Poetas

Poesía de España

Poemas de Luis Antonio de Villena

Luis Antonio de Villena (31 de octubre de 1951, Madrid) es un destacado poeta, narrador, ensayista, crítico literario y traductor español. Reconocido por su poesía lírica y prosa, Villena forma parte del grupo de los novísimos o venecianos, y su obra refleja su sensibilidad hacia el pasado cultural y la contemporaneidad. Su postura estética, cercana al movimiento dandi, se caracteriza por un epicureísmo homoerótico que abraza tradiciones culturalistas y decadentes. A lo largo de su trayectoria, Villena ha mostrado una tendencia hacia temas de fracaso y marginación, aunque su perspectiva ha experimentado cambios notables desde sus sonetos en «Desequilibrios» hasta los poemas renovados en prosa de «La prosa del mundo».

Desde joven, Villena demostró un profundo interés por la literatura y comenzó a escribir ensayos y poesía influenciado por los modernistas y simbolistas como Manuel Machado, Verlaine y Baudelaire. A los 19 años, ya había escrito varios libros, aunque el primero, titulado «Aromas de ensueño», fue destruido posteriormente. Fue durante sus estudios universitarios en filología románica cuando un profesor lo animó a adentrarse en el mundo editorial, lo que llevó a la publicación de su primer libro a la temprana edad de 19 años, aunque ya era su octavo trabajo.

Luis Antonio de Villena recibió educación en el Colegio del Pilar de Madrid, donde enfrentó situaciones de acoso escolar. Su formación académica se vio influenciada por los clásicos grecolatinos, así como por poetas modernos como Pound y Cernuda. Es licenciado en filología románica y también estudió lenguas clásicas y orientales. Su destacada obra ha sido traducida a múltiples idiomas, incluyendo alemán, japonés, italiano, francés, inglés, portugués y húngaro. Ha sido galardonado con varios premios literarios, entre ellos el Premio Nacional de la Crítica en poesía (1981), el Azorín de novela (1995) y el premio internacional Ciudad de Melilla de poesía (1997).

Además de su carrera literaria, Villena ha obtenido el título honorífico de doctor honoris causa por la Universidad de Lille (Francia) en 2004. También se destaca por sus traducciones de obras de autores como William Beckford, Ted Hughes, Du Bellay y Miguel Ángel, entre otros. Es conocido por sus ensayos de crítica literaria y colaboraciones periodísticas, y ha sido antólogo de poesía joven y editor de ediciones críticas. Asimismo, es un conferenciante habitual y participa en programas de radio y televisión. Desde octubre de 2008 hasta julio de 2010, dirigió y presentó «Las aceras de enfrente» en Radio 5 de RNE, un programa dirigido al colectivo LGTB. Actualmente, participa en el programa de RNE «El ojo crítico» donde comparte sus impresiones literarias.

A pesar de su destacada carrera, Villena se ha visto envuelto en polémica por acusaciones de haber ganado de manera irregular el II Premio Internacional de Poesía El Viaje del Parnaso con su libro «La prosa del mundo», que contenía poemas previamente publicados en otra obra de la editorial 4 de agosto. A pesar de ello, su polifacética obra ha dejado un legado significativo en la literatura española, especialmente en el ámbito de la literatura homosexual en el país, donde es ampliamente reconocido y admirado.

MAGIA EN VERANO

Me recreo ante tu cuerpo como ante un paisaje
imprevisto. Me sorprende verte en la desnudez juvenil,
y ansío recorrerlo, como una anhelada geografía.
Me ves pensando en la umbría vegetal de algunas
grutas, o en el agua del muslo donde brillan las venas.
Me perderé en un bosque que cruzo con mis manos,
y pediré una larga estepa donde los labios hablen.
Me ves sorprendido, anonadado, pensando en habitarte.
Y tú, mientras, te abandonas al cálido primor del aire.
Te dejas en la luz, que te navega; y si miro tus ojos
vuelvo al jardín oscuro donde es verano el verde.
Te miro otra vez y casi no te creo posible. Fulges,
encantas, guarda tu cuerpo el hechizo insabido de la tierra.
Y despacio sonríes al irme yo acercando, atónito,
hacia ti mientras el sol nos cubre con su luz, nos desdibuja,
y nos va metiendo en la calma inmensa y rubia de la tarde.

Corsario

Piernas tensas. Tacones sonoros. Revuelto el cabello negro…
Era o había sido, hasta que la noche descubrió su cuerpo
largo, fibroso, duro. La magnífica belleza angular de su rostro,
la piel tan fina como el agua dulce, chispazos de fósforo.

En sus ojos – turbadores, negros – alguien ha escrito
un día una palabra soez, maravillosa: Vicio.
¿Qué significa? ¿Albas largas, cocaína, mujeres muy ardientes
besándole los pies? ¿Hombres que han alabado su terso viril joven?

