Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Luisa Pérez de Zambrana

Luisa Pérez de Zambrana (1837-1922), conocida como la poetisa elegíaca de Cuba, dejó una impronta duradera en la literatura hispanoamericana. Nacida en Santiago de Cuba, en la finca El Melgarejo, esta talentosa escritora, bautizada como Luisa Pérez y Montes de Oca, adoptó el apellido de su esposo, el crítico literario y promotor cultural Ramón de Zambrana. Su vida, marcada por pérdidas tempranas y la influencia de la muerte, la llevó a expresar una poesía rica en sensibilidad, melancolía y reflexiones filosóficas.

Luisa Pérez de Zambrana destacó desde temprana edad, componiendo su primer trabajo literario a los 14 años. Su obra, elogiada por intelectuales de Santiago de Cuba, atrajo la atención de Ramón Zambrana, quien, fascinado por su gracia y finura, la llevó a La Habana tras contraer matrimonio en 1858. La pérdida sucesiva de su esposo e hijos entre 1886 y 1898 dejó una profunda huella en su poesía, impregnándola de pasión, ternura y reflexiones religiosas.

Fue fundadora del Liceo Artístico y Literario de Regla, recibió homenajes del Ateneo de La Habana y vio premiadas sus obras en los Juegos Florales de Madrid. Enrique José Varona la denominó «la más insigne elegíaca de nuestras líricas«. José Martí elogió su capacidad para convertir el sentimiento en poesía. Su legado persiste en obras como «Devocionario«, «La vuelta al bosque» y «Dolor supremo«. Luisa Pérez de Zambrana falleció el 25 de mayo de 1922 en Regla, dejando tras de sí un valioso testimonio de la poesía cubana del siglo XIX.

La música

A mi amiga María Luisa Fesser de Azcárate.

¡Oh! tú, que el mundo conmovido huellas,
Hada embellecedora y fascinante,
Con el cendal de cándidas estrellas
Y la fulgida [sic] lira de diamante: [sic]
Deten [sic] el paso, y las sublimes galas
Derrama de tu espléndida armonía,
Transporta el alma en tus brillantes alas
A horizontes de luz y poesía.
Y en raudales serenos y dormidos,
Ó [sic] en trémulas cascadas centelleantes,
La lluvia celestial de tus gemidos
Desata por los aires vacilantes.
Que el eco de las mágicas caricias
Que finge tu sonido regalado,
En piélagos de amor y de delicias
Se lanza el corazon [sic] enagenado [sic].
Y canta con tus quejas peregrinas,
Llora con tus suspiros inmortales,
Y bebe de tus lágrimas divinas
El cristal y las perlas celestiales.
Y el espíritu vuela suspendido
A tu rica y magnética influencia,
Y sueña con un mundo bendecido
De perpétua [sic] y dulcísima cadencia.
Pues tu armónica voz con flecha de oro
Hiere y penetra el alma extremecida [sic],
Y brotan en riquísimo tesoro
Lágrimas deliciosas por la herida.
Y solloza en poética elegía
Inefable, amorosa, lastimera,
Y se pierde, se mece y se extravía
En un éter flotante y sin ribera.
Ya en apacible y elocuente rio [sic]
Fluye y murmura con risueña calma,
Ya desciende en suavísimo rocío
Y abre flores divinas en el alma.
Ó [sic] ténue [sic] como un soplo se adormece,
Ó [sic] pasan ya tus vibraciones solas,
Como el ala de un ave que extremece [sic]
La tersa superficie de las olas.
¡Música celestial! ¿quién [sic] no se entrega
A tu poder divino cuando gimes?
¡Música celestial! ¿quién [sic] no se anega
En el mar de tus lágrimas sublimes?
Por eso en los abetos gèmidores, [sic]
En sonoro y patético lamento,
Cantaron los arpados ruiseñores
Y extasiaron los árboles y el viento.
Y por eso las náyades marinas
A revelar tu encanto sobrehumano,
Con frentes de alabastro peregrinas,
Rompieron el cristal del Oceáno [sic].
Mas ya sobre la trípode radiante
Cantas con inspirada melodía,
Y corre tu cabeza palpitante
Como un mar de ondulosa pedrería.
Y el alma gime y trémula palpita
A tu poder fascinador y ciego,
Y arrebatada al fin se precipita
En tu extasiante atmósfera de fuego.
¡Oh música! los ángeles gozosos
Te levanten un trono refulgente,
Y suspendan doseles luminosos
Sobre tu excelsa y vencedora frente.

Entrada en Jerusalén [sic]

Con la sencilla majestad severa
que su frente reviste,
tendida la sagrada cabellera
y la mirada triste;
De los doce discípulos seguido,
camina á* paso lento
al enviado de Dios, el gran ungido,
sobre un pobre jumento.
El pueblo á recibirle se adelanta
entre clamores vivos,
arrojando con júbilo á su planta
verdes palmas y olivos.
Sus vestidos le tiende entusìasmado [sic]
por amorosa alfombra,
y ardiente, palpitante, alborozado
rey y señor le nombra.
Las hijas de Sion, [sic] los parbulitos
le aclaman á [sic] porfía,
y llegan á besar sus pies benditos
con cándida ufanía.
Mas él con melancólicos enojos
mira la ciudad santa:
vierten sagradas lágrimas sus ojos
y la mano levanta,
Y así le dice con acento augusto…
“¡Oh si reconocieras
al cordero divino, pueblo injusto,
cuan venturoso fueras!
“Mas no, mi boca con afan [sic] en vano
hoy la verdad te alega,
que eres sordo á mi voz ¡oh pueblo insano!
y tu maldad te ciega.”
Enjúgase las lágrimas divinas
con solemne tristeza,
y obra mil maravillas peregrinas
con suprema grandeza.
Y con la dulce majestad severa
que su frente reviste,
tendida la sagrada cabellera
y la mirada triste.
De los doce discípulos seguido,
que repiten su queja,
el enviado de Dios, el gran ungido,
á [sic] Bethania se aleja.

Te ha besado la muerte tantas veces

«En medio de esta paz tan lisonjera»
tú lo sabías Luisa entre las ramas
de la amante familia, lo que amas
es a veces la efímera manera

de dar buen fruto sólo por un tiempo
y luego convertir en fruto amargo
el recuerdo inmortal: el cruel embargo,
de la Sombra que te atacó a destiempo.

«Has llorado mil veces que allí amabas»
has reído tan poco que ignorabas
de la risa en el llanto su recargo.

De tus versos felices sólo queda
un tesoro vendido en la almoneda
cual beso que la muerte da de encargo.

En la cruz de tu triste sepultura

A veces me pregunto por qué parten
dejándonos tan solos nuestros hijos
a sembrar en las tumbas crucifijos
que en todas nuestras lágrimas se ensarten.

A veces me pregunto si departen
sus almas de dulzura en escondrijos
del duelo de las madres: acertijos
que van sin responder cuando reparten

los hilos de la vida, y en la suerte
es más ruda la garra de la muerte
y más fuerte el vivir sin regocijos.

Y en la cruz de tu triste sepultura
a veces me pregunto si esa hondura
consiguió reunirte con tus hijos.

Después de la muerte de mis tres hijas

Y hoy dormís en el fondo de tres tumbas
con sudarios de lágrimas vestidas,
¡lirios del Paraíso deshojados!
¡nave de blancos ángeles perdida!

Ya no os veré jamás ¡flores de mi alma!
¡rosas aquí en mi corazón nacidas!
¡ya no os veré jamás!¡cómo me anego
en torrentes de lágrimas de acíbar!