudad de México este día,
y ví al prelado, quien benignamente
me oyó con atención, con alegría,
más, me dijo: «Otra vez ven, hijo mío,
para estudiar la causa de tu envío».

Comprendí, niña mía, sin demora
que el prelado no daba a tu mensaje
el crédito menor, pues por ahora,
no creyó en la rudez de mi lenguaje.
Piensa quizá, que es invención, Señora,
que tú quieres aquí en este paraje,
que te levante la piedad un templo,
Casa de Dios y de oración ejemplo.

Por lo cual, yo te ruego, de buen grado,
que envíes un heraldo o mensajero
que lleve tu mensaje al obispado,
que sea reconocido por entero,
que sea conocido y estimado,
para que así le den por verdadero
el crédito mayor a tu mandato,
si lo tienen por hombre noble y grato.

Porque yo, soy cordel, escalerilla
de tablas hoscas de madera ruda,
soy hombrecillo que la gente humilla;
soy gente, pero indígena, menuda…
de frágil barro, de la gleba arcilla
que llora por los poros cuando suda…
y así, Señora mía, me acongoja
no poderte servir… ¡soy cola y hoja!

-Oye, hijo mío, y ten bien entendido
que son muchos mis nobles servidores
quienes me asisten, cuanto yo les pido,
recibiendo mis gracias y favores;
mas, tú eres por ahora mi elegido
para curar las penas y dolores
de tu raza de bronce y piel morena
enlunada de lágrima y de pena.

luego Diego, electo ya mi mensajero,
anda, lleva al Obispo mi embajada,
dile que el templo que le pido, espero
de la montaña, al pie de la Calzada.
Dile que Madre soy del verdadero,
único Dios; yo soy la Inmaculada
y Pura siempre la que así te envía
Virgen, Madre de Dios, Santa María.

Juan Diego respondió: -De buena gana
iré a cumplir, señora, tu mandado,
tu voluntad divina, soberana,
pero si acaso fuere desechado,
cuando se ponga el sol, vendré mañana
con la respuesta que me dé el Prelado.
Ya de tí me despido y entre tanto,
descansa, dulce Niña de mi encanto.

De Cuauhtitlán, Juan Diego al otro día,
de su casa salió de madrugada
camino a Tlatelolco, pues lo guía
la orden de la Pura, Inmaculada
Virgen, Madre de Dios, Santa María;
va a instruirse en la cátedra sagrada
de fray Toribio, y luego de oír Misa
al obispado marchará de prisa.

Llegado que hubo hasta el palacio. Apenas
por los criados aquellos fue advertido
y anunciado al Obispo, a duras penas
después de mucho tiempo, introducido
le narró con palabras muy amenas
las dos apariciones que ha tenido
la dicha de admirar… vertiendo llanto
así se expresa ante el obispo santo:

-¡Tata Obispo, perdona mi lenguaje!
La señora del cielo a tí me envía:
¡Que ojalá le creyeras su mensaje.
Es la Madre de Dios, Santa María,
pide un templo, de amor en homenaje,
donde manifestó que lo quería;
en donde adore la nación indiana
el claro signo de la Fe cristiana.

-Dime, ¿cómo es la Reina soberana?
-Más que la luna bella, toda hermosa,
pura como el albor de la mañana,
cándida y pura como fresca rosa
revestida de sol, rosa temprana
de manto verde-mar, perla preciosa,
la que siendo más blanca que azucena,
para ser mexicana, fue morena.

-No basta lo que dices, es preciso
que te dé una señal tan evidente
la Señora del cielo que Dios hizo
pura como la Estrella del Oriente
que difunde esplendor de Paraíso,
para que vea la verdad patente
y así pueda creer yo, sin recelo,
que la señal ha de bajar del cielo.

-Mira, cuál ha de ser señor, la seña,
que luego iré a pedir a la Señora
del cielo que me envió. Mi dulce dueña
me la dará en seguida, y sin demora
a traerla vendré, ya que se empeña
en ser nuestra feliz corredentora.
El obispo, admirado, diligente
le despidió y mandó inmediatamente

a los criados, siguieran su camino.
Juan Diego se marchó por la calzada
sin dilación y al Tepeyac se vino;
los que iban tras él por la explanada
siguiendo del indígena el destino,
lo perdieron detrás de una enramada,
y volvieron diciéndole al prelado
que el indio brujo los había engañado.