Tirado, sentado en las ergástulas de la sauna, entre
toallas húmedas y aleteantes aves de silente deseo,
basta contemplar la seda de sus muslos ágiles para

olvidarlo todo. Llama es galán su cuerpo. Ansia, cobra…
La deja ver como un reptil perfecto entre lo oscuro.
Apasionado, alarmante, vicioso. ¿Él o tú? ¡Pero qué importa!

Costura propia

He ido muchas veces ataviado de tristeza,
hundiéndoseme el mundo a cada rato,
fingiendo entre los amigos que me interesaba algo…
Me da miedo quien me mirase,
y angustia me producía no ser perfecto,
tener que competir, luchar por el oficio, por la vida, el nombre…
Y pensaba: la tragedia de todos consiste en no ser Dios.
Todos quisiéramos ser un pequeño Dios omnipotente..
Y hacíamos bromas sobre la muerte, chistes sobre la soledad,
Pequeños disparates sobre el amor comprado.
(Y yo soñaba en ti, mamá, como lo único seguro).
Me daba miedo la autoridad, la ley, el mundo, el futuro.
Pensaba: Incluso si alguna vez me creí libre.
Y la noche engañaba -como los amigos- con cierto parecido
a bondad o indiferencia.
Y yo iba ataviado de tristeza
y hubiera querido llorar -no podía-
o simplemente hundirme lentamente.
Y me veía en una barca negra (acaso en una gruta)
navegando hacia un negro horizonte…
la tristeza me llena la cabeza de plomo,
los bolsillos de piedras,
las manos de artrosis dura
y tira de mí tanto hacia abajo
que me vuelve imagen verticalizada, estirada, de un
espejo deformante.
Dame la tristeza, échamela -gira la soledad.
-Lánzame la pelota -repite el miedo.
Aquí, aquí, centra -reclama la angustia,
chútame a mí- y no sé qué agobio extraño lo sugiere.
Sólo sé que cuando voy ataviado de tristeza
quiero enraizarme en el sueño,
bogar en un río de calma
y susurrar junto al silencio: Dame la mano, mamá, ya he vuelto…

El ciruelo blanco y el ciruelo rojo

Fue afortunado, en verdad, Ogata Korin.
Gozó del esplendor de la juventud en
los barrios de licencia, frecuentó el paladar
sagrado del deseo. Ordenó sus kimonos
en la seda más fina; pintó un fondo
de oro para lirios azules. Refinado y altivo,
no olvidó sin embargo (artista como era) la melancolía
fugaz del tiempo que transcurre.
En su madurez, con audaz virtuosisimo,
se dedicó sobre todo a la búsqueda estilística.
Creó lacas y biombos. Le hizo célebre
la perfección, el refinamiento de su
arte -lirios, ciruelos, dioses- decorativo.
Debió morir fascinado en la belleza,
rodeado por una seda extraña, tranquilo.
Fue afortunado, en verdad, Ogata Korin;
su vida fue un culto a la efímera
sensación de la belleza. Al placer y al arte.
Y la vida le concedió sentir, ser traspasado
por el dardo febril de la hiperestesia.
Le llamaron excéntrico, dandy o esteta.
Pero no pidió más. Sensación por sensación.
Vivir, sentir, gozar. Sin más problemas.

El joven de los pendientes de plata

Llevaba días viéndole en el bar,
apoyado en la barra y bebiendo cerveza.
Jamás respondió a mis miradas
(que probablemente no viese) y cuando
pregunté a los parroquianos si sabían de él,
ninguno -ni los camareros- pudieron darme nuevas.
Apenas hablaba, y aunque joven de cierto,
parecía perdida su mente en lejanías,
como si algo le arrastrase hacia un remoto tiempo.
Moreno, con botas negras y chaquetón azul,
llevaba en coleta el pelo, y pendientes de plata.
Pero eran sus ojos sobre todo, sus profundos
y grandes ojos garzos, lo que más me impresionaba
en aquel hermoso y triste solitario de la barra.
No: La gente siguió sin saber nada. Y entonces
me decidí (suelo ser muy osado) y me acerqué
y le pregunté, invitándole a la par a otra
cerveza. Me miró sonriendo -sin sorpresa-
y tuvo la actitud del que concede, aunque
apenas dijera una palabra. Tras ciertos circunloquios
vanos, contestó que su oficio era el mar.
Que había viajado mucho, cambiado también
de empresa, y que en fin, estaba muy cansado.
Hablaba un español con acento entre holandés
y brasileño, y mientras decía y bebía (cordial siempre)
perseveraba su dejo de añorante distancia.
Le propuse si quería acompañarme a casa,
y beberse conmigo -oyendo música- la última cerveza.
Sonrió como quien ya supiera, y me hizo otro gesto
indicando la puerta. Mis amigos me vieron salir,
amedrentados, con aquel extranjero de pendientes argénteos.
Y cuando concluimos la cama y las cervezas,
y hablamos de aventuras y pasiones, y del amor
al riesgo, mientras se vestía (cuerpo delgado
y duro, cálido y cobrizo) torné a preguntarle quién era
y cómo se llamaba, pues nunca dijo el nombre.
Con un leve desdén en la boca perfecta,
me pidió dinero para pasar la noche y replicó
(abrochándose el cinturón y francamente hilarante):
Ya ves, tío, yo soy el último pirata del mar
los Sargazos. Le contesté riendo: ¿Pero aún
queda alguno? Nosotros ya creíamos que todos habíais
muerto.Y entonces, con tristeza, tras tomar el billete,
y a punto de largarse, me miró suavemente:
Pequé con delirio en los mares de España. Adiós, chico.
No me permiten todavía que muera. Y escuché el ascensor
el sonido del viento que en la calle silbaba.

