Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de María Valdés Mendoza

María Valdés Mendoza. Nace el 11 de noviembre de 1820 en Guanabacoa, aunque los críticos literarios cubanos Francisco Calcagno y González Curquejo consignan a Matanzas como su lugar de nacimiento. Educada con esmero al calor de sus padres, desde muy joven leyó a clásicos y románticos y comenzó a cultivar la poesía, sin que en los comienzos de su carrera literaria se diera a conocer públicamente. Su vida retirada la hubiese hecho pasar inadvertida si un poema suyo titulado «La rosa blanca» no hubiese sido leído por Francisco Javier Foxá, sin que ella lo supiera, en una tertulia de Nicolás Azcárate, siendo acogido con especiales aplausos y celebraciones. A partir de entonces empezó a destacarse en los círculos literarios, donde leyó varios trabajos que aparecen incluidos en el tomo I de sus «Noches Literarias”. Sencilla, tierna y sentimental, supo arrancar también las notas elevadas, enérgicas y solemnes propias de la epopeya. Murió a muy avanzada edad el 1 de junio de 1896, en Guanabacoa.

A la luna

Salve, lumbrera bella de la callada noche,
henchido de entusiasmo te mira el corazón,
vertiendo placentera desde tu excelso coche
consuelos al que gime y al bardo inspiración.

El pecho palpitando de gozo y alegría
te ofrece enardecido sus cánticos de amor,
que a mí me cansa, ¡oh luna!, la claridad del día,
me oprime su hermosura, me mata su esplendor.

Yo anhelo de la noche la plácida frescura
sobre mi joven frente sentirla resbalar,
y ver cómo vagando la brisa en la espesura
las blancas hojas besa del nítido azahar.

Y ver cómo cuajadas las gotas del rocío
le roban a las perlas su diáfano color,
y ver la tortolilla bañándose en el río
exenta de los tiros del duro cazador.

Yo quiero esos acentos sublimes y armoniosos
brotados de los senos del gigantesco mar,
sentirlos acercarse, y luego vagarosos
de súbito perderse, de súbito sonar.

Yo quiero reclinada bajo un rosal de Cuba,
ceñida la cabeza de cándido jazmín,
que mi canción se eleve, que hasta los cielos suba,
y allí la guarde tierno de Dios un querubín.

¡Cuántos hechizos, cuántos de un gozo indefinible
le brindas, blanca luna, al mísero mortal,
cuando entre nubes bellas le muestras apacible
y ostentas esplendente tu rostro celestial!

¿Y quién serás? ¡oh reina del claro firmamento!
Tu fúlgida existencia no puede comprender,
que siempre se confunde y muere el pensamiento
cual ola desgraciada al punto de nacer.

¿Será tal vez la maga que escucha cariñosa
de los amantes fieles el triste suspirar,
y de sus almas puras la pena congojosa
sensible y compasiva te place consolar?

¿O acaso del eterno un ángel destinado
para pesar del hombre la criminal acción,
y al verlo de maldades y vicios circundado
te ocultas abatida en tu alto pabellón?

Por eso muchas veces he visto tristemente
cubrirse tu semblante de pálido capuz,
por eso muchas veces te nublas de repente
y ocultas los reflejos de tu admirable luz.

Mas son delirios vanos, ensueños ardorosos,
lanzados, al mirarte, del vivo corazón,
fantasmas altaneros que vienen engañosos
a oscurecer la antorcha feliz de la razón.

Jamás, hermosa reina del claro firmamento,
jamás podré un instante tu vida comprender,
que siempre se confunde y muere el pensamiento
cual ola desgraciada al punto de nacer.

Esconde en tu albo seno los fúlgidos arcanos,
Velados a los ojos del mundo terrenal.
La ciencia de la tierra, los cálculos humanos,
se estrellan en tu trono de límpido cristal.

Mas yo quiero sentada bajo un rosal de Cuba,
ceñida la cabeza de cándido jazmín,
que mi canción se eleve, que hasta tu solio suba,
bien seas preciosa hada, o tierno querubín.