Mientras tanto, Juan Diego allá en la cumbre
del Tepeyac, hablaba con María
Santísima, y con dulce mansedumbre
dándole la respuesta que traía
y entre reflejos de divina lumbre
la Reina de los cielos le decía:
-Hijo mío, pequeño y delicado,
tu trabajo será recompensado.

Bien está, hijito mío, el más querido,
mañana, te daré por la mañana,
la señal que el Obispo te ha pedido.
Vuelve, vuelve otra vez a hora temprana
que el trabajo por mí que has emprendido,
yo te lo pagaré, de buena gana
mañana aquí te aguardo, vete ahora.
Le dijo así la celestial Señora.

Al otro día, lunes, que tenía
que llevar las señales al prelado,
no volvió, porque un tío que vivía
en su casa, lo halló grave, postrado,
una fiebre maligna lo invadía
y creyó que su fin era llegado.
La fiebre cocolixtle se llamaba
y a su tío, cruel atormentaba.

Su tío, al que llamó Juan Bernardino,
y al que sólo la Virgen revelara
su nombre; suplicole a su sobrino
que fuera a Tlatilolco y le buscara
el auxilio salvífico, divino:
un sacerdote que le administrara
los santos y divinos sacramentos,
pues cumplía los santos mandamientos.

El martes, Juan salió de madrugada
y llegó al Tepeyac por el Poniente;
y dijo, levantando la mirada:
-Si camino derecho, ciertamente
hallaré a la Señora, de pasada,
es mejor caminar por el Oriente.
Pero la vio bajar desde la cumbre,
diciéndole con dulce mansedumbre:

-Hijo mío pequeño, el más querido,
¿Qué hay? ¿A dónde vas?, y él, apenado
se inclinó reverente y comedido,
así la saludó: -¿Cómo has estado?
Niña mía, ¿cómo has amanecido?
¡Ojalá no te aflija mi cuidado!
Niña mía, Señora y Reina, sabe
que tengo un tío enfermo y está grave.

Voy a llamar a un sacerdote ahora,
que le lleve a Jesús Sacramentado,
a tu casa de México, Señora,
que vaya a confesarle, de buen grado,
espera a que regrese, y sin demora
llevaré tu mensaje al obispado.
¡Ten de mi tío compasión, clemencia,
no te cause aflicción, tenme paciencia!

-Oye hijo mío, detén el paso,
no te aflija ni angustie la amargura,
¿No estoy yo aquí que soy tu madre, acaso
no estás bajo mi sombra y mi ternura?
¿No estás, hijito mío, en mi regazo?
¿No soy yo tu salud y tu ventura?
¡No morirá tu tío, por ahora!
-le dijo así la celestial Señora.

Cuando oyó estas palabras de consuelo,
le suplicó que la señal le diera
la Señora Santísima del cielo,
para que ya el Obispo le creyera
al suplicarle con fervente anhelo.
Ella ordenole al punto que subiera
al cerrillo, allá donde la viera.
y cuando él a subir se disponía
díjole así la celestial María:

-Sube a la cumbre del cerrito santo,
allí donde me viste entre fulgores
resplandecer con mi estrellado manto;
encontrarás que hay flores de colores;
córtalas y recógelas, en tanto,
aquí te espero, sube por las flores
de suave y sutil y pura esencia
y traelas aquí, a mi presencia.

EL MILAGRO DE LAS ROSAS

Subió Juan Diego con vehemente anhelo
y se asombró mirando tantas rosas
de Castilla brotar en aquel suelo;
las flores del prodigio, milagrosas
y llenas de rocío bajo del cielo,
como perlas de Oriente esplendorosas.
Luego empezó a cortarlas a su paso
y las echó con gusto en su regazo.

Aquella cumbre del cerrilo no era
lugar en que se dieran tantas flores,
porque tenía riscos la ladera,
nopales y mezquites punzadores,
y no de la estación de Primavera,
sino del crudo invierno a los rigores
brotaron esas rosas de Castilla
que son nuestro sostén y maravilla.

Bajó con muchas rosas que cortara
frescas y abiertas a pesar del hielo,
tal y como la Virgen le ordenara,
la Señora purísima del cielo,
la que brillando como luna clara
y enjoyando los riscos de aquel suelo,
tomó las rosas… y elevando el brazo,
las echó nuevamente en su regazo,

diciéndole: Hijo mío, el más pequeño:
esta diversidad de rosas lleva
de México al obispo, con empeño;
es la señal verídica, la prueba
de las fragantes rosas al diseño
de mi mensaje, la celeste nueva;
le dirán esas rosas, bajo el día,
que soy Madre de Dios, Santa María.

