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Poesía de Estados Unidos

Poemas de Natalie Diaz

Natalie Diaz es una poeta y educadora estadounidense de origen mojave, una tribu indígena que habita en el desierto de Arizona y California. Nació en 1978 en Needles, una pequeña ciudad fronteriza con México, y creció en la reserva del río Fort Mojave, donde aprendió su lengua materna, el mojave, junto con el español y el inglés.

Desde niña, Diaz mostró un gran talento para el baloncesto, deporte que practicó durante su etapa universitaria y que le llevó a jugar profesionalmente en Europa y Asia durante cuatro años. Sin embargo, su verdadera pasión era la poesía, a la que se dedicó plenamente tras regresar a Estados Unidos.

Su obra poética refleja su identidad como mujer mojave y latina, así como su compromiso con la preservación de su cultura y su lengua. Sus poemas exploran temas como el amor, el cuerpo, la memoria, la violencia, la historia y la resistencia. Su primer libro, When My Brother Was an Aztec (2012), aborda la adicción a las drogas de su hermano mayor y el impacto que tuvo en su familia y su comunidad.

Su segundo libro, Postcolonial Love Poem (2020), le valió el prestigioso Premio Pulitzer de Poesía, así como otras importantes nominaciones. En este libro, Diaz celebra el amor como una forma de resistir al colonialismo y al racismo que han oprimido a los pueblos indígenas y a las personas de color. Sus poemas son sensuales, líricos y políticos al mismo tiempo.

Diaz también es una reconocida educadora y activista. Ha trabajado como profesora de escritura creativa en varias universidades y como directora del programa de revitalización lingüística del río Fort Mojave. Además, ha participado en numerosos eventos literarios y culturales para difundir su poesía y la de otros autores indígenas.

Natalie Diaz es una de las voces más originales y potentes de la poesía contemporánea estadounidense. Su obra es un testimonio de la diversidad y la riqueza de las culturas que conviven en ese país, así como un llamado a la justicia y al reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios.

Cuando mi hermano era un Azteca

vivía en el sótano y sacrificaba a mis padres
cada mañana. Algo espantoso. Imperdonable.
Pero ellos volvían por más. Lo amaban, era cuanto podían decir.

Todo comenzó con él rebotando por la Avenida de los Muertos,
mis padres caminando detrás como efigies en una procesión,
él podía arder sobre el piso en cualquier momento. Ellos no sabían

qué mas hacer salvo estar ahí para recogerlo cuando muriera.
Olvidaron quién estaba muriendo, quién estaba ya muerto. Mi hermano
dejó de ponerse la camisa cuando un carnaval de mujeres de pechos sucios

lo convirtió en su líder, siguiéndolo arriba y abajo de las escaleras.
Eran acróbatas, ondulaban, sacudiéndose como serpientes. Lo alimentaban
con diamantes molidos y fuego. Él devoraba sus regalos. Mis padres

le suplicaban que les arrancara los ojos. Él se creyó
Huitzilopochtli, un dios, mitad hombre, mitad colibrí. Mis padres
a sus pies, eran rotos chupadores de miel. Él les acercó su boca como espada,

los engulló, sacándoles el color hasta que las cejas les quedaron blancas.
Mi hermano los estrujó y descuartizó en el altar de sus celebraciones,
agitó en los puños sus corazones temblorosos,

mientras perros pulguientos corrían arriba y abajo de las escaleras lamiéndose el culo,
tirándose mordiscos. Los vecinos se sorprendían de que los corazones de mis padres
volvieran a crecer. Decía mucho de mis padres, o de los corazones de los padres.

