Poetas

Poesía de México

Poemas de Manuel José Othón

Manuel José Othón (Cerritos,San Luis Potosí, 14 de junio de 1858 – ibídem, 28 de noviembre de 1906) fue un poeta, dramaturgo y político mexicano que perteneció a los movimientos literarios del romanticismo y modernismo. Es autor del poema Idilio salvaje considerado uno de los poemas más representativos de México.

NOSTALGICA

O! ubi campi?

En estos días tristes y nublados
en que pesa la niebla sobre mi alma
cual una losa sepulcral, ¡ay! cómo
mis ojos se dilatan
tras esos limitados horizontes
que cierran las montañas,
queriendo penetrar otros espacios,
cual en un mar sin límites ni playas.
¡Pobre pájaro muerto por el frío!
¿para qué abandonaste tus campañas,
tu cielo azul, tus fértiles praderas
y viniste a morir entre la escarcha?…

¡Oh, mi naturaleza azul y verde!
¿dónde están tus profundas lontananzas
en que otros días engolfé mi vista,
anhelante de sombras y de ráfagas?
¿Dónde están tus arroyos bullidores,
tus negras y espantosas hondonadas
que poblaron mi espíritu de ensueños
o a los hondos abismos lo arrojaban?…

He de morir. Mas ¡ay! que no mi vida
se apague entre estas brumas. La tenaza
del odio, de la envidia el corvo diente
y el venenoso aliento de las almas
por la corte orprimidas, aquí sólo
podranme dar, al fin de la jornada,
la despesperación más que la muerte,
¡y yo quiero la muerte triste y pálida!

Y allá en tus verdes bosques, madre mía,
bajo tu cielo azul, madre adorada,
podré morir al golpe de un peñasco
descuajado de la áspera montaña;
o derrumbarme desde la alta cima
donde crecen los pinos y las águilas
viendo de frente al sol labran el nido
y el corvo pico entre las grietas clavan,
hasta el fondo terrible del barranco
donde me arrastren con furor las aguas.
Quiero morir alllá: que me triture
el cráneo un golpe de tus fuertes ramas
que, por el ronco viento retorcidas,
formen, al distenderse, ruda maza;
o bien, quiero sentir sobre mi pecho
de tus fieras los dientes y las garras,
madre naturaleza de los campos,
de cielo azul y espléndidas montañas.

Y si quieres que muera poco a poco,
tienes pantanos de agua estancadas…
¡Infiltrame en las venas el mortífero
hálito pestilente de tus aguas!

 

ANGELUS DOMINI

Sobre el tranquilo lago, occiduo el dia,
flota impalpable y misteriosa bruma
y a lo lejos vaguísima se esfuma
profundamente azul, la serranía.

Del cielo en la cerúlea lejanía
desfallece la luz. Tiembla la espuma
sobre las ondas de zafir, y ahúma
la chimenea gris de la alquería.

Suenan los cantos del labriego; cava
la tarda yunta el surco postrimero.
Los últimos reflejos de luz flava

en el límite brillan del potrero
y, a media voz, la golondrina acaba
su gárrulo trinar, bajo el alero.

II

Ondulante y azul, trémulo y vago,
el ángel de la noche se avecina,
del crepúsculo envuelto en la neblina
y en los vapores gráciles del lago.

Del septentrión al murmurante halago
los pliegues de su túnica divina
se extienden sobre el valle y la colina,
para librarlos del nocturno estrago.

Su voz tristezas y consuelo vierte.
Humedecen sus ojos de zafiro
auras de vida y ráfagas de muerte.

Levanta el vuelo en silencioso giro
y, al llegar a la altura, se convierte
en oración, y lágrima, y suspiro.

 

EL RIO

Triscad, oh linfas, con la grácil onda,
gorgoritas, alzad vuestras canciones.
y vosotros, parleros borbollones,
dialogad con el viento y con la fronda.

Chorro garrulador, sobre la honda
cóncava quiebra, rómpete en jirones
y estrella contra riscos y peñones
tus diamantes y perlas de Golconda.

Soy vuestro padre el río. Mis cabellos
son de la luna pálidos destellos,
cristal mis ojos del cerúleo manto.

Es de musgo mi barba trasparente,
ópalos desleídos son mi frente
y risa de las náyades mi canto.

 

EL RUISEÑOR

Oid la campanita, cómo suena,
el toque del clarín, cómo arrebata,
las quejas en que el viento se desata
y del agua el rodar sobre la arena.

Escuchad la amorosa cantilena
de Favonio rendido a Flora ingrata
y la inmensa y divina serenata
que Pan modula en la silvestre avena.

Todo eso hay en mis cantos. Me enamora
la noche; de los hombres soy delicia
y paz, y entre los árboles cubierto,

sólo yo alcé mi voz consoladora,
como una blanda y celestial caricia,
cuando Jesús agonizó en el huerto.

 

IDILIO SALVAJE

¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?… Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.

Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.

Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aún del placer quedan los dejos,
puedes tornar a tu revuelto mundo.

Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amarguisimo y profundo
de un triste amor o de un inmenso llanto.

II

Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba;
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minada por horrendo tajo.

Bloques gigantes que arrancó de cuajo
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sabana pensativa
y adusta, ni una senda ni un atajo.

asoladora atmósfera candente
de se incrustan las águilas serenas
como clavos que se hunden lentamente.

Silencio, lobreguez pavor tremendos
que viene sólo a interrumpir apenas
el balope triunfal de los berrendos.

III

En la estepa maldita, bajo el peso
de sibilante grisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina
como un relieve en el confín impreso.

El viento, entre los médanos opreso,
canta como una música divina,
y finge bajo la húmeda neblina,
un infinito y solitario beso.

Vibran en el crepúsculo tus ojos,
un dardo negro de pasión y enojos
que en mi carne y mi espíritu se clava;

y destacada contra el sol muriente,
como un airón, flotando inmensamente,
tu bruna cabellera de india brava.

IV

La llanura amarguísima y salobre,
enjuta cuenca de océano muerto,
y en la gris lontananza, como puerto,
el peñascal, desamparado y pobre.

Unta la tade en mi semblante yerto
aterradora lobreguez, y sobre
tu piel, tostada por el sol, el cobre
y el sepia de las rocas del desierto.

Y en el regazo donde sombra eterna,
del peñascal bajo la enorme arruga,
es para nuestro amor nido y caverna,

las lianas de tu cuerpo retorcidas
en el torso viril que te subyuga,
con una gran palpitación de vidas.

V

¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura
como si fuera un campo de matanza.

Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.

Y allí estamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones,
bajo el peso de todos los olvidos.

En un cielo de plomo el sol ya muerto,
y en nuestros desgarrados corazones
¡El desierto, el desierto… y el desierto!

VI

¡Es mi adiós…! Allá vas, bruna y austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera,
como una maldición, sobre tu espalda.

En mis desolaciones ¿qué te espera?
-ya apenas veo tu arrastrante falda-
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.

El terremoto humano ha destruido
mi corazón y todo en él expira.
¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!

Aún te columbro, y ya olvidé tu frente;
sólo, ay, tu espalda miro cual se mira
lo que huye y se aleja eternamente.

 

ENVÍO

En tus aras quemé mi último incienso
y deshojé mis postrimeras rosas.
Do se alzaban los templos de mis diosas
ya sólo queda el arenal inmenso.

Quise entrar en tu alma, y qué descenso,
¡qué andar por entre ruinas y entre fosas!
¡A fuerza de pensar en tales cosas
me duele el pensamiento cuando pienso!

¡Pasó…! ¿Qué resta ya de tanto y tanto
deliquio? En ti ni la moral dolencia,
ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto.

Y en mi ¡qué hondo y tremendo cataclismo!
¡Qué sombra y qué pavor en la conciencia,
y qué horrible disgusto de mi mismo!