Tú eres mi embajador, mi delegado
muy digno de fiar, y así te pido
que tan sólo delante del prelado,
hijo mío pequeño, el más querido,
le descubras tu manta con cuidado,
le dirás lo que has visto y has oído,
le dirás de las rosas que cortaste
y todo lo que viste y admiraste.

Se despidió y se puso en movimiento,
el camino siguió por la calzada
que va derecho a México. Contento,
seguro de salir bien la embajada
y con mucho cuidado y miramiento,
aspiraba la esencia delicada
de rosas que portaba en su regazo
y recorrió las calles paso a paso.

Al llegar al palacio le salieron
a su encuentro los criados del prelado,
pero ellos, avisarle no quisieron
y se estuvo en el pórtico parado;
después de largas horas advirtieron
que en su tilma portaba con cuidado,
algo así como rosas de colores
de gratos y suavísimos olores.

Y al ver que todas eran diferentes
en aquella estación que invierno era,
se asombraron los criados y sirvientes
que, sin ser la estación de Primavera
estuvieran tan frescas, impacientes
quisieron desdoblar la tilma entera,
pero Juan Diego defendiola entonces
con sus brazos hercúleos como bronces.

Coger quisieron las fragantes rosas
que en el invierno frescas florecieron,
al verlas tan abiertas y preciosas,
pero suerte tres veces no tuvieron,
porque las flores eran milagrosas
y pintadas a ellos parecieron;
o bordadas, cosidas en la manta
de una belleza celestial que encanta.

Rápidos al obispo dieron parte;
el indito con él hablar quería,
unas flores bordadas con mucho arte
en su tilma encubriéndolas traía
como enrollada tela de estandarte,
algo extraño en su tilma se escondía.
El obispo mandó que entrara luego
y ante sus plantas, se explicó Juan Diego:

-Hice lo que me ordenaste, que yo fuera
a decir a mi ama, la Señora
del cielo, nuestra dulce medianera
de las gracias de Dios, corredentora,
que pediste una prueba verdadera
y de Ella la señal te traigo ahora,
mira lo que has de hacer, pues ya me apena
que le erijas el templo que te ordena.

Hoy, me envió al Tepeyac que hermoso brilla
más que el sol y las piedras más preciosas,
a cortar varias rosas de Castilla:
corté todas lindísimas, hermosas,
que son nuestro sostén y maravilla,
por ser flores de encanto, milagrosas,
pues, al tomarlas, elevando el brazo
las vertió nuevamente en mi regazo.

Diciéndome: Estas rosas con rocío,
frescas bajo el albor de la mañana,
lleva presto al obispo, ¡oh, hijo mío!
El claro signo de la fe cristiana
llevan y es la señal que yo le envío,
para salvar a la Nación Indiana;
quiero que me levante hermoso templo,
Casa de Dios y de oración ejemplo.

Aunque sabía que la cumbre no era
lugar propicio en que brotaran flores,
porque, del Tepeyac en la ladera
sólo hay hierbas y abrojos punzadores;
no por eso dudé, que, Primavera
llegaba con su manto de colores
y de su manto al celestial hechizo,
el monte fue trocado en Paraíso.

Ella, la dulce y celestial Madona
me dijo con palabras suplicantes,
que te las entregara a tí en persona,
exquisitas, abiertas y fragantes,
son de aquel monte celestial corona,
con el rocío matinal brillantes.
Helas aquí, recibe las señales:
son todas ellas rosas celestiales.

APARICIóN DE LA IMAGEN
MILAGROSA EN LA TILMA
DE JUAN DIEGO

Dijo, y desenvolvió su tosca manta
levantándose luego, y en el suelo
cayeron rosas de hermosura tanta
que, de la duda descorriendo el velo,
apareció la imagen sacrosanta
de la Morena angelical del cielo,
reina a quien los ángeles le cantan,
pintada en el ayate de Juan Diego
con rosas de pureza, amor y fuego.

