Poesía de Chile
Poemas de Mahfúd Massís
Mahfúd Massís fue un poeta y escritor chileno, de origen palestino, que nació en Iquique en 1916 y murió en Caracas en 1990. Su nombre real era Antonio Massís y fue yerno del también poeta Pablo de Rokha.
Su obra poética se caracteriza por la fusión de elementos de la cultura latinoamericana y árabe, así como por el uso de imágenes y símbolos que aluden a la muerte, el horror y la angustia. Fue uno de los poetas más innovadores de las letras chilenas durante el siglo XX y perteneció a la generación literaria de 1938, aunque su propuesta poética solo coincidió con ésta en el interés por la temática social.
Entre sus libros se destacan Las bestias del duelo (1942), Los sueños de Caín (1953), El libro de los astros apagados (1965), Las leyendas del Cristo negro (1967) y Testamento sobre la piedra (1971). También escribió ensayos críticos sobre literatura y cultura, como Walt Whitman, el visionario de Long Island (1953) y La expresión americana (1969).
Su constante labor por la cultura nacional lo llevó a ser director de la revista Polémica, presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, presidente del Instituto Árabe en Chile y agregado cultural de Chile en Venezuela. Después del golpe de Estado de 1973, Mahfúd Massís fue informado de que había sido exonerado de su cargo y que tenía prohibición de volver a ingresar al país, por ello permaneció en Venezuela.
Fue esposo de la pintora Lukó de Rokha, hija del poeta Pablo de Rokha. Algunos de sus libros fueron publicados póstumamente, como Llanto del exiliado (1986), Este modo de morir (1988), Antología: poemas (1942-1988) (1990) y Papeles quemados (2001).
Leyendas del cristo negro
1 Caminaba Jesús por la ciudad,
llevando un gran martillo.
2 Y uno había en medio de la turba,
el cual dijo: He ahí al Hijo del Carpintero.
Y le pellizcó la mejilla.
3 Acontecido lo cual Jesús descargó
el martillo en medio de su rostro. Y
enfrentando la turba, dijo: Varón soy
de verdad y de justicia, mas antaño fui
golpeado y pellizcado muchas veces. Y
como viese unos niños junto a él, dijo:
4 Cada uno de estos pequeños de grandes
ojos y pies desnudos, necesitará mañana
un martillo.
5 Entonces la plebe, y los borrachos, y
las prostitutas vestidas de rojo, rodearon
a Jesús.
6 Y una mujer de grandes labios, díjole:
has venido a predicar la violencia?
Y replicó Jesús: No predico la violencia,
porque la violencia está en la naturaleza
de las cosas, y yo no soy ajeno a la naturaleza
de las cosas.
7 Y un borracho que había muerto a
su hijo, dijo a Jesús: Hablas verdad, oh
extraño; pues he ahí que anoche escuché
el canto rojo del vino, y muerto he
al hijo de mi corazón.
8 Mas Jesús, escupiendo en el rostro
del borracho, habló en el lenguaje de
las parábolas, diciendo:
9 Un hombre había que construyó su
morada junto al mar, en el sitio más peligroso.
10 Y el tifón, y los animales del mar
entraban en la morada, y grande mal
había acarreado por su mano. Y él decía:
tengo yo la culpa de que el viento
y las bestias del mar asienten en mi
casa?
11 Y dormía en el umbral de la casa, y
holgábase en ella con las hijas de los
pescadores.
12 Mas la sal y la muerte habían invadido
el aire de la casa, y había putrefacción
en sus cimientos.
13 Y los días del hombre fueron contados.
14 Por lo cual os digo, que aquel que
buscare el peligro, lo hallará, y aquel
que caminare por entre pantanos,
perderá la vida.
15 Oído lo cual, el borracho comenzó a
azotar su cabeza contra las piedras.
16 Entonces uno de la turba dijo:
Homicida es, y quería llevarle ante los jueces.
17 Dícele Jesús: Desde la matriz de tu
madre vienes cargado de culpas, cómo
juzgarás a tu hermano?
18 De verdad te digo, que para este
oficio de perseguidor de hombres
necesitas nacer dos veces.
19 Porque entre el perseguidor y el
perseguido, qué hay sino la letra muerta?
20 Diciendo lo cual, Jesús fuese por el camino.
Y ninguno se atrevió a seguirle.
Elegía a Ernest Hemingway
Los que arrastramos un pescado, o una vaca negra,
como el Viejo Amargo del Mar de las Antillas,
los que apacentamos una gran culebra por el llano
arrojamos tu ataúd como un sauce de pelos.
¡Qué golondrina, que sueño sobrevolaba tu corazón
cuando mostrabas el pecho en armas,
como el dios-padre de los mitos desaparecidos!
porque, ciertamente, en la niebla coloquial, en el designio raro,
eras la almendra sobre el tizón negro,
cayendo en la eternidad, riente, inmemorial, con la bala llorando en la piedra del ojo.
Puro de alcohol, profundo como el aroma del tabaco,
augur estupefacto sobre la tierra,
montaste a la vida como a un perro,
mordiendo su oreja verde, sonriendo en la tormenta como un búfalo,
y rendido
entre el vino y la mujer, tu barba
de macho perdurable, tu barba de poderoso velamen,
era la barca fenicia y roja en el rescoldo de los días.
Desde mi cojera invernal, yo, americano inerme,
hijo de extraviadas religiones, pusilánime y fatal,
estrecho tu brazo peludo de triunfador.
Incitación al vals de un poeta
Tus hijos bebían sangre de ganso salvaje.
Tu pobre corazón dormía entre las moscas.
Sin embargo,
un día
te colgaron un trozo de cuero
en la solapa. Se te puso la cresta roja.
Caminabas con paso de gamuza por los corredores.
Pero tuviste que vender tus dientes.
El traje destinado a tu propio entierro.
Soñabas con el gran premio.
Besabas a los jurados, acariciabas sus tetas,
mientras dormías en la posada
del gato nocturno.
Quisiera detenerte, morderte una oreja.
Pedirte que vuelvas a tu oficio de hombre,
Inventes el fuego y juntes piedras.
Y que estalles cuando aparezcan los enmascarados
de la noche, les vueles el trasero
antes de que lleguen los muchachos de la prensa.
El desenterrado
Ira, ira no más, en el terrible día,
ni amor, ni la gota fresca en la lengua;
apenas la vejiga rota al atardecer,
y aquella gran mirada inmemorial, amarilla,
todo cayendo detrás, en el desván silencioso.
Desenterrarán tus cartas, tus papiros helados.
Serás como Osiris ; se disputarán tu traje desolado.
Sobre tus infolios y tus manchas errantes: la leyenda.
Serás al fin un escriba serio, descomunal, recién afeitado.
Un júbilo de espadas cubrirá la entrada de ese otoño
pero estarás dormido sobre la delgada alfombra, siempre sonriendo,
estólido, feliz, oyendo otro oleaje.
Nocturno del piano
El piano, con su quijada negra, con sus dientes blancos cruzados de gusanos,
canta como un papa melancólico. Sus notas
caen como los huevos del esturión muerto
sobre mi corazón en esta noche.
Mata al demonio del piano, amiga mía, ahoga en su vientre la furia escarlata.
Rompe su levita de caballero velado;
pero déjame solo, ahorcado en la cama.
El virrey baila el tango mientras lloramos,
agita sus orejas como toneles,
evocando a Francisca, a Leonor, a otras luces devoradoras,
(doblando un pliego de su carne, realizando hechizos sobre el fuego),
pero el piano, mi niña, resuena imperial, desierto, triunfando siempre de la fatiga,
en tanto el virrey ríe, quimérico y hostil, mostrando su halcón de oro.
Mata al demonio del piano, amiga mía;
escucha cómo resbala sobre los gladiolos, rompiendo
los sacos de la memoria, antiguas sombras, y vacila
como hembra preñada
encendiendo un candil, una muerte nueva en el ciervo blanco del pecho,
una segundo vida que desconozco, y que rechazo
como la horma negra a la nube.
Mercado persa
Entre pordioseros vestidos de mariposas,
y piojos traídos del Himalaya,
contemplo el vuelo del vendedor de ensueños y huevos mágicos.
Hay una parca rodeada de flores,
un asesino, una piedra escarlata,
y yo, pobre, cubierto de manchas de resina,
compro un pájaro en medio de la tormenta,
un ave de pecho seco, como el mío.
Quiero escuchar su trémula voz de difunto,
su quimera en mi habitación, su madrigal de hueso;
sentir cómo se quema su plumaje, mientras me agito en los escombros del sueño,
y levantarme a gritos, como si me hubieran desenterrado,
los ojos puestos al revés, bajo la sepultura.
El brazo invisible
Te contemplo en mí, poderosa materia, funeral pá,pano,
fugaz y vulnerable en tu forma, indestructible en tu discurrir eterno,
descubre por una vez esta lúgubre quijada,
el tramo sepulcral de mi rostro aquilino.
Invita esta noche a Barrabás, al papa negro,
no quiero ser el ángel castrado, el hijo del inmigrante en derrota.
Recoge el velo de esta aventura:¡acompáñame, pordiosero!
Asesiné la alegría; cambié la luna por esta piedra que llevo sobre
el pecho.
Alguien destruyó mi familia cierta noche. Ignoran
que soy un faraón de piedra, un ave
patriarcal que limpia el legendario Río.
¿Quién me desgarró el hombro? ¿Quién
me mordió la quijada? ¿Quién destrozó la cabeza de mi vástago?
Unos cráneos grises me comen la hierba del corazón,
la pimienta de unos ojos muertos. Un brazo oscuro,
terrible, como el ojo de Tutankamón bajo la fosa,
señala el cuero miserable de mi cabellera,
el piojo que preside mi sueño invernal, mientras acepto
la limosna del asesino, del comerciante en carbón o piedras
preciosas.
¡Oh, magos! Si existís en algún lugar, debajo de la tierra,
acordáos de mí. ¡Largos brazos, buenas piernas en mis sueños!
Que pueda matar con la mirada abierta.
Sin que el gigante sentado sobre mi alma, sin que
los remordimientos
destruyan el acto espiritual. ¡Sin que las lágrimas
me partan en dos el caballo negro del pecho!
Expedición del tiempo
Lo despistado, lo roto, me sigue detrás como un caballo muerto.
Lo que cayó en el paño de las indecisiones,
el agua terca, y quedó tirado en el camino.
En este vaso con un perro adentro, y que bebo solitario en esta noche,
frente a resoluciones quemadas, a un ángel como si fuese de hueso,
penetro otra vez en mí, desciendo en un largo viaje,
oliendo el camino, fumándome el tabaco del alma,
o interrogando al enano que vive a espaldas de mi rostro.
Pero hay una piel negra, un tiempo de labio leporino,
algo rasgado y esencial entre esta muerte de ahora y el candado seco de otras floraciones.
Partieron los días, como golondrinas de arena, o la amante de tristes ojos,
y cuanto intenté rescatar está como cuero tendido.
Yo te recuerdo atravesada por la jabalina del tiempo.
¡Qué largo andar! ¡Qué largo viaje para este día!
Abarcabas el espacio negro, acariciabas el hocico de las horas, y yo, tenaz, ardiente, miserable,
retrotrayendo un azar temible, un velo despedazado en el estupor pretérito,
pero lejano, irremediable, como una nube entre la pierna abierta.
Epitafio a la memoria
Como un hacha plegada, o un aire rendido a un viejo territorio,
pasáis como ancianos roncos
ante el caballero caído bajo las piedras,
amarillo, sin dedos ya, como zapallo de ultratumba.
La noche y su hembra ciega echaron estos huesos en el bulevar,
despojos que pesan en el corazón
como gladíolos, o los ojos del padre muerto.
Dejad que caiga esta pierna en el mar, el mar profundo.
¡Oh, alma !, pingajo quemado, tigre sin rayas en la gran gema difusa,
lingote seco en el furor pálido,
espera un descendimiento,
una voz cayendo desde arriba,
porque, ciertamente, el cuervo de las alucinaciones,
el cuervo, reo de tristezas,
creará un día su propia fábula, su corazón por encima de la memoria,
y su pecho de oro, su viento rasgado,
muerde el oído del tiempo, apenas, y de rodillas.
INSURRECCION
El Hombre
!qué solo!
y Dios no tiene cojones. !Dios
ya no rompe nada!
Tiene
una papa en la boca: está mudo. Y te puedes
morir llorando. !Pero
estás solo!
Si no te rascas
con la propia
mano
entumecida,
si no hechas el corazón y dices: “Carajo,
soy un hombre”, y entregas
a tu hermano un fémur,
un fusil,
un cuchillo para asaltar juntos el cuartel mas cercano;
si te dejas
llevar de la jeta por los bulevares
como un ángel con los huevos cortados,
no pretendas
ser distinto
a este mono caliente
colgado de su jaula en el invierno de la vida,
y que observa
con el cráneo aplastado,
cómo desciende la lluvia, cómo
cae el maní sobre su rostro de pordiosero,
esperando
que nazca
de él un día
el HOMBRE que tú
miserablemente traicionas.
CARTA A LUKÓ DESDE EL ASERRADERO
Amor mío, mientras duermes sola, solitaria en puerto Aysén,
fumo este oscuro tabaco a tu memoria,
mordiendo mi pipa, como si fuera el dedo de Dios,
aterido, colgado del charqui de la lengua.
El mundo tiene una joroba lejos de ti,
y todo me miran
como locos estorninos,
como el endemoniado en medio de la tormenta.
Lejos de ti !qué cielo de ratones!
!Que año sin enero, qué ángel sin leña en la edad fría!
Y si pregunto a los transeúntes por tus ojos claros,
escucho solo el trueno de la soledad, el toro negro.
Soy entonces un estropajo que mira la luna,
un ave
que desciende sobre tu rostro
o simplemente
un cuervo arrugado, como este firmamento con cara de viejo,
detenido en el ocaso como una flor podrida
y que mueve su paleta en el garbanzo quemado.
OTRO TRAJE
Este traje de perro que llevo,
traje de malhechor
muerto hace siglos en esta tierrra,
y en que los huevos del tiempo dejan su magra trompa,
quiere erguirse como soldado, ir a la sierra
donde mataron al Comandante.
Pero
!qué piernas cansadas! ! Si llevo
tres mil años metido en esta pirámide, podrido, glacial,
y América, qué América, exigiendo, siempre exigiendo
machos terribles, y no
un animal cansado como yo, angélico, lúbrico, ensimismado,
haciendo versos huevones que nadie lee,
que ni yo mismo leo,
por que aprendí a escribir sin haber leído el libro del mundo.
Madre,
vuélveme
a parir
de nuevo,
Tírame al barro,
quiero ser un soldado saliendo de una casa vacía,
lejos de los poetas,
o de las putas con alas de mariposa,
o
por último
déjame en Bolivia, aunque me corten los dedos
con los que intento escribir
esta canción
de loco
derrotado.
PERRONUESTRO
PERRONUESTRO que estás en los cielos,
petrificado sea tu nombre,
caiga sobre nos el tu reino,
hágase tu voluntad sobre la tierra, debajo del cielo.
El pan negro de cada día arrójanoslo hoy
y perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros asesinamos a nuestros deudores;
húndenos en la tentación, más líbranos del animal.
Amén.
- Altaír Tejeda de Tamez
- Ella Wheeler Wilcox
- José Rosas Ribeyro
- Laura Cesarco Eglin
- Elena Tamargo
- Léon Dierx
- Mario Trejo
- Miguel Ángel Asturias
- Pedro Lastra
- Leopoldo Lugones
- Julián Polanía Pérez
- Samuel Vásquez
- Concha Lagos
- Eduardo Cote Lamus
- Anatole France
- José Luis Rivas
- Omar Cáceres
- Rosa Araneda
- Jacinto Albístur
- Enrique de Rivas