Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Lourdes Gil

Lourdes Gil es una poetisa y ensayista cubana, nacida en La Habana en el año 1950. Con respecto a su formación académica, cursó Lengua y Literaturas Hispánicas en España y Estados Unidos. En forma complementaria a su producción literaria, trabaja como profesora de Lenguas Modernas en una universidad neoyorquina, aunque ha estado a cargo de diversas materias a lo largo de las últimas décadas. Fue destacable su participación en el Primer Simposio de Escritores de Dentro y Fuera de Cuba, que tuvo lugar en Estocolmo en el año 1994; la cátedra dictada por Lourdes en esa ocasión fue inmortalizada en papel. Distintas fundaciones, entre las que se cuentan la Ford y la Sociedad de Poesía de América, le han otorgado becas de investigación para apoyar su incansable labor de promoción cultural. Asimismo, ha dictado varios cursos de escritura en talleres de la Universidad de Londres.

Finisterre

Quería preguntarte
si existen túneles entre las estrellas
si en tu noche total hay lapsos que engullen los relámpagos
si ves tábanos de luz.
Quería decirte que amanece
aunque te has ido
y que el asta violeta de Amaltea
hiere mi lengua embadurnándola
de mosto, sal caliente, hambre de dos.
Quería preguntarte, sobre todo,
si te alcanzó el diluvio de las piedras
el caos febril, la despedida,
la locura de Pound que ambos supimos era falsa.
Quería saber si tus oídos
abren su vuelo ante la curvatura del espacio
si alguna música te llega (Bach mas que nada)
si te perturba el anillamiento de las aves.
Quería preguntarte tantas cosas.
Si sabes que el amor imita tus delirios
trastorna el orden de la vida, sus deleites
y en vano enciende cábalas y pozos y simientes.
Quería, finalmente, preguntarte
como haces
para que siempre seduzcan verbo y poesía
si desde donde ahora en libertad padeces
ves como se desliza tu barro incandescente
por las cálidas combas de mis manos.

Cuando nació Gabriel

Cuando nació Gabriel
dormí en su sombra caudalosa, en su letargo
de visiones. Pero se resquebró
el codicioso anillo de mis complacencias.
Se oscurecía el jaspe de su rostro.

Comenzó todo a teñirse de destellos:
el paisaje precipitado tras las casas
que limitan nuestro patio,
la tapia que se cierne descuidada
por sobre la gravilla,
los azulejos que celebran conciliábulos
por hacer menos cruento a abril.
Dentro, las lenguas amarillas de las lámparas
hurgan por entre las ranuras del parquet.
Hay un grato olor a incienso
y a hierbas aromáticas
que esparce hirviente la vigilia.

Cuando nació Gabriel huyeron los siniestros
personajes que en la niñez se aferraron
a mis linfas. Derrote la añoranza
de lo que quedaría sin hacer
o sin remedio. Se inicio una aventura,
un rumor insondable de mitos
de ascuas de amapola
de gráciles refugios mas acá del horizonte.

Cuando nació Gabriel todo se recubrió
de aureolas y de mirra
de pálidos dibujos y relentes secretos.
Todo fue Mahler y trébol y eclipse sonoro.
Todo fue el soplo indomable
del ardor que se derrama
desde la estoica solidez de los jarrones.

Desvelo de los pájaros anoche

Toda la noche los oímos volar:
su vuelo era el dibujo orbicular de los presagios,
la simiente derramándose en lo oscuro.
Durante noches infinitas desvelados
no supimos leer en la penumbra el aleteo.
Nada enseñaba ya San Juan después de tantos siglos,
Ni oscuridad sonora ni cena que lograra
enamorarnos. Somos los abandonados de la fe,
los sumidos de álgida alegría y rechinar de dientes.
Como advertir las lides del amor, los mensajes
de las calandrias en la sombra
sin festines de San Juan ni recreo de los sentidos,
con nuestras conjeturas habituales
desvaneciéndose en el aire.
Si se inundaba de pétalos la noche y no
nos enterábamos.
Se colmaba de juncos amarillos cada hebra abierta
del otoño, de besos desbordantes,
de la ternura que ahora se vuelca compartida
y que creímos se había perdido para siempre.
No veíamos ninguna de estas cosas.
No entendimos lo que el sueño traía a diario
en su arpillera. No comprendimos
la fábula que iba depositándose en furias
y poemas
sobre el párpado. Ni los nenúfares
que enrojecían a la luz y perforábanse de arpegios
si se juntaban nuestras manos.
No asumimos la asfixia del deseo
alojado en su arco interminable de inocencia.
Era un vuelo de aves lo que oímos pasar,
un alvéolo de estrellas que hace miles de años
están muertas y fosforescen todavía.
Ah, fuga de los dioses, abandono, torrentes
de la lluvia, gritos de cimarrón, de profecías
incumplidas en los montes. Himnos vedas himnos
pánicos, misterio inasible del amor,
anclaje vegetal de una pasión, su anillo de oro,
celo ensordecedor de la cigarra,
la verde seducción de su quejido, de su vientre
al temblor de la corteza de los arces.
Descorre los visillos. Que nos visiten
el cuello arqueado de la anémona,
el sibilante ruego del país perdido,
los coros de aves cubiertas de guirnaldas.
Desde el coral los canes mudos del cronista
anuncian el regreso de los dioses.
Hinchan de almizcle las vasijas con sus fértiles
danzas. Desasidos de todo van cayendo exhaustos
sobre nuestros cuerpos dormidos, desnudos.