La esperanza

I

¡Ven, ninfa celestial de la esperanza,
ven, dulce amiga, que tu amor imploro!,
y enséñame en hermosa lontananza
el bien que busco y anhelante adoro.
Muéstrame un sol de gloria y bienandanza
con tus reflejos de esmeralda y oro;
lanza torrentes de tu luz querida
en el triste horizonte de mi vida.

II

Yo desde niña te buscaba ansiosa
en medio de mis juegos seductores;
yo desde niña procuré afanosa
ornar mi frente con tus blancas flores,
y cuando ya la juventud preciosa
me cubrió de sus mágicos favores,
he buscado también enajenada
la bendita expresión de tu mirada.

III

¡Cuántas noches, al rayo de la Luna,
en tus inmensos dones meditando,
he contado las horas una a una,
con cien visiones de placer soñando!
Tus contentos, tus goces, tu fortuna,
por mi agitada mente resbalando,
brillantes horizontes bosquejaban
y mundos de delicias me brindaban.

IV

¡Cuántas veces pensé que acá en la tierra
eras del existir lumbrera y guía,
o beso de piedad que puro encierra
bálsamo de consuelo, y alegría!
Y a la manera que en la altiva sierra
más vivo lanza su fulgor el día,
en tu adorable templo te miraba,
y sin saber por qué siempre esperaba.

V

La tierra virgen que descansa hermosa
en delicado lecho de azucenas,
a quien la blanda risa presurosa
con sus amantes besos hiere apenas,
viendo de la corriente bulliciosa
las ondas apacibles y serenas,
en inefable gozo embebecida
se queda con tu imagen adormida.

VI

Lanza un grito de muerte en la batalla
el arrojado, intrépido guerrero,
valiente cruza la enemiga valla,
y el muro rompe su cortante acero;
nada le enfrena; su furor estalla
cual el fuerte crujir del rayo fiero,
y sin cesar un punto de llamarte
levanta de la gloria el estandarte.

VII

Al pálido lucir de llama inquieta
en solitaria estancia retirado,
medita y vela el pensador poeta
sobre el vetusto libro reclinado;
siempre quedara su canción secreta,
y del fuego divino despojado,
callara el trovador, muriera en suma,
si no te viera a ti junto a su pluma.

VIII

¿Y qué fuera la mísera existencia
acosada del negro sufrimiento,
si no aspirara la fragante esencia
que vierte suave tu aromado aliento?
Lago sin cristalina transparencia,
el mar sin ondulante movimiento,
abrasado arenal, ciudad desierta,
a toda sensación un alma muerta.

IX

Ven, ninfa celestial de la esperanza,
ven, dulce amiga, que tu amor imploro,
y enséñame en hermosa lontananza
el bien que busco y anhelante adoro;
muéstrame un sol de gloria y bienandanza
con sus reflejos de esmeralda y oro,
vierte los rayos de su luz querida
en el triste horizonte de mi vida.

X

Muéstrame sí, tu cielo engalanado
con riquísimas franjas de colores,
de trémulas estrellas salpicado,
y sus lindos luceros brilladores.
Vierte en mi corazón acongojado
mil afectos de paz, consoladores,
y tocaré del porvenir la puerta
latiendo el pecho con la fe despierta.

XI

Tu dulce voz me animará gozosa;
y sus anchos umbrales traspasando
mi suerte desgraciada o venturosa
irán mis ojos sin temor mirando;
en torno de mis sienes cariñosa
tus purísimas alas desplegando,
alentarás tal vez mi fantasía,
dándome inspiración, luz y armonía.

XII

Cíñeme con tus lazos deliciosos,
encanto de mi ser, flor argentina,
y por senderos fáciles y hermosos
mis débiles pisadas encamina.
Estréchame en tus brazos amorosos,
esperanza feliz, Virgen divina,
y al darme la vejez su mano helada
en tu seno me encuentre reclinada.