Poetas

Poesía de España

Poemas de María Rosa Gálvez

María Rosa Gálvez de Cabrera (Málaga, 14 de agosto de 1768 – Madrid, 2 de octubre de 1806), poetisa y dramaturga española de la Ilustración y el neoclasicismo.

La vanidad de los placeres

Oigo del mundo el eco lisonjero
sonar gozoso en torno de mi mente,
y la insensata gente
veo correr en vano
sin poder halagar ningún sentido:
¿será, que la fortuna a los mortales
jamás otorgue algún placer cumplido;
o que el fastidio siga a las pasiones,
que no pueden saciar sus corazones?

Genio, que inspiras sin cesar mi canto,
yo me abandono a ti; guía mi acento;
vuela en pos del contento
que el hombre te presenta en su grandeza,
cuando engañado su vivir fatiga,
y sus tesoros por gozar prodiga.

Jamás el espectáculo pomposo
vio del sol al nacer, ni sus oídos
el canto de las aves melodioso
gozaron, cuando el orbe se ilumina;
sumido en ocio, de velar cansado,
la noche se avecina
cuando el lecho dejando lentamente,
torna de los placeres al bullicio,
con que el mundo le encubre el precipicio.

Piensa que puede amar, y ser amado;
y los deleites del amor siguiendo,
un instante engañado
vivió de su ilusión encantadora;
pero nunca gozó: desconfianzas,
ingratitud, traiciones le atormentan;
celos devoradores
le acosan sin cesar con sus furores;
y si en la variedad busca delicias,
el interés le vende sus caricias.

El lujo le previene los banquetes
que la gula inventó; soberbio en ellos
adula su deseo caprichoso
con viandas exquisitas:
naturaleza de su seno hermoso,
los dones le presenta, que cultiva
bañado de sudor el desvalido,
allí desvanecido,
de falaces amigos rodeado,
con extraños licores lisonjea
su apetito estragado,
hasta que en el desorden ya beodo
pierde con la razón el placer todo.

Envilecido entonces, degradado
del nombre racional corre aturdido
del circo al espectáculo sangriento,
en él, igual a las sañudas fieras,
del hombre perseguidas,
tranquilo goza el bárbaro contento
de ver los inocentes animales
rabiando de perecer; y si la suerte
no protege los diestros lidiadores
también sin susto ve llegar su muerte.

Si asiste del teatro a las delicias,
sólo es por vanidad; su entendimiento
desconoce del arte los encantos:
el vano lucimiento
ocupa su atención; no las pasiones
que ve representar; no las desgracias,
ni el castigo, que alcanza el vicio impío,
su corazón movieron,
de sentimientos y virtud vacío.

Alguna vez de estruendo venatorio
seguido al campo sale;
y en el placer de muerte embebecido
las libres aves su rigor destruye;
que el privilegio de volar no vale
contra el ronco estallido
de la pólvora atroz; ni el manso ciervo,
ni la tímida liebre,
ni el veloz gamo su vivir libraron;
todos perecen: ¡ay!, cuando se aleja,
rastros de sangre por el valle deja.

Corre luego al festín; el atractivo
de la danza le ofrece sus deleites;
allí en tropel festivo
los mortales alegres se abandonan:
quien, en vueltas acá y allá girando,
en sus brazos conduce la doncella;
quien, rápido saltando,
del bello sexo la pasión excita;
quien, por danzar se agita,
y a los espectadores atropella:
los ojos se deleitan, los oídos;
y el tacto encanta los demás sentidos.

En vano este delirio pasajero
su languidez desvela,
mas poderoso objeto necesita,
para gozar placer; al juego vuela,
al juego destructor; en él consume
su tiempo y su riqueza:
en sus falaces suertes pierde el oro,
que socorrer pudiera cien familias,
y deja entre las manos de un malvado,
lo que aliviar debiera al desdichado.

Si honoríficos puestos solicita,
¡cuánto a su orgullo que sufrir le espera!
La brillante carrera
de los premios emprende,
sin merecer ninguno; en ella ansioso
teme desaires, humillado ruega,
lisonjea, importuna,
y si acaso concede la fortuna
a su anhelar la injusta recompensa,
llega la senectud, y en pos la muerte
se presenta, seguida
del atormentador remordimiento,
de dolencia y terror; en vano entonces
remedios busca, por alivio clama;
el sepulcro lo llama;
baja a su seno, y su memoria en tanto
de nadie logra compasión ni llanto.