Exhortaciones de Eloísa

De qué me vale proclamar mi amor
desde este claustro
Abelardo
desde mis senos helados que te suenan
suenan con las sombras
de cipreses junto al Sena en los crepúsculos
los bosques que no he vuelto a ver
como habitas mi carne todavía
esta carne lívida investida de brumas
en su cilicio cenobita
mi largo cuerpo que una vez
tu sangre abriera como un loto
deslumbrado de poesía
gimiendo entre latines
temblando como un niño devoraste
Abelardo
en tu líquido fuego mi embriaguez
sobre las sábanas
hacia un abismo de jazmines implorantes
me sumergiste en el dorado tábano
de tu retórica elegante
me inseminaste con tu Ovidio.

Cada Pentecostés me obligan a recordarte
cada Ángelus
yo no resisto
sesgada en horas lánguidas de incienso
y de verbena
de que valen tus herejías en este claustro
de que valen tus besos enardecidos
la cúpula de jaspe de tu alma
de que vale el recuerdo
desde este claustro húmedo
esta prisión odiosa
en que mi cuerpo lívido investido de brumas
se consume
cautivo todavía cautivo de ti
amante sin amor de las ideas.

George Washington Carver

Bajo el sol feroz y rojo de Alabama
George Washington Carver
(agrónomo y esclavo)
descubrió
mas de trescientos usos
y formas de consumo
para el humilde cacahuete
(muchos más que el grano de mostaza).
Cuando abrió en sus dos cotiledones
un maní
y oyó brotar de su interior
cientos de voces como arpas de metal
(un universo en cada nuez)
no era todavía
un hombre libre.

Sucede que a veces

Sucede que a veces
pienso en ti
y entonces
como un huesecillo de cereza
atascado vivo e imposible
siento cuanto me quemas
la garganta

Regina María

Tal parece
que todos los diálogos de los poetas se han fraguado
en la angostura de tu azotea.
Las confidencias
en pareados asonantes y vigiladas por el sol
se amontonan en los aleros de la calle Ánimas.
Su iridiscencia se esparce en la tristeza
de esta ciudad
erguida en el riesgo inevitable.
Es nuestro lugar imprescindible:
la provincia
de dioses que tocan flautas bífidas
y guardan bajo la lengua verbo y eucaristía.
Donde se lee a la hora de los apagones.
Donde se escribe entre garras y entre orejas.
El misterioso nido de ciclones, segun Dulce María.
La tierra inflamada, que como Ovidio
en el Mar Negro, amamos como a la muerte.
Donde un Homero ciego
adivina los dedos de rosa de la aurora
en las tinieblas.

Tú y las tejas como guardianes del poema.
Tú y la humildad desaforada
de esa insistencia en el geranio azul del verso,
el furor de los que nada esperan.
Para los que habitamos paisajes extranjeros
y sucumbimos a la discordia enmascarada
para nosotros
la poesía es otra suerte de asidero:
carreta tránsfuga
espigón suicida página ilegible .
Nuestras rajadas vestiduras no encuentran mas albergue
que la negación de lo que somos.
Tú, sin embargo, has trazado
la coherencia estelar de las palabras.
La ocasión para recordar el pleonasmo de Lezama
su alucinado decir que ‘nuestra isla
comenzó su historia dentro de la poesía’,
situándola bajo el signo de Heródoto,
arrancándonos de la cólera de Dios.
El ombligo de las alabanzas
invoca la cuerda de las adivinaciones
de los ídolos que hemos sabido conservar:
el sustrato de la delación y de la imagen
las prohibiciones de la carne.
Tu permaneces en tu azotea,
como la ultima creyente en las viejas utopías.