Poetas

Poesía de México

Poemas de Mauricio Montiel Figueiras

Mauricio Montiel nació Guadalajara, México, en 1968. Es narrador, ensayista, traductor y editor. Algunos de sus libros publicados son Ciudad tomada (2013), La mujer de M. (2012), Señor Fritos (2011), Paseos sin rumbo. Diálogos entre cine y literatura (2010), Terra cognita (2007), La piel insomne (2002) y La penumbra inconveniente (2001). Desde 2011 trabaja en el proyecto novelístico titulado El hombre de tweed a través de la plataforma electrónica Twitter.

Ha sido editor de diversas revistas y suplementos culturales, además de responsable del área de literatura del Fondo de Cultura Económica, coordinador editorial del Museo Nacional de Arte y editor externo del Museo del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México.

Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino y el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, del Centro de Escritores Juan José Arreola, de la Fundación Rockefeller y de The Hawthornden Retreat for Writers en Escocia. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y está finalizando dos libros de narrativa.

TRES VIENTOS

Mala fortuna,
presagia el meteorólogo que se derrite
en un televisor de bulbos rancios
como flores muertas,
para aquel que salga de su lecho
cuando el fuego se presente en todo su esplendor.
Sean mansos y quédense tranquilos,
acorten la distancia entre los cuerpos lenta,
antiguamente,
sigan los protocolos del sudor que brota
en torpes llamaradas
del más profundo mediodía.
Cierren postigos y persianas,
hagan del dormitorio un espasmo bermellón
donde el Sahara se desdoble sin riesgo de acabar
con los oasis.
Beban agua,
aljibes, charcas, océanos enteros,
saliven con recelo en los poros,
los pozos insondables de la piel:
no agoten, por Alá, los líquidos secretos
que la aurora ha develado
con tanta precaución.
Busquen el sueño o al menos el ensueño
en manos del marido inclemente,
la esposa de carnes eclipsadas,
el púber pródigo en caricias,
la doncella que merca con visiones:

HAMSIN

Teman el viento, dice el anciano, y con su báculo señala un horizonte
hecho de gasas amarillas, purulentas, que se avecina a la velocidad de
un meteoro lanzado desde el iris trepidante de la luz, desde el vago
inicio del mundo. Relinchan los corceles tras sus bridas ansiosas,
fulgura el moscardón que hiende el aire como bala azul en busca de
su blanco, se rompe un ánfora que cae al fondo del clima convertido
en pozo de aguas estancas. Trémulo, más un pellejo que una coraza
contra los embates del vacío, el cielo disuelve sus lindes en una ceremonia
de licuefacción: oro, las nubes son semillas de oro arrastradas
por la corriente fluvial que mana en lo alto de la calígine, en el imperio
del buitre que reza una plegaria circular. Atónitas, incandescentes,
las tropas observan la distancia reclamada por el carmesí: sangre en
polvo, rubíes desmenuzados por un puño primigenio, ibis escarlata
traídos de otro continente por el vendaval y su inexorable canto de
sirenas.
Teman los cincuenta días, susurra el hombre, el lapso en que la arena
finca sus reales en Egipto con furor de soberana oscura. Vean cómo la
rosa de los vientos se deshoja entre los dedos, imantada por la sombra
eléctrica que oscila alrededor sin dar cuartel. Vean las pirámides: pechos
erguidos en la tenebra del desierto a la espera de una caricia o un rasguño,
nadie sabe, que les regrese su turgencia original. Vean cómo la madre a
punto de parir ahoga sus gemidos en la mordaza de la atmósfera, cómo
el mendigo halla un diamante entre el carbón que le dibuja un velo en la
mirada, cómo la joven se maquilla ante un espejo donde arde un cirio
íntimo. Vean las bayonetas, el metal de las bayonetas, el lustre lóbrego
de las bayonetas que se afilan en el pedernal de la tormenta. Tállense los
ojos, frótense los párpados: lo que vean será producto de un delirio interno
porque afuera, al otro lado de esta ceguera indómita, todo es barro
seco, partículas de hueso, vestigios de reinos devastados por el hálito
de un dios.
Hamsin, ruega el niño de hinojos en su estera, déjame temerte y adorarte
como el emisario de la furia. Haz de mí un súbdito capaz de reptar hacia
las fuentes del pavor, un soldado que se integre y desintegre en tus ejércitos
de lodo calcinado. Entra en mis venas e inféctame de lejanía, bebe
mi linfa hasta saciarte y quémame, marchítame, desáhuciame. Que no
quede rastro de mí al concluir tu celo de tigre rojo, que mi llanto sea el
vagido del ángel que azota puertas y ventanas con su espada. Sopla feroz,
hamsin, sopla voraz: vuela y llévame contigo, redúceme a cenizas, transfórmame
en la duna que en medio de la nada evoca una erección nacida
en la entraña más salvaje de la tierra.