Ante la imagen celestial, más pura,
el Obispo y los criados se postraron
y admiraron su angélica hermosura,
y arrobados en éxtasis quedaron
ante la augusta celestial pintura
que nunca más los siglos contemplaron,
de la Madre de Dios inmaculada,
que con rosas y aurora fue pintada.

El obispo la tilma de Juan Diego
colocó en su oratorio, reverente,
y se elevó de su oración el ruego,
a la Madre del Dios Omnipotente,
con palabras en cláusulas de fuego
así elevó su corazón ardiente:
-¡Vida, dulzura y esperanza nuestra,
que eres Madre de Dios, he aquí la muestra!

¡Dios te salve del mar divina Estrella
que serenas de pie la mar bravía!
¡Dios te salve, purísima doncella,
Virgen, Madre de Dios, Santa María!
más que la luna de los cielos bella,
que tienes por dosel el claro día,
Tú que nos amas y nos ves de hinojos
vuelve a nosotros tus amantes ojos.

A tí clamamos, celestial Señora,
pobres y desterrados hijos de Eva
en un valle de lágrimas, ahora,
pero hoy consuelas con tu Buena Nueva
a la raza que gime, sufre y llora.
Nos das tu imagen de tu amor en prueba,
¡Ea, pues, Señora! que eres madre nuestra,
¡Vida, dulzura y esperanza nuestra!

Dijo, y así finalizó su ruego,
al mirar el retrato de María,
entre rayos de sol, rosas de fuego,
como teniendo el luminar del día.
Un día más permaneció Juan Diego
contemplando aquel cuadro de extasía
en que vio de las flores milagrosas:
azul de linfas y rubor de rosas.

Juan Diego, al otro día, diligente
con piedra blanca señalaba el suelo
donde se elevaría el templo ingente
a la reina purísima del cielo,
esperanza del Nuevo Continente,
como una tienda arábiga, modelo
a través de los siglos. Mas, otrora
sería sólo Ermita encantadora.

Luego al obispo le pidió licencia
para ver a su tío Bernardino
que, enfermo, lo dejó a la Providencia,
mientras a Tlatilolco presto vino
a traerle el auxilio, y su Excelencia
quiso que en el trayecto del camino
a Cuautitlán bajo la luz del día,
fuera honrado de noble compañía.

Al llegar a la casa en que vivía,
hallaron a su tío bueno y sano,
muy contento, que nada le dolía,
y les narró el milagro soberano,
el que sembró de luz y de alegría
el erial de su espíritu cristiano.
El iris de la paz y la bonanza
le brindó la salud y la esperanza.

Y le manifestó Juan Bernardino,
ser rigurosamente el hecho cierto:
que la Señora de los Cielos vino
hasta su lecho por el frío yerto;
la misma aparecida a su sobrino,
pues, estaba ya sano y bien despierto;
y vio la luna que a sus plantas bellas
brillaba, y en su manto las estrellas.

Es hermosa, doncella cual ninguna
de la tierra, entre todas las doncellas,
asentaba sus plantas en la luna,
la alumbra el sol, cuarenta y seis estrellas
bordan su manto azul, una por una
se pueden bien contar, porque son bellas;
Su túnica es de rosa de Castilla,
¡toda hermosa, del cielo maravilla!

Dijo que se llamaba, por más señas:
Teotonantzin, de Dios Madre, y Señora
Coatlalope, brotada entre las peñas,
la que es del demonio vencedora,
la que pisó al dragón entre las breñas,
del Paraíso la infernal serpiente
como dice la Biblia claramente.

Es su rostro un óvalo perfecto
y dulcisimo, amable y atractivo,
en Ella acumular lo más selecto
quiso Dios para hacerla un templo vivo.
No hay mancha alguna en ella, ni defecto,
es la paloma con el verde olivo,
sus manos tiene en actitud orante
pues es la Santa Madre suplicante.

De su angélico rostro delicado
el color de la tez de sol y arena,
quísolo para siempre apiñonado,
porque siendo más blanca que azucena,
para dejarnos su retrato amado,
tomó nuestro color y fue morena.
Sus ojos inclinados ven al que ama
a su México dulce que la aclama.

De Texcoco en las ondas y a la orilla
florece aún la tilma de Juan Diego…
se hacen carne las rosas de Castilla,
con flores de pureza, amor y fuego
se pintó la celeste Maravilla,
en actitud angelical de ruego:
¡La dulcísima imagen de María.
sol y estandarte de la Patria mía!