Mi hermano los sumergió en cenotes, los tiró de los acantilados,
agujereó sus cráneos como vasos o jarras inservibles que fueran,
los despedazó para alimentar a los dioses que gobernaban

los coños de rata de las putas picadas de viruela
abriéndose de piernas en casas colgantes sin luz. Dormía
con la ropa oliendo a durazno podrido y cerillos, se enamoró

de las cucharas burbujeantes con las que lo alimentaban las mujeres-perro. Mis padres
perdieron el apetito de comida y de hijos. Como todos los reyes malvados, mi hermano,
el Azteca, llevaba una corona, una gorra de béisbol puesta hacia atrás

con la bandera de México bordada. Cuando la usaba
en el patio de la casa, que consideraba su Zócalo personal,
su rebaño sabía que él tenía el poder ese día, que poseía todas las joyas

que un monarca puede comer, fumar o inyectarse. Las esclavas
se aproximaban a la cerca y comían de su mano. Les daba para su maiz
por entre los eslabones de sus cadenas. Mis padres miraban desde la ventana,

lloraban de ver su casa convertida en un zoológico, y era su hijo el que estaba
encerrado en una jaula oxidada. El Azteca encontró su corte en un matorral
al otro lado de la calle, entre pavorreales. Mis padres cruzaban los dedos

para que no volviera, le ponían veladoras
para que sí. Siempre regresaba con plumas de jade y turquesa,
oliendo a la mierda de los pavorreales. Mis padres levantaban

lo que él dejó de sus cuerpos, intentaban sostenerse sin piernas,
eludir sus golpes con brazos ausentes, buscándose los dedos
para juntarlos y rezar, para salir de cualquier vientre negro al que mi hermano,
el Azteca, los hubiese arrojado.

Por qué no hablo de flores cuando las conversaciones con mi hermano alcanzan incómodos silencios

Perdónenme guerras distantes, por traer
flores a la casa.

Wislawa Szymborska

En las montañas de Cachemira
mi hermano mató muchos hombres,
voló cráneos debajo de pieles oscuras
tiñó el blanco desierto de rojo carmesí.

¿Qué se le puede decir a un hombre
que atravesó un mundo así
donde sus manos y sus ojos
lo traicionaron?

¿Había flores allá?
le pregunté.

Esto me dijo:

En una aldea, muchos hombres
envolvieron a una mujer en una sábana.
Ella no opuso resistencia.
Le arrastraron los pies descalzos por el suelo.

La acostaron sobre el camino
y la lapidaron.

El primero fue el padre.
Arrojó dos piedras al hilo.
En el trayecto su hermano
se había llenado las bolsas con piedras.

La multitud reunida
era un enjambre alborotado. La lluvia
de rocas contra su cuerpo
ahogó los gemidos de la mujer.

Manchas de sangre en la sábana,
un ramo de violetas,
cien rosales en flor.

Hacia las puertas amaranto del amor y de la guerra

Esta noche la ciudad es destello.
Lo que queda de un temporal de Agosto
es calor y humedad. Tras la ventana abierta,
la farola es una colmena en miel que podría cortar
con mi mano, mi palma un pozo de luz.

En la televisión, bombas como campanillas de plata
tañen sobre borroso horizonte—
Lo único que sé sobre la guerra es gana.
¿Qué es un muro sino un objeto que hay que empujar?
¿Qué es una alcoba sino un epicentro
de saqueo? ¿Y qué puedo hacer con cien hogares
sino abandonarlos como cartuchos gastados del deseo?

El zumbido de las ardientes, azules moléculas de ozono—
un hipotálamo de clarines de caballería—
me llama para algo—tú,
tan dispuesta a ser triturada. Podría morirme.
Me inclino, te beso sentada en el sofá,
imagino que estamos tendidas
sobre aquel desierto enjoyado de escombros—
la única aflicción es tu boca,
solo me duele no llegar a tu fondo—
las explosiones son contra nosotras.

La guerra no es más
que un recordatorio de Misa.
El tañer de las campanas, tus suspiros.
Las bombas, un carnaval de cuerpos, de tacto,
de todas las cosas que queremos probar—
un trozo de manzana empapado en vinagre,
una naranja roja henchida como un pecho—
esos mendigos de dientes.

Te quiero así—lo justo para crujirte
rumbo a un silencio hecho de pedazos de plata.

Allá afuera, los autos corren las resbalosas calles.
Mi boca está en tu cadera—
por arrancar solo este pedazo tuyo daría la vida,
por vaciar tu brillante vestido sobre el piso,
mientras las largas y sombrías piernas de las bombas,
me llevan a las puertas amaranto de la ciudad.