El perfumista

Quiero darte mis señas, por si vuelves,
y sospecho que seguramente vas a hacerlo.
Mi tienda está (ya ves) bien dentro del zoco,
muy cerca de las paredes de la Gran Mezquita
que se llama Az-Zituma, y vendo y hago
perfumes: rosa-cristal, benjuí, ámbar,
jazmines… En los perfumes ya es un aroma
el nombre; y hay que haber leído y ser sensible
para inventar alguno. Vivo algo más allá,
muy cerca. Pero si no es aquí, podrás hallarme
sobre todo en los Baños, al caer la tarde.
Allí discretamente se glorifica el cuerpo,
y una música tenue se mezcla con vapor y juventud:
Ahmed domina el masaje, y el negro es
también muy diestro. Acércate algún día, cuando vuelvas.
Por la noche, en la casa, bebemos café turco
y nos reunimos (esos chicos y yo) contando lances
de medida y hazañas con turistas, o calibrando
las gracias y modos de esa vieja palabra (la diré)
que casi nadie usa, a pesar de su imagen: zorrotroco.
Sí, es exactamente para reírse un poco. Algún día,
después, se leen poemas o se fuma kifi,
y alguna vez (más rara) se va al burdel muy tarde.
El día siempre es esto: los perfumes.
Y este olor también a carne, cuero y especias
que son ¿por qué no? otros raros perfumes.
Llevo siempre estas dos sortijas puestas,
y me preocupo muy poco del futuro. Ya sabes
dónde estoy. Bien dentro del zoco,
junto a la Mezquita. Y, en fin, si cuando vuelvas
quieres hacerme un especial regalo, no busques
mucho. Hazte acompañar del mocito aquel
del aeropuerto, o del esbelto servidor del Café,
con ojos y tersura de gacela. (Es una imagen
de los antiguos poetas). La música y los dulces
los pondré yo. Y que la noche nos relate el resto.

Epinicio

Salta al aire, y arde al sol en un brillo encendido.
El músculo se estira victorioso. Ondea el pelo rubio,
y bailan sedas de agua sobre una piel de oro.
Bulle un río, y el cuerpo es la sed de una batalla.
Los brazos se alargan, y las piernas armoniosas
y brillantes. Se cierra un bosque al cerrar los ojos.
Cantan las manos. El cuerpo adolescente reta al aire.
Como un himno se eleva la figura, y se ondula.
El pelo nada, la piel seduce al ámbar, y el impulso
se transforma en joven música encendida. Salta ahora.
Y es todo victoria. Quien saltó y quien baja es otro distinto.
Y va más allá el milagro porque es otro el que mira.

Labios bellos, ámbar suave

Con sólo verte una vez te otorgué un nombre,
para ti levanté una bella historia humana.
Una casa entre árboles y amor a media noche,
un deseo y un libro, las rosas del placer
y la desidia. Imaginé tu cuerpo
tan dulce en el estío, bañado entre las
viñas, un beso fugitivo y aquel -«Espera,
no te vayas aún, aún es temprano».
Te llegué a ver totalmente a mi lado.
El aire oreaba tu cabello, y fue sólo
pasar, apenas un minuto y ya dejarte.
Todo un amor, jazmín de un solo instante.

Mas es grato saber que nos tuvo un deseo,
y que no hubo futuro ni presente ni pasado.

Las rosas

Entonces hubiera gritado:
¡Señor, salva a Juan!
He visto deshacerse muchas bellezas;
sería bueno que quedase
una como emblema de nuestro
tiempo, un licor joven
que -contra el uso-
no envejeciera nunca…
Aún es hoy como monda
de naranja, y sonríe,
y un aroma delgado
aún llena el aire…
Pero no, tampoco mi oración
obtuvo respuesta.