Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Leopoldo Castilla

Leopoldo Castilla es un poeta argentino que nació en Salta el 27 de marzo de 1947. Su obra poética refleja su amor por su tierra natal, sus experiencias como exiliado político en España y sus viajes por el mundo. Además de poeta, es escritor, ensayista, periodista y titiritero.

Castilla comenzó a publicar sus poemas en la década de 1960, en revistas literarias como El grillo de papel y La danza del ratón. En 1976, tras el golpe de Estado que instauró la dictadura militar en Argentina, tuvo que exiliarse en España, donde trabajó como corresponsal de prensa y como titiritero. Allí conoció a otros poetas hispanoamericanos, como Juan Gelman, José Emilio Pacheco y Ángel González.

En España publicó varios libros de poesía, entre ellos El árbol de la copla (1979), La casa del viento (1982) y Tiempos de Europa (1986). También escribió un libro sobre su viaje a la Unión Soviética durante la perestroika, titulado Diario en la perestroika (1990).

En 1989 regresó a Argentina, donde continuó su labor poética y cultural. Publicó libros como Libro de Egipto (2002), El final de los animales (2005) y Libro del mar (2011). Sus poemas han sido traducidos a varios idiomas y han recibido numerosos premios y reconocimientos, tanto nacionales como internacionales.

Castilla es considerado uno de los poetas más importantes de su generación y de la literatura argentina contemporánea. Su poesía se caracteriza por su lenguaje sencillo y musical, su tono intimista y reflexivo, su sentido del humor y su capacidad para crear imágenes sorprendentes y evocadoras. Sus temas abarcan desde la naturaleza y la cultura de su Salta natal, hasta la historia y la política de América Latina y el mundo.

Castilla sigue escribiendo y viajando por el mundo, buscando nuevas fuentes de inspiración y conocimiento. Su último libro publicado es Libro del desierto (2018), donde explora las diversas facetas del paisaje desértico y su simbolismo.

Estrella fugaz

Una mota de polvo raya la atmósfera
y el hombre
ve caer una estrella.
Un fenómeno producido
por la ionización del aire
y por el observador que padece
el don de la inmensidad.
También él, como esa partícula,
viajó por los cometas,
perdió masa,
brilló como nadie
y descendió,
lleno de distancias,
sobre el planeta.
En el trayecto
curvó el espacio
con la sensación de su existencia,
y estuvo antes y después
en este mismo ser
que ahora pide un deseo.
Para siempre, pide.
Y la estrella desaparece en él
y él
en la tierra.

Visión de los latentes

¿De qué lado del hueco estoy mirando
que he visto
el delta negro y vertical,
en el que viajan,
fuera de toda eternidad,
los vivos y los muertos?

En esa oscuridad viscosa
se aparean
la viuda y su difunto,
los niños crían
a sus antepasados
y amamanta
la víctima a su asesino.

Reunidos
por una temible miseriordia
cada uno
es un eco sordomudo
del otro,
una herida
que en el otro
cicatriza.

No hay plantas, ni animales ni objetos allí,
sólo ellos
larvando en ese abismo
donde se corrompe
en un sueño enfermo el universo.

Los vi abrazarse
casi inhumanos
queriendo creer que habían nacido
mientras la brea
entenebrada
los hundía
como una lacra
de Dios
en el espacio huero.

De lo neutro,
de su potencia ciega
manaba ese lodazal
donde latían
agónicos y perpetuos.

Yo los vi.

Yo estuve allí.

No recuerdo
si fue antes
o después del tiempo.

Visión en una habitación

Una esfera perfecta
en la que palpitan
lenguas
onduladas
y grises

una bomba
de estorninos
suspendida en el aire,
el holograma
de un embrión del universo.

La visión ve. Es autónoma, cerrada,
no admite ninguna significación
exige
que la habitación pierda el conocimiento,
que el espacio inmolado
por ese anuncio del futuro
se repliegue a un punto:
tu cerebro.

Cuando su inminencia se resuelva
te habrá excluido:
estará dentro de ti
y no te tendrá adentro.

El final de los animales

Presintieron el final.
Toda la noche balaron,
aullaban y rugían
con el hueco del sol adentro.

Qué fue de elefante
y su mausoleo sonámbulo,
de la piedra amniótica
del hipopótamo,
del arenal de los leones,
de la miel homicida del leopardo.

Cuando llegó ese día
los campos
huyeron
y donde estuvo el cielo
volaban
hacia el jamás los pájaros.

El tiempo se hizo humo,
humo
el fuego fatuo de sus huesos,
el espacio era un desvarío
de instintos huérfanos:
de oídos sin ventura,
tactos inalcanzables
y olfatos ciegos.

En su más oculto
se hundió el hombre
que dentro del orangután
envejecía
y el búho
que antes de ser ave
era pensamiento.

La luna disolvió a la garza
y al voltaje del colibrí
un rayo.
Todo lo salvaje
se desgarraba solo
como se desgarra para despenarse un árbol.
Se arrancó su número la hormiga,
su cruz atormentada el toro
y el eco
devoró
a los sapos.

En ese instante
el canto de un gallo
degolló el mundo.

De su último aliento
luciérnagas
se iban
sembrando un débil,
inútil,
firmamento.

Al verse solo
el planeta se encerró en sí mismo
fijo y colérico
como un oráculo.

Ahora el esplendor de los animales
eterniza
este tanatorio de la luz

y no hay en él
ni sombra
de un ser humano.

África

En la luz comienzan los animales
extenuada
expulsó a la cebra
que no tiene campo
sino en el espejismo
enfermó a la resolana para espesar al león
y dobló en un tulipán
a los flamencos.

Ella hizo
que las especies se reconocieran
para que el fin durara,
que no se cruce con el halcón
el leopardo
el buitre con el pez
pues nunca serán del todo
sólo formas del miedo que tuvo el universo
a perder la memoria.

La luz es eso que las bestias gritan
el bramido del elefante
amputado
del pulmón de la noche
el grito con que se alumbra el zorro
la risa
con que se desclava de sus huesos la hiena
y el rugido
de cada rotación del mundo en el león.

Los hombres, al borde del cráter, sonríen
con el voltaje justo
para no desaparecer,
quietos, igual que sombras azules bajo los árboles veloces,
separados
por el cuello
de la intemperie
atraídos
como jóvenes muertos
hacia la luna vacía del Ngorongoro.

Son el alguien del viento
los masais
van como lentos pájaros
detrás de su ganado
sin rumbo:
ellos son el confín. El ademán
de la planta
cuando iba a ser vagabunda,
el de la sombra cuando iba a ser persona,
hombre que sale por su propio pie de un sueño
y no acaba de ser
aunque se imante de colores
se perfore
o a duras penas toque tierra.
No le viene su animal ni bebiendo sangre
sólo el cloriti le devuelve el rugido
que, como el coraje, regresa desde muy remoto
y entonces sí
el león huele a masai
y se espanta de ese hombre
hendido
por una bestia transparente.

Recién entonces entran, solitarios,
a la luz que ondulan
y es ver
peces oscuros
en un campo de olfatos.

Los animales emanan sus distancias:
en la jirafa cunde
la visión de la hierba;
la alegría de un suicidio
en el azul
del pájaro,
que no ocupa nada
y ese color es más grande
que todos los espacios.

Estos invisibles son el campo
donde la cebra acaba
va a comenzar la lluvia,
el avestruz mira
por donde él ya se ha ido
y la garza
vuela siempre en otro lado.

Fuera, los masais, cercan
en círculos
sus animales, sus casas, sus mujeres.
Para seguir, borran el camino
en círculos
como el fuego
y los pájaros.

En la sabana tarda el primer día.
El último, el final,
un viento de eclipse borrará las llanuras
alentará
ya ingrávida en el polvo, la gacela,
en su imán
el rinoceronte
y en leves desiertos
la desnudez, sólo la desnudez
sin cuerpo de los hombres.

A ese final lo huele el ñu, sabe que sólo el que huye
es único
y muere sin cesar en la manada,
el cocodrilo que aguarda en el pasado,
el hipopótamo
que envejece, amniótico,
las aguas de su nacimiento.

Las bestias
sostenidas
por la música de su aparición
propagan, copulando, esta comarca de temblores,
de alumbramientos.
Y empieza la cacería, dentro del polvo
en Masai Mara,
dentro de la atmósfera
en Ngorongoro
y en un desmonte de la luna
en Taranguire.

El día no tiene tiempo.
El mismo instante
que aísla
el sueño de la jirafa
hechiza
el oído del elefante;
se templa en el búfalo
la hora
que martiriza al buitre
aquí
pesa más la sangre que la muerte.

Ya de noche, lo que se oye y brilla
son fiebres
el elefante grita como un árbol,
como un humillado
la hiena
y una ola lejos del mar
clama en los leones.

Todos deformándose
hasta desterrarse. Pero vuelve la luz
y con la luz
el tacto
y el esperma y la sed y la sombra y el hambre
entonces
cambian el color
y son el pasto
y la arena y la rama y la lluvia
y nada puede detener el mundo
mientras dure el quebranto
del primer día del mundo.

La mesa de mis dioses

A Pedro González

Bebo con mis dioses,
con Xangó, dios del trueno, protector
del ebrio y del amante,
a quien he visto desimantar a las bahianas
marearlas
como si dentro les copulara una bandera,
que descendió en mí en Santiago de Cuba
por obra y gracia de Orula y de un babalao
cenizo
de cruzar la suerte de los hombres.
Bebo con Vishnú a quien no pude despertar
de su lento absoluto, cuando ascendiendo
una escalera enorme
lo vi yacer, sin mundo,
como una luna esperando el regreso del cielo.
Fue en Bali esa visión. La tierra
desaparecía
devorada por sus delicadezas.
Ofrendo y bebo con la Pachamama, porque le pertenezco
arbolito que yo soy y nunca alcanzo
río que me llamo y nunca vuelvo,
y con el Señor del Milagro,
que brillaba como un fruto
en el terror
en el luto
y el espejismo del alma de mis abuelos.

En la mesa, desnumerando, como suelen,
está el duende, con su mano de lana
y su mano de hierro
cicatrizando sus ojos debajo de la higuera.
Y el diablo, pobre hombre, aparecido en otra dimensión,
tahur,
que sólo como música puede entrar a este mundo.
De pie, a mis espaldas, está mi muerto. Lo desconozco.
Me dijeron “es alto y tiene el pelo blanco. Lo cuida.”
Un extraño condenado a mi suerte,
un plenilunio de mi cuerpo. Y es que otras formas duran
para sostener tu forma
y están vacíos todos los nacimientos.

Y estoy yo, ateo, sin iglesias,
milagroso.
Y en otro rincón, también yo, con siete años,
mirándome mirar
los sentires de mi madre
y a mi padre ardiendo,
maravillado,
herido
entre cantores difuntos.

Unos recién naciendo,
otros, en la muerte,
maldormidos,
nos amanecemos
aunque nunca llegue el día.

Estamos todos ocupando todo.

No falta nadie.
Y, sin embargo, la mesa está vacía.

Nacimiento de la simetría

A Osvaldo Torasso

De esas dos mitades sólo una es real.
Hechizada por su aparición
y antes que la luz la disuelva
engendró la otra para verse.

Medio árbol es el que extiende sus ramas para tocarse,
medio hombre el que custodia su propia calavera
y sólo con un ala y un espejo
vuela la mariposa.

Una desesperada volandería de mitades llena de mañanas el mundo.

Siempre que la muerte, que es tuerta,
con su ojo demasiado solitario
no se atreva a mirar,
lo irreal semillará la tierra.

Suplantaciones

El firmamento para esa mujer es el oro,
el oro para ese niño
un fueguito en el baldío,
el baldío para una anciana
su juventud en esa fotografía.

Las cosas están soldadas por la desesperación.
Entre ellas, el hombre que las junta,
mientras nada, sonámbulo, en el cardumen de sus antepasados,
y va, tenue de pensamiento,
a ese otro pensamiento
que es la muerte.

Entonces, le unen las manos
para que se toque y se recuerde.
Pero él ya no está,
ni puede reunir sus islas.
La anciana, la mujer, el niño
lo miran irse de la fotografía
hacia el firmamento baldío.

Alguien dice: “son cosas del destino”.

Y lejos, el destino gira,
fuera de sí,
sin porvenir,
como un loco atado
al árbol del fondo de la casa.