¿Y qué placer gozó? Todos huyeron
fugaces, del destino a la inconstancia;
todos en aflicción se convirtieron
cuando llegó su fin. ¿Acaso existe
algún placer durable cual la vida?
¿Acaso el mundo los consuelos niega
de recordar la dicha, aunque perdida?
No, débiles mortales;
la sagrada virtud en nuestros males
brilla, como la luz en las tinieblas;
ella conforta el corazón humano
contra la adversidad; y el poderoso,
que al triste socorrió con larga mano,
consigue venturoso
el supremo placer de hacer felices:
este es solo el deleite duradero
hasta el instante de vivir postrero.

Oda

¡Portentosa natura! Yo en mi mente
Saludo tus augustas maravillas,
Obra de un Dios de eterna omnipotencia;
Permíteme que pueda reverente
Al tiempo que me humillas
Con tu magnificencia,
Del Teyde abrasador cantar la cumbre,
Su altura prodigiosa,
Su hondo abismo y su mole cavernosa.
El astro de la luz, padre del día
Del globo de la tierra
Sus rayos escondía
Cuando yo penetraba
De Laguna la selva deliciosa.
Si entre el horror sangriento de la guerra
Sublime Tasso en su cantar mudaba
La horrible trompa en cítara de amores
Que en la selva de Armida resonaba,
Del bosque de laguna Apolo en tanto
La imagen inspiró a su dulce canto.
Por él mil arroyuelos se deslizan
Que en tortuoso giro
Cortan del valle el plácido retiro.
Allí en largas praderas fertilizan
El plátano sabroso;
Aquí verdes colinas esquivando
Su falda van lamiendo
Y del tronco pomposo
Del drago la altivez desenvolviendo,
Que de su seno abriendo las vertientes,
De púrpura matiza las corrientes.
Las frutas y las flores
Lisonjean y halagan los sentidos
Con su sabor y olores;
Encantan los oídos
Las quejas de los dulces ruiseñores,
Y del canario y colorín hermosos
A par resuenan ecos armoniosos.
La bóveda perpetua de verdura
De esta selva sombría
Pasó entre sus antiguos moradores
Por el elíseo campo
Do en eterna ventura
Habitaban las sombra inmortales
De los varones y héroes virtuosos;
Al tiempo que en Teyde los malvados,
Testigos desgraciados
De su gloria, lloraban envidiosos
Y con hondos clamores
Del volcán agotaban los ardores.
Envuelta en estas lúgubres ideas
Mi mente se agitaba
Cuando veloz la noche desplegaba
Su manto por el mundo;
Las sombras por el viento descendían,
En los copador arboles caían,
Y el silencio profundo
De las aves mostraba al caminante
Del forzoso descanso el dulce instante.
La senda dejo y encontrar procuro
Un asilo propicio a mi reposo;
Busco y elijo como el más seguro
De una alta roca el hueco pavoroso,
Por donde entre el horror que le acompaña
Su cóncavo presenta la montaña.
Dejo el temor, y al resplandor sombrío
De las humosas teas
Me adelanto con planta vacilante;
Mis ojos vagan por el centro frío,
Y en el ¡Gran Dios! encuentro la morada
De la implacable muerte;
Ella su trono obstenta
De esta horrible mansión en el silencio…

Safo

Noche desoladora, fiel imagen
de mis continuos bárbaros tormentos,
no cese tu rigor, no tus furores;
el hórrido silbido de los vientos,
el rayo desprendido de la esfera,
el ronco son del pavoroso trueno
halaga un corazón desesperado.
¡Ah! perezca en tu horror el universo,
perezca la morada que mantiene
al hombre entre los hombres más perverso;
anégale en tus aguas, mar undoso,
y entre tus ondas su cadaver yerto
suba al Olimpo y del Olimpo baje
a sepultarse en el profundo averno;
mas tú te calmas; ¿eres insensible
a mi fatal plegaria, a mis lamentos?
¿Eres como Faon? ¡ay! ni su nombre
piadoso vuelve a repetir el eco.
¡Espantosa quietud! Todo enmudece,
y al tormentoso horror sigue el silencio.
Las negras furias que mi amor persiguen
me privan hasta el bárbaro consuelo
de ver el orbe vacilar al choque
de los embravecidos elementos.
Vecina el alba, volverá a la tierra
el marchito verdor; placido el cielo
ofrece al fin serenidad y vida.
Hoy, por la última vez, el firmamento
verán mis ojos de llorar cansados.
Sol, apresura tu brillante vuelo;
verás a Safo en su postrera angustia
perecer, u olvidar su ingrato dueño.