Poetas

Poesía de Francia

Poemas de Léon Dierx

Léon Dierx (Saint-Denis, 31 de marzo de 1838 – París, 12 de junio de 1912) poeta parnasiano de la isla de Reunión. Nació en la Villa Déramond-Barre acquirida por su abuelo en 1830, y donde vivió hasta 1860 cuando se instaló en la Francia metropolitana. En 1864 se unió al grupo de los poetas parnasianos, y tuvo una estrecha amistad con Guy de Maupassant, quien le dedicaría su novela Regret. Participó sucesivamente en las tres antologías de Le Parnasse contemporain: 7 poemas en la primera (1866), 5 en la segunda (1869-71) y 8 en la última (1876). Tras la muerte de Stéphane Mallarmé, desde 1898 fue considerado príncipe de los poetas. Asimismo, fundó en 1902 la Sociedad de Poetas Franceses, junto a José María de Heredia y Sully Prudhomme.

La noche de junio

La noche se desliza lenta por la espesura,
y sobre el agua muerta de reflejos metálicos
el ocaso despliega su chal de terciopelo.
Del tapiz de las flores melancólicas mana
un cálido perfume que baña la floresta
y aletarga el ambiente con su lánguido vaho.
Su rítmica marea cargada de embriaguez
va pasando indolente, trasegada en la noche
por un vago suspiro que la mece y ondula.
Azulan los hierbales enigmáticos brillos;
como un raro letargo pesa sobre los bosques;
las ramas caen colgando como largos caireles
y ni un solo rumor asciende al cielo puro.
Sólo un alma en el aire flota sobre las cosas,
y sumisa al anhelo que la sigue apurando
de ella misma a sí misma transmigrase por siempre.
Palpita y se estremece, como una mariposa,
y a cada instante nace de un destello fugaz
su misteriosa forma puramente de luz
que brilla y que se apaga, vuelve y desaparece.
Por el claro del bosque vagan voces ahogadas
que espiran moribundas como una larga queja.
Cada impulso vital ralentiza su savia,
y todo se sosiega, quedo, menos los sueños,
que en su delirio rondan desesperadamente
el sopor de los cuerpos con bordoneos de enjambre,
y aletean, huyendo, por la fronda y los prados
rasgueando el espacio con sus mágicas alas.
Esbelta, con un porte radiante y altanero,
y arrastrando sublime como una reina el manto
solemne de sus largos cabellos por la hierba,
allá, bajo los árboles, a paso lento vaga
una mujer. Se le abren los pliegues del vestido
ceñido a sus caderas como un negro abanico:
Ella es la noche…

Mansa, va rozando las hojas
con la mano y prosigue, sin pajes ni sirvientes,
su sendero alfombrado de flores y perfumes.
Como asomara un hombro carnoso del satén,
de las nubes nocturnas la luna ya se asoma
para elevarse toda serenada y desnuda.
Y por el entramado de las ramas y el soto
se filtra su reguero de luz y de relente,
que acaricia las formas preciosas de la dama
cuyos ojos oscuros se vuelven hacia mí.
Envuelta viene entonces en húmeda aureola,
ya se me acerca y lleno de un ambiguo terror
al ver sus ojos grandes, oh mundos apagados
siento que se me fuera con un sollozo el alma.
La mano dulcemente posa en mi corazón;
su quietud me seduce y a la vez me perturba;
y rígidos mis nervios de un pujar sobrehumano,
yo que de ella no sé, ella que me posee,
allí permanecemos, dos espectros unidos,
mirándonos, callados, fijamente a los ojos.

LÁZARO

Y Lázaro a la voz de Jesús despertó.
Lívido, en las tinieblas alzóse de repente;
Con sus fúnebres trabas avanzó torpemente,
Después, de todo erguido, grave y solo, partió.

Solo y grave, de entonces marchó por la ciudad,
Como buscando en ella a alguien que no encontraba,
Chocando contra todo lo que a su paso hallaba,
De la vida en las cosas, en la hirviente ruindad.

Bajo su frente pálida, abrillantada cera,
Sus vidriosas pupilas, faltas de resplandores,
Como al tenaz recuerdo de eternos esplendores
Parecían privadas de mirar hacia afuera.

Y vacilante andaba, como un niño, abismado
Como un loco. A su paso la multitud se abría.
No osando nadie hablarle, al azar discurría,
Como hombre que se asfixia en un aire viciado.

No comprendiendo ya nada del vil zumbido
De la tierra, abstrayéndose en unsueño indecible,
Pavoroso advirtiendo su secreto terrible,
Pausado iba y tornaba en silencio sumido.

Con el temblor, a veces, que la fiebre provoca,
En actitud de hablar, las manos extendía;
Pero el vocablo incierto aún del último día
Un invisible dedo detenía en su boca.

Todos los de Betania, bravos, fuertes o flojos,
Tomaron miedo a este hombre; solo iba él gravemente;
Se le helaba en las venas la sangre al más valiente
Ante el horror inquieto que nadaba en sus ojos.

¡Ah! ¡Quién decir podría tu extrahumano suplicio
Al venir del sepulcro donde están descansando
Todos, y del que tornas, por la ciudad llevando
La mortaja a tu cuerpo ceñida cual cilicio!

¡Resucitado pálido, mordido de gusanos!…
¿Puedes tentar de nuevo las luchas de este mundo
Oh tú, que oculta llevas, en tu estupor profundo,
La misteriosa ciencia vedada a los humanos?

Apenas aún la noche volvió su presa al día
Tú en la noche reentraste, soñador misterioso,
Espectro inerte, ajeno de la vida al furioso
Batallar, que contemplas sin dolor ni alegría.

En esta otra existencia insensible y callada
No deja una reliquia tu recuerdo en la tierra.
¿Has sufrido dos veces el ósculo que aterra
Para en la azur esfera entrar, ya antes lograda?

-Cuántas vees, oh!, a la hora en que es la luz ya escasa
Tu gran forma en el cielo, lejos de los vivientes
Se vio, alzando al Eterno los brazos reverentes,
Dando su nombre al ángel que retardado pasa;

¡Cuántas, ¡ay!, solo y grave, en los céspedes bellos
Se te vio, entre las tumbas matizadas de hiedra,
Enviciando a los muertos que en sus lechos de piedra
Un día se acostaron para no alzarse